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Lo de Taylor Swift en Madrid, triunfo impepinable

En Música jueves, 30 de mayo de 2024

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Que si Billie Eilish y Beth Gibbons arriesgan mucho más. Vaya por Dios. Que si lo suyo obedece al mínimo común denominador: aquello de que no es la mejor cantando, ni bailando, ni componiendo ni tampoco es por casualidad la más sexy (pero hay que verla sí o sí, como decían de Lola Flores). Que todo lo hace de notable aunque en ningún apartado redondee el sobresaliente. Que si es tan perfecta que carece de aristas. Que si es tan lista que apela a un público transversal. Que si es mainstream, pero a la vez brinda guiños a la galaxia alternativa. Que si es la artista con más Grammys de la historia, paraliza ciudades y multiplica el PIB. Que si quieres arroz, Catalina: podemos tirarnos hasta mañana elucubrando acerca de los múltiples factores que han convertido a Taylor Swift en una artista de éxito planetario, como llevamos haciendo todos los que nos dedicamos a esto (y quienes no, pero replican nuestra teorías baratas), y aún así nos dejaríamos algún cabo suelto. Por mucha brasa mediática.

Un intangible que se nos escapa y desentrañaría su avasalladora repercusión. Pero es que los intangibles son eso. En la música pop dos más dos no siempre equivalen cuatro, por la misma razón que un partido de fútbol no siempre necesariamente lo gana quien teóricamente más lo merece. Supongo que esa es parte de su magia. Si no, bastaría con replicar la fórmula y clonar fenómenos en serie. Tan fácil, no es. Y desde luego, es insultante pensar que todo se debe a una cuestión de marketing. Ya se decía de Madonna en los ochenta. A todo lo apuntado hay que sumar un hecho irrebatible: la norteamericana transmite —con más o menos razones— esa cosa que se llama autenticidad. Cercanía. La sencillez de la gente corriente. El aura de quien podría ser tu vecina del quinto. El discreto carisma de quien cifra gran parte de su crédito en el pico y la pala y además te regala sus confidencias en forma de canción. Al fin y al cabo, una cuestión de conexión. No hay más. Puedes tenerla o no. Anoche, unas setenta mil personas la tuvieron.

Taylor Swift

En pleno momento “coreo” anoche en Madrid. (Foto: TAS Rights Management).

La primera de sus dos citas en el Bernabéu fue un triunfo anunciado. No por ello menos apabullante en su despliegue. Yo venía dispuesto a dejarme convencer. A liberarme de cualquier escepticismo. Lo logré solo a medias. Es cierto que no todo el mundo puede sostener un show de tres horas y media sin que decaiga la intensidad y destilando lo mejor de cuatro o cinco tramos diferenciados de carrera. Se puede decir que ella lo logra. Pero es su veta de pop electrónico sutil y ligeramente noctámbulo la que realmente me seduce. Aquella que no busca el estribillo de combustión instantánea, el motivo melódico chicloso ni ese pop tecnicolor a lo Disney.

Por eso me convencieron muchos más esos dos últimos tramos de su bolo, con “Fortnight”, “Lavender Haze” (mi favorita de todo su repertorio, debo ser poco swiftie), “Anti-hero” o “Karma”, que gran parte de su primer tramo, con el indisimulado AOR de “You Belong With Me”, una “Love Story” en la que una enorme guitarra se dibujaba sobre la gran pasarela o una “Don’t Blame Me” de la que brota uno de esos estentóreos solos de guitarra seudometaleros que no extrañan en un bolo de Miley Cyrus. También me gusta más ese primer traje de electropop tenue  que gran parte de su derroche countrypolitan, esos temas de su primera época, cuando parecía querer emular a Shania Twain o Sheryl Crow. Para mí, fue de esos conciertos en los que con frecuencia me emocionó más la entrega abnegada del público que lo que sucedía sobre el escenario. No siempre, pero sí a veces.

Taylor Swift

Un momento del primer tramo del concierto. (Foto: TAS Rights Management).

Dicho esto, su espectáculo funciona con la precisión de un reloj suizo. Quizá demasiada. Tanta, que acogota. No hay apenas espacio para la improvisación, más allá de sus sinceros agradecimientos —se nota que su última visita fue hace trece años y ante solo 4.000 personas, frente a las 70.000 de anoche— y las dos sorpresas del set: “Sparks Fly” y “I Can Fix Him (No Really I Can)” sola a la guitarra y una “I Look in People’s Windows” (con retazos de “Snow On The Beach”) al piano. Entre lo mejor, esa “All Too Well” que se explaya hasta los cerca de diez minutos y escenifica uno de sus puntos fuertes: el pulso de su narratividad, el dominio del relato, sin más aditamento que su voz y su guitarra, en la estela de los clásicos y clásicas singer songwriters norteamericanos, que es otro de los puntales para fidelizar a un público que en muchos casos ha crecido y madurado con ella. Pero algunas similitudes son más de fondo que de forma. Con ella no siempre las cosas son lo que parecen. Al menos, esa es mi impresión.

Cuando se pone folk dicen que remite a Joni Mitchell, pero a mí me acaba a veces recordando al énfasis – más cerca de un grandilocuente rock de amplio espectro – de Pat Benatar o Kim Carness. Un amigo compara su trayecto con el de Stevie Nicks, pero en cosas como “Willow” me viene a la cabeza Kate Bush, que tampoco es, desde luego, un desdoro. Algunos de los guiños a otros artistas en sus canciones son indetectables, tal y como ocurría a veces con Amaral (Es que no tenemos por qué parecernos a Television, me dijo una vez Juan Aguirre, con toda la razón) y en otros tramos del concierto te entran ganas de contradecir a quienes afirman que carece de hits inapelables: a ver qué otra cosa son la efervescente “We Are Never Getting Back Together”, la festiva “Shake It Off” (centralizando el tramo de 1989, de los mejores, por algo hasta Ryan Adams rindió honores a aquel disco) y una “Look What You Made Me Do” rebosante de despecho, sacudiéndose de encima la estampa de jovencita que no ha roto un plato (me recordó al sonido de Madonna en los 90).

Taylor Swift

En pleno momento Nashville. (Foto: TAS Rights Management).

El de Taylor Swift es un espectáculo entretenido, a ratos divertido y en todo momento más que competente, con los músicos de la banda visualmente en segundo plano (a ambos laterales del escenario), unas coreografías tan infatigables como bien medidas, unos cambios de vestuario que a poco que parpadees te los pierdes y un fastuoso sentido del ritmo. Ella lo hace todo bien, quizá hasta demasiado bien. Cantar, interpretar, templar, tocar el piano o rasgar su guitarra. Corre tan solo el riesgo de acabar escuchando más el ensordecedor griterío del público que a ella misma, como les pasó en su momento a los Beatles (con unos equipos de sonido que daban risa, en comparación), y ha llegado a un punto en el que puede hacer lo que le venga en gana: por mucho que esta dinámica turbocapitalista en vena nos dicte, más aún tras la pandemia, que nos va la vida en cada uno de estos conciertos, se hace muy difícil pensar que no tenga por delante dos o incluso tres décadas de carrera por delante, deparando sucesivas visitas y una evolución creativa que, visto lo visto, puede augurar muchas curvas.

Antes de salir a escena, la precedió el discreto show de los también norteamericanos Paramore, con el clásico sonido de teloneros que acaba haciéndose bola (una lástima que una canción como “Burning Down The House”, su eficiente versión de Talking Heads, sonara tan fuerte como envuelta en estruendo), calentando no obstante el ambiente para tres horas y media que no se me hicieron largas. Y menos aún para casi todo el resto del público.

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