Lo más sencillo sería ubicar a Eleanor Coppola (1936-2024) a la sombra de su marido, Francis (Ford Coppola), patriarca y estandarte de una generación de cineastas que cambiaron el mundo y con ello la forma de hacer cine que imperaba hacía décadas. A la hora de etiquetarla, sería como ese komorebi que nos descubrió hace unos meses Wim Wenders, ese destello de luz solar que atraviesa intermitente el espeso follaje entre los árboles. Adivinamos su presencia, pero poco más. Deslizándose entre el puñado de obras maestras que iba sacando adelante Francis (especialmente en su década mágica, los 70), el cometido de Eleanor sería el de una funambulista manejándose, no sin dificultades, entre las toneladas de ego, genialidad y temeridad que destilaba su marido.
Pero Eleanor estaba destinada a ir un paso más allá, y sus destellos surgían de un trabajo sordo, en la sombra, aquel que intentaba explicar con imágenes en 16 mm la realidad sucia, descarnada, en la que se sustentaban aquellos megaproyectos. Narrar el exceso desde la sencillez no solo los humanizaba sino que permitía ver todos los trampantojos que los recorrían, sus líneas de sombra y sus miserias. Y también maravillarnos cuando de aquellos castillos de naipes surgían premios y reconocimientos al genio visionario y a la confluencia exacta de los astros.
Eleanor conoció a Francis Coppola en sus comienzos, a las órdenes de Roger Corman, en una producción, (Dementia 13, 1963) cuyo reconocimiento derivaría de ser el Opus One de su director y también de uno de sus intérpretes, Jack Nicholson. Eleanor y Francis fueron inseparables desde entonces, pues sus intereses confluían tan bien como su manera de entender el negocio en el que se movían. Su idea de unidad familiar les llevaría a ir incorporando progresivamente a aquel a sus propios hijos: Gian Carlo, Roman y Sofia.
Cuando en 1970 le llegó a Francis F. Coppola, casi de rebote, el encargo de llevar al cine a Mario Puzo y su Rey Lear pasado por el túrmix de los bajos fondos, Eleanor insistió a Francis en que aquel debía ser el paso necesario. El rodaje de El padrino (The Godfather, 1972) merecería de por sí su documental, pero aún sin él todo el anecdotario recopilado es como un resumen de cualquier cuaderno de rodaje de su director: Un cargamento de grandes ideas, una manera revolucionaria de catalizarlas y dinamizarlas, y un sinfín de contratiempos internos y externos, que a menudo cuestionaban su continuidad al mando.
La historia es sobradamente conocida. A El Padrino y su enorme repercusión como obra seminal, le siguió su secuela, y después esa maravillosa producción casi nouvellevaguiana llamada La conversación. En 1975 Francis Coppola arrasaba en EE.UU. y Europa, era el catalizador perfecto entre espectáculo y arte, y su genio no parecía tener límites. Podía desenvolverse entre presupuestos enormes y economías de guerra, y darse el gusto desde su pináculo creativo de elegir y rechazar el proyecto que le diera la gana. En cinco años se había ganado una libertad que otra gente mendigaba, sin suerte, a lo largo de una carrera.
Y siguiendo la máxima de “todo lo que sube, baja”, Francis Coppola decidió llevarlo a su extremo. En primer lugar eligió un guión aparentemente sencillo pero logísticamente complicado, basado en un libro interesante pero denso como pocos, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Mantuvo a su equipo de confianza y a un reparto de conocidos con el que podía sentirse cómodo. Movió los hilos adecuados para rodar en exteriores lo suficientemente creíbles y ceñidos al presupuesto. Hasta ahí todo en orden. Pero a lo largo de los siguientes tres años, esta adaptación destinada a la gloria pudo acabar en infinidad de ocasiones con su director.
Cuando todo lo que podía salir mal salía mal, cuando Francis empezó a perder la cabeza al mismo tiempo que la fe en las páginas que escribía por la noche para ser rodadas a la mañana siguiente, páginas que ya no contenían diálogos sino ideas para improvisaciones. Cuando el dinero se acababa hasta el punto de pedírselo a su antiguo socio George Lucas. Cuando Marlon Brando recortó por su cuenta y riesgo el 80% de diálogos de su personaje, solo para así trabajar menos. Cuando medio reparto se pasaba el día fumado o resacoso. Cuando los decorados dependían de la tormenta de turno. Cuando Harvey Keitel no daba en pantalla lo que Coppola esperaba de él, o cuando se le aplicó la extramaunción a Martin Sheen tras su no tan inesperado infarto. Cuando Francis decidió finalmente confesar a su mujer que su película era un desastre para el cual se veía incluso incapaz de escribir una conclusión, un fiasco en el que había hipotecado todo su capital y prestigio, y tras el cual solo le quedaba pegarse un tiro, allí estaba la cámara de Eleanor registrándolo todo. Esta colección de pequeños y grandes dramas trataba sobre una película llamada Apocalypse Now, pero muy bien podría haberse llamado La agonía y el éxtasis.
Doce años después, habían pasado demasiadas cosas. El Vietnam filmado del que hablábamos en el párrafo anterior resultó contra pronóstico un caballo ganador que terminó de mitificar la figura de Francis Coppola. Este hizo lo único que sabía hacer entonces, y era volver a invertirlo todo en un imposible, filmando un guión carísimo y soporífero: Corazonada (One From the Heart, 1982). Este paso en falso le obligó a aceptar durante el resto de la década en proyectos alimenticios destinados a pagar deudas. Cuando recobró la libertad, mucho después, el cine ya no era la fuerza motora que guiaba sus pasos. En ese camino perdió asimismo gran parte de su confianza y aprendió automatismos que le ayudaron a no implicarse demasiado en sus rodajes, especialmente si quería llegar a una edad longeva. El enfant terrible de los 70 reinventor del lenguaje y de la palabra “riesgo”, dejó paso a un viejo artesano sibarita.
Sin embargo, Eleanor Coppola había ido juntando sus propios retazos del terrorífico rodaje en Filipinas, incorporando entrevistas de sus implicados y dándole al conjunto una coherencia. Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse (1991), una de las sensaciones de Cannes de ese año era, como su autora, una joya a la espera de ser descubierta, y demostró varias cosas: La pericia de Eleanor a la hora de saber dónde poner su cámara y el olfato para intuir el misticismo que rodeaba a esa mezcla de obra maestra y film maldito. Por primera vez asistíamos a un making of que no se detenía en la anécdota sino que construía un film dentro de otro, recorriéndolo como en un tour turístico, pero deteniéndose en los lugares estrictamente necesarios para explicar las motivaciones que le dieron vida y sobre todo, arrastraron a completarlo. Dieciséis años después, Eleanor intentó el mismo experimento con la Apocalypse Now de su hija Sofia, Maria Antonieta (2007). Pero en este caso, tanto la película como su disección fueron condenadas al ostracismo, una por desmesurada y otra por complaciente.
Mientras la carrera de su marido languidecía en un regreso inesperado y lamentablemente prescindible (tres películas entre 2007 y 2011, de las cuales solo podríamos salvar algunos momentos lúcidos de Tetro (2009), Eleanor Coppola le fue encontrando el gusto a vivir fuera de la endogamia del documental. Sus dos películas de ficción, París puede esperar (Paris Can Wait, 2016), o Love Is Love Is Love (2020), mostraban más del gusto por la buena vida (otra marca distintiva del clan Coppola) que cualquier otra obra anterior de cualquier miembro de su familia. La sencillez y la pausa imponiéndose finalmente a aquel frenesí tan lejano, destinado a reinventar el cine a costa de vivir en una montaña rusa de excesos y miserias.
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