Aunque últimamente está complicado conseguir que se ponga al teléfono, El Hype ha conseguido esta entrevista más o menos real con Mike Oldfield, uno de los músicos más singulares de la segunda mitad del siglo pasado, autor entre muchos otros trabajos, de Tubular Bells, uno de esos discos verdaderamente importantes de la historia de la música contemporánea.
EL HYPE: Últimamente cuesta mucho dar con usted, señor Oldfield.
MIKE OLDFIELD: Por eso es más cómodo hablarnos por Webex. No hace falta buscarme y yo no necesito dejarme encontrar.
—He leído en la nota de prensa de su último disco que usted se retiró hace 5 años. Nadie lo sabía.
—No es verdad. Hace 5 años que no aparezco por ningún lado. El nuevo disco es el mismo de siempre, en este caso una remezcla para el cincuenta aniversario del lanzamiento de ese mismo disco.
—¿Qué tiene Tubular Bells (1973) que le obliga a volver a él de vez en cuando?
—Tiene que lo creé demasiado joven y lo grabé en muy poco tiempo, y por eso le faltaron una serie de cosas para ser perfecto. Suena diferente a lo que se escuchaba entonces y después de entonces, y a la gente le llama la atención, pero a menudo me mortificaba escucharlo. Por eso he intentado hacerlo cada vez mejor.
—La sensación general es que igual no era necesario.
—Casi nunca he hecho nada pensando en la “sensación general”. Si hubiera hecho caso a unas cuantas personas que he conocido, en lugar de Mike me llamarían Michael, y posiblemente viviría en algún lugar cercano a Reading [Oldfield nació allí] y no en las Bahamas.
—Más de una vez ha dicho que la música le salvó de volverse loco.
—La música tiene algo muy especial que te hace implicarte absolutamente en ella, ya sea para escucharla como para crearla. Yo la necesitaba. Hubo un tiempo en que no entendía la vida sin ella, y cuando más confundido estaba, más me refugiaba en el estudio a tocar.
—Fue importante entonces para usted que sus hermanos fueran músicos.
—Mi niñez no transcurrió en una casa normal, y había que tener cierta sensibilidad y algunas dosis de nihilismo para no perder la cabeza. Cuando tenía 15 años mi hermana Sally me llevó a casa de una amiga [Marianne Faithful] y por allí estaban Mick Jagger y Keith Richards. Sally suele tener mucha más iniciativa que yo y nos presentó como músicos, sin saber cómo nos vimos una mañana metidos en un estudio de grabación. Teníamos canciones muy sencillitas, muy folk, de las que acabó saliendo un disco que sorprendentemente encontró su público (Children of the sun, 1968). Tocamos en algunos sitios y mi otro hermano, Terry, nos hacía de chófer y de roadie. Y creo que nunca estuvimos más unidos los tres.
—Ese grupo no duró mucho.
—No, desgraciadamente yo no soy un ejemplo de paciencia y aquel ambiente me empezó a aburrir. Como aparte del grupo dejé los estudios, tuve que ponerme a buscar trabajo. Mi hermano me ofreció formar otra banda que aún me aburría más que la anterior. Entonces fue cuando conocí a Kevin Ayers.
—Pongámonos en contexto. Estamos en 1970. Usted tiene 17 años, es casi un desconocido. De repente, aparece en su vida un músico interesante e inclasificable que, sin conocerle, decide contratarle como músico de estudio.
—Kevin era muchas cosas a la vez, pero en primer lugar era líder de un grupo de rock, buscaba un bajista y yo no había tocado un bajo en mi vida. Pero accedí a la prueba y a Kevin le encantó que en lugar de seguir los ritmos me pusiera a hacer solos por mi cuenta. Me contrató. Teníamos en mente un disco muy interesante (Shooting on the moon, 1971), pero éramos gente demasiado independiente, cada uno con sus ideas y sus egos. Quitando la voz de Kevin, cada día sonábamos a una cosa diferente. Y lo que sucedió es que el disco funcionó bien, yo terminé cambiando el bajo por la guitarra, preparamos algo llamado Whatevershebringswesing (1972) y a medias el grupo se separó. No recuerdo bien el motivo, pero seguro que tuvo que ver con que ya no nos soportábamos entre nosotros.
—Entonces se quedó colgado con sus cintas.
—Llevaba un año con experimentaciones, cintas caseras. Usaba un magnetofón que me había prestado Kevin Ayers, y me las arreglé para adaptarlo como si fuera un cuatro pistas de baratillo, para intentar incorporar más ideas, es decir más instrumentos. Tenía en la mente un collage de melodias que me acompañaban desde crio y quería depositarlas todas en el mismo disco, quería escuchar como sonarían fuera de mi cabeza, pero mis recursos y la tecnología tenían un límite. Yo me daba golpes contra una pared intentando superarlo, pues lo que buscaba realmente aún no se había inventado.
—Pero de ahí salió algo parecido a una maqueta.
—De ahí salió algo que durante mes y medio fui paseando por todas las discográficas que conocía. Unos no me hacían ni caso, otros la escuchaban y torcían la cabeza. Hubo quien me felicitaba sinceramente por aquello, pero al mismo tiempo me aconsejaba que hiciera otra cosa, a ser posible cantada. Nunca había experimentado tanto rechazo junto, y me hundí.
—Pero entonces apareció Richard Branson.
—Richard es otra de esas personas que aparte de ser muchas cosas al mismo tiempo, tiene necesidad de hacerlas todas a la vez. Cuando le conocí se dedicaba a comprar discos baratos en Europa y revenderlos en la tienda de discos que había abierto en Oxford Street. Desconozco como hacía ese malabarismo pero ganaba dinero. Tenía un socio, Simon Draper, al que le gustó mi cinta. Pensaron que si habían fundado una discográfica [Virgin Records] yo podía ser el primer artista de su catálogo.
Draper y Tom Newman, un ingeniero de sonido que acabó siendo un buen amigo y el mejor aliado que podía desear, me impulsaron a grabarlo todo y para ello rogaron a Richard que me diera la oportunidad de hacerlo. Grabamos en Oxfordshire, en un lugar muy señorial llamado The Manor, con algun músico de estudio y en los tiempos muertos en que no había otros músicos grabando. Puesto que era el último mono, aprendí mucho sobre cómo aprovechar los minutos que me daban. Toqué casi todos los instrumentos. Otro músico que pasaba por allí, Viv (Viv Stanhall), introdujo las voces en la sección en que se van presentando los diferentes instrumentos. Y así fue todo.
—El resultado es fascinante, pero casi por lo extraño que resulta. Escuchas algo que suena muy bien pero que tiene como una cualidad ajena. Como si hubiera sido compuesto por alguien que no viviera en tu mismo planeta.
—Yo no soy la persona más normal del mundo.
—Antes hablaba de grabar todos los instrumentos. ¿No era una tarea excesiva incluso para alguien tan virtuoso como usted?
—Al principio era más un tema económico, el de no poder contratar gente. Pero descubrí que me gustaba controlar al detalle lo que hacía. Aún así hay más instrumentos que no domino que sí (las flautas, por ejemplo), y por ello siempre he necesitado apoyarme en otros. Más que un virtuoso soy un buen guitarrista, y al mismo tiempo un guitarrista distinto pues toco de oído y me cuesta ceñirme a una partitura o a una dirección de orquesta. Aparte empuño (o empuñaba) la guitarra en vertical, casi abrazándola, como puede verme en cualquier video de YouTube anterior a 1990. Eso hace que presione de forma diferente las cuerdas, y que el resultado suene distinto.
—Esa es buena parte del secreto de lo que llaman “sonido Oldfield”.
—Yo diría que es la mejor parte.
—¿Cómo se explica el éxito del disco? Fue publicarse y al instante convertirse en clásico.
—Si pudiera lo explicaría, pero como no sé bien lo que sucedió me resulta difícil. Puedo especular. A dos radioformulas influyentes y a los tres críticos musicales necesarios les encantó. Por entonces yo estaba zarandeado por mi situación familiar y baqueteado por los rechazos. Tenía una certeza de que lo que hacía era llamativo y hasta genial, pero al mismo tiempo una inseguridad terrible en mis posibilidades. Digamos que tenía mucho miedo a que aquello fuera bien, pues eso me haría enfrentarme al mundo y demostrar si era lo bueno que creía, cuando yo lo que quería realmente era ser invisible.
—El síndrome del impostor.
—No, no me sentía impostor. Era el mundo el que me parecía impostado. Y ese mismo mundo empezaba a hablar del disco y a decir cosas que me asustaban muchisimo. Las críticas, sean buenas o malas, siempre me han descolocado. Pero entonces se me hacía un nudo en el estómago al abrir las revistas musicales.
—El concierto de presentación del disco sigue siendo de lo más visto en la BBC.
—Y estuve a punto de no acudir. Branson me sobornó ofreciéndome las llaves de su Bentley si acudía. Mi primer auto.
—Tubular Bells fue un fenómeno en Inglaterra y en Estados Unidos iba camino de serlo, pero además Branson se adelantó y le deslizó los minutos más conocidos de su discografía a William Friedkin para que los incorporara a su película El Exorcista (1973), que fue otro éxito rotundo.
—Al principio no me supo tan bien, pero básicamente porque nadie me consultó nada. Podría haber hecho otros arreglos, más música. Aquello se lo dieron a palo seco. Con el tiempo creo que fue una idea brillante, de esas que a mí nunca se me ocurren a la hora de venderme. Yo no sé hacer esas cosas y Richard sí.
—Virgin había empezado con un caballo ganador: ¿Le exigieron repetir el éxito con algo parecido?
—Lo hicieron pero yo tenía otra línea de composición. Tubular Bells habían sido muchas ideas juntas compitiendo entre ellas. Había gritado al mundo quién era yo y, al parecer, lo había hecho lo bastante fuerte. Quise atemperar, calmarme, hacer algo bucólico, pausado. Reducir el número de melodías, darle calma al conjunto. Me refugié en el campo, cerca de Hergest Ridge, porque era uno de los lugares que representaban mi infancia, y sentía que allí nadie podría hacerme daño. Tenía por primera vez algo de dinero y medios para trabajar. Podía permitirme dedicar mucho más tiempo a la grabación, y contratar a los músicos que quisiera.
—Pero…
—Pero me costó acabar este disco porque sentía continuamente que competía contra mí mismo.
—Un disco precioso que a la primera escucha te deposita en medio de un bosque. Casi se puede oler la tierra húmeda al escucharlo.
—Eso es por las flautas.
—Lo sea o no, Hergest Ridge (1974) no fue un fracaso, como mucha gente dijo. Solo él pudo desbancar a su primer disco del número 1.
—El gran problema del segundo disco en el que tanta gente pone tantas expectativas… No, no fue un fracaso principalmente porque se anunciaba como lo nuevo y mejor del creador de Tubular Bells, y eso garantizaba ventas seguras. Pero los críticos decían que era lento, y lo era pero es lo que yo quería. Disfruté metiéndome dentro de un piano de cola para tocar unas castañuelas, o creando una tormenta eléctrica de 30 guitarras sonando simultáneamente.
—Son muchas guitarras.
—En el siguiente trabajo me las arreglé para doblar las pistas muchas veces hasta hacer sonar 1984. Y a la pregunta de por qué 1984, pues sí, es que me gusta Orwell.
—Aunque siguió componiendo mayormente estos Opus instrumentales, Branson le insistió unos años después en que hiciera canciones pop. Curioso cuando menos.
—Richard Branson llevaba vendidos casi 30 millones de discos míos, pero yo ya había perdido la fe en sus gustos musicales, pues me daba la sensación que se lanzaba sobre todo aquello que se pusiera de moda, aunque dejara de estarlo 10 minutos después. Él entonces quería pop y como si no tuviera bastantes artistas pop en nómina, insistía en que yo lo hiciera. Llegamos a un acuerdo. Yo podría explayarme en mis temas instrumentales en una cara del disco y en la otra le vendía el alma a Virgin en forma de éxitos pop. Y lo increíble es que funcionó. Encontré una voz especial, Maggie Reilly, y una serie de músicos que entendieron lo que quería hacer en ese momento. Y durante unos años volví a las listas de ventas.
—Y cuando volvió a desaparecer de ellas consideró que ya había soportado bastante a Virgin.
—Pongamos que necesitaba un cambio de aires. Marché a Warner que hizo una buena oferta y me dejó bastante más libertad (con Virgin salía casi a disco por año). Lo único que me pidieron fue que le diera vueltas a la idea de hacer una segunda sesión de tubos y campanas. Y me encontré preparando 20 años después un Tubular Bells II. No grabé algo completamente nuevo ni me limité a corregir el original. Digamos que caminé paralelo a él, cambiando esta melodía, quitando otra, sudando cuando llegaba a una bifurcación. Pero funcionó de maravilla.
—Suena más limpio, más “bonito” que el original. Posiblemente esto es lo que menos me gusta de él.
—A mí lo que más. Soy un perfeccionista.
—En 1998 aún llegó a realizar un tercer Tubular Bells. Creo sinceramente que esta sobredosis de campanas acabó saturando a la gente, y a usted retirándolo progresivamente de los focos.
—Puede ser. Acababa de terminar un disco sinfónico que me gustaba (Music of the Spheres, 2008), e hice una presentación en el Guggenheim de Bilbao, acompañado de una orquesta muy competente. Y fue en el transcurso de aquello en que dije basta. Descubrí que cada vez me costaba más tocar la guitarra, pero sobre todo sacar fuerzas para concentrarme en crear nuevas ideas. Pensé: Ya es suficiente. Vendí toda mi colección de guitarras pues sentí que era la mejor manera de cortar puentes con el pasado. Me fui a vivir a Bahamas que viene a ser como una Ibiza sin inviernos molestos, y puse de nuevo el contador de mi vida a cero.
—Y así pasaron los años hasta que a Danny Boyle se le ocurrió llamarle para la apertura de los JJOO de Londres 2012.
—Es la vez que más tranquilo me he sentido actuando. Solo era un cuarto de hora pero lo disfruté enormemente. Y volvió a picarme el gusanillo de la música.
—Había nostalgia de usted, y usted tenía nostalgia de tocar en directo.
—Supongo que soy objeto de nostalgia desde hace muchos años, La nostalgia funciona bien, pero no puedes quedarte a vivir allí pues al final le sacamos defectos a todo, y acaba pareciéndonos falso, como de cartón piedra. Por eso yo regresé un ratito al escenario pero no me quedé allí. Tras otros proyectos empecé a trabajar en un nuevo Tubular Bells, el cuarto. No me mire así, por entonces hacía casi 15 años que no me acercaba a los tubos.
—Solo compuso 8 minutos. ¿Qué le ocurrió? ¿Se cansó? ¿No se vio capaz de completar el desafío? Tubular Bells son dos palabras que de entrada exigen mucho. Tienen demasiada historia detrás.
—Hay otra posibilidad. ¿Quién le dice que este Tubular Bells 4 dura más de 8 minutos? Igual yo quise dejarlo así.
—No lo había pensado pero puede ser. A fin de cuentas la música ya no le es necesaria para comprender su vida.
—La vida de un jubilado rodeado de mar es sencilla, y tiene que ver mucho con los cielos y las estaciones. Cada día parece el mismo pero no es verdad, siempre se presenta un cielo nuevo y un mar diferente. Antes ese cielo y ese mar pasaban por las escalas de una guitarra, que yo tenía que ordenar y dirigir en una u otra dirección, con lo cual yo era el Dios de mi vida y de mi música. Y ser Dios es una cosa fatigosísima.
—Pienso que debe serlo. Disculpe esta pregunta porque sin ella no le habría llamado. ¿Esta retirada es la definitiva?
—Si le soy sincero, no lo sé. Pero si escribe que sí, me quitará mucha presión de encima.
—Volvamos de nuevo a 1970. Usted es Mike Oldfield, músico talentoso pero casi desconocido. Si alguien ese día, entre pinta y pinta de Guiness, le cuenta todo lo que iba a lograr…
—Me lo creería. Hasta lo vería lógico. Le pediría que me invitara a la última Guiness y me volvería a casa emocionado y concienciado para hacer todo aquello realidad. Pero ya en mi apartamento de 50 metros cuadrados, tendría tanto miedo a que todo eso sucediera que me cargaría a martillazos la cinta que saqué de la grabadora de Kevin. Y si por una de aquellas me cruzara con Richard Branson, me cambiaría de acera sin dudarlo.
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