La última entrevista concedida por el famoso youtuber Elrubius a la revista PAPEL ha dividido a la prensa por su tono y enfoque.
Suena el despertador. Es amarillo y azul. De los Simpson y de campana. Hace demasiado ruido. Son las siete de la mañana y tengo clase en el instituto en dos horas. Abro la puerta con cuidado y entro en el despacho. Una caja azul cobalto de medio metro de altura espera silenciada bajo la mesa del escritorio. Enciendo el monitor negro de 18 pulgadas y muevo el ratón. Los marineros han debido empezar a echar carbón a las máquinas porque la caja se ha despertado.
No hay mucho donde buscar en el escritorio de Windows. Xfire. Clic. Call of Duty 2. Clic. Servidor con más de 12 jugadores en línea. Clic.
Burgundy, France. Cargando…
Estoy dentro.
Rifle francotirador Springfield americano. El resto son carrerillas por calles despejadas de una Normandía olvidada, coberturas tras tanques americanos en llamas y disparos en la cabeza con destellos de ratón láser Logitech.
Mi adolescencia, como la de otros tantos, pasó cientos de horas en la oscuridad de habitaciones sólo iluminadas por pantallas de ordenador. Es parte de lo que veo de mí en Elrubius, el conocido youtuber al que el periodista Pedro Simón entrevistó esta semana con la condescendencia que se le debe a una rata de biblioteca. De las literales, digo.
Dice Elrubius en la entrevista que siempre ha sido más de estar en casa jugando que de salir a jugar al fútbol. Al ordenador o a la consola, evidentemente. Es allí, a partir de vídeos que sólo hacía para sus amigos y cuatro gatos en internet, donde empezó a granjearse la reputación que hoy le tiene como uno de los youtubers de habla hispana más seguidos del mundo. 16 millones de suscriptores y sumando.
Es julio. O agosto. Estoy en la cocina porque mi padre prepara una paella para unos amigos que vienen de visita. Me llaman por teléfono. Se han perdido. Cojo lascooter y voy disparado hasta su encuentro.
Cuando llego, están todos apretados en un Renault rojo hecho polvo. No reconozco sus caras. Es la primera vez que les veo en mi vida. A uno de ellos casi ni le distingo porque está encajado entre dos chavales más corpulentos que él en la parte de atrás del coche.
Hago de cabecilla hasta mi casa.
Llegamos. Bajo de la moto y me quito el casco. Es hora de verse las caras. Las de verdad, no las de nuestros avatares artificiales en Saint Maire Eglise.
¿Likan?, le digo al chico que no había podido ver antes.
¡Nano!, me responde un chaval bajito, regordete, de cara redonda y con un aparato brillante que hace más divertida su voz aguda.
Nos hablamos con los nicks con los que escondemos nuestros nombres reales en el Call of Duty 2. Likan y el resto son parte de mi equipo. Les conocí jugando partidas online y me ficharon porque era un habitual del servidor en el que ellos entrenaban.
Es divertido palparse por la diferencia de mundos. El real y el del artificio. Pero el vínculo ya era verdadero antes. El encuentro no añade nada especialmente relevante a la confianza y el agrado que nos debíamos antes del arroz de pescado.
Nunca les he agradecido a mis padres lo suficiente el no haberme juzgado por aquella quedada. O haber juzgado a Likan, ese crío de 12 años que conocía mejor las aceras de Carentan que los nombres de los reyes del Imperio español. Mis padres ignoraban el contexto por ser hijos de otra época, pero apelaban a otro sentimiento para aceptar que su hijo tuviera amigos por internet. Lo llaman empatía.
La empatía, ese elemento inexistente en todas esas piezas periodísticas que no entienden, ni pretender entender, el fenómeno generacional de las adolescencias normandas. Ese fenómeno social que estos periodistas cegatos prefieren desdeñar para así enaltecer la genialidad de sus propios textos, convicciones y horas de literatura de pergamino. Y la ceguera no es una condición ineludible, sino que es fruto del colirio que estos intelectuales se echan cada mañana. La etiqueta lee: Viértase antes de entrar en la redacción para ser bandera del mejor periodismo. Y no.
A 10 años vista, lo único que siento hacia aquella adolescencia en las sombras es nostalgia. No hubo Kerouacs ni Truffauts, pero sí Tombis, Tomb Raiders y Call of Dutys. No aprendí a valorar la sátira por la columna de un analista político, sino por la sorna del Monkey Island. No aprendí historia por leer a Hobsbawn, sino por guiar a William Wallace en el Age of Empires II. Y no aprendí sobre el amor por unas letras en papel (¡ni que algo así se deba aprender!), sino por los bocadillos del Final Fantasy VIII.
Lo peor es que muchos todavía leerán estas palabras con condescendencia. Burlarán mi deprimente bagaje literario como una forma de desestimar mis argumentos u opiniones; como si los videojuegos y las horas a oscuras reventaran el espíritu crítico de un individuo; como si esas adolescencias solitarias frente al ordenador fueran sinónimo de ostracismo; como si los youtubers entrevistados no merecieran ni leer sus respuestas en una revista dominical cuyo target saca dinero del cajero con una libreta bancaria de los años 70.
Y he ahí precisamente una de las cuestiones existenciales del periodismo en España. El oficio está tan enfrascado en su superioridad intelectual —en esa oferta de contenidos que ignora al público que necesita para sobrevivir— que con las entrevistas que van de Justin Bieber a Elrubius sólo hace que ahuyentar a los que considera indignos de su valía. Como si lo admirable de un texto sólo sirviera para justificar el empeño y el intelecto de quien lo escribe; como si el periodismo fuera ya todo textos subvencionados, pero nada de fuentes, rigor y, esto es importante, rentabilidad.
El periodismo no tiene por qué adaptarse a Elrubius, o acaso hacer lo mismo que él, pero si pretende comprender lo que representa deberá acercarse a él desde la empatía, no desde la condescendencia.
Las habitaciones a oscuras tienen mucho de cavernas con marionetas. Y es cierto que los que vienen de afuera, con su retórica y sus conocimientos, tienen una concepción más cercana de las verdades que los que se esconden en esas cuevas. Pero también tengo claro que si vienes corriendo a apagarme el ordenador a las siete y media de la mañana, por mucho lirismo con el que dispares tus palabras, no te voy a recibir con los brazos abiertos. Me voy a enfadar. Y con razón, porque no tengo clase hasta las nueve.
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