Entre abril y principios de mayo, el Teatro alla Scala de Milán presentó dos nuevas producciones (Li zite ngalera de Leonardo Vinci y Lucia di Lammermoor de Gaetano Donizetti) que representan dos de los ejes sobre los que el director Dominique Meyer quiere construir la programación del coliseo milanés en los años venideros. Por un lado, la recuperación de la ópera barroca italiana de finales del XVII e inicios del XVIII, por otro lado, la re-proposición del más notorio repertorio italiano del siglo XIX (Rossini, Bellini Donizetti y Verdi), utilizando sin embargo las nuevas ediciones críticas de sus partituras.
La ópera Li zite ngalera (Los novios en el barco) de Vinci, estrenada en Nápoles en 1722, es la primera partitura que nos queda de un género, la comedia por música en lengua napolitana, que tuvo mucho éxito en la ciudad partenopea en la primera mitad del XVIII, y que marcará el inicio del afortunado recorrido de la ópera cómica italiana, hasta las obras maestras de Mozart. Li zite ngalera puede ser una obra compleja y nada fácil para el público de hoy día: tres horas en lengua napolitana, con un argumento complicado, peregrinos desentendimientos, hombres con voces femeninas y una mujer con voz de tenor, una serie de arias muy similares entre sí, desafían tanto el director de escena como el espectador. Hay dos maneras para insuflar nueva vida a este género de espectáculo: disimular el todo actualizando el argumento, o acoger la ópera por lo que es, sacando de debajo de su piel toda su vitalidad teatral.
Es lo que hizo Leo Muscato en La Scala, logrando un espectáculo de marco tradicional, pero con una gran atención a la música, a la actuación de los cantantes y a un marco escénico siempre en movimiento. De esta manera el director de escena consiguió transmitir al público (muy partícipe) la perfecta unión entre palabra, música y escena, gracias también el excelente trabajo de la orquesta de La Scala que, con instrumentos originales y acompañada por la Cetra Barockorchester, fue dirigida inmejorablemente por el especialista Andrea Marcon. Entre los diez cantantes-actores en escena, todos excelentes en sus papeles, sobresalieron Francesca Pia Vitale (Ciomma), Raffaele Pe (Ciccariello) y Alberto Allegrezza (Meneca) extraordinarios histriones, crepitantes dispensadores de fantasías y juegos escénicos.
Contemporáneamente a la ópera de Vinci, La Scala presentó una nueva producción de Lucia di Lammermoor en la nueva edición crítica realizada por Gabriele Dotto y Roger Parker. La ópera habría debido abrir la temporada del coliseo milanés en diciembre de 2020. Sin embargo, le llegada de la pandemia de COVID-19 obligó posponer su estreno hasta ahora. Lucia di Lammermoor es un título habitual en el coliseo milanés: se recuerdan las históricas versiones de Toscanini de los años veinte, la de Karajan con Maria Callas en 1956, o la del joven Abbado en 1967 con una inolvidable Renata Scotto. Sin embargo, es la primera vez que se estrena de forma integral, sin cortes, y con la novedad de la famosa escena de la locura acompañada por la Armónica de cristal y no por la tradicional flauta. Artífice de esta elección fue el director musical principal del teatro, Riccardo Chailly, que ofreció una interpretación modélica de la partitura.
Podría decirse, exagerando un poco, que en Lucia di Lammermoor no hay una única escena de locura, sino varias, una para cada escena de la ópera. De hecho, el color fundamental de esta ópera es una febril excitación que agita todos los personajes, una carga subterránea que los empuja y que la mínima alteración sale al descubierto, dominando su voluntad. Un aspecto que pertenece totalmente al marco romántico que caracteriza la obra de Walter Scott inspiradora del libreto de Salvatore Cammarano. Chailly consiguió transmitir en todo momento esta fiebre con una lectura tensa (a momentos con una dinámica orquestal algo exagerada), muy teatral y capaz de transparencias orquestales nunca anches oídas, como por ejemplo en la magnífica escena final que ve a Edgardo frente a la tumba de sus antepasados.
El reparto estaba encabezado por Lisette Oropesa, intérprete ideal de Lucia, gracias a su voz dúctil y a una participación escénica muy equilibrada. En algunos momentos soñante, en otros dolida y perdida hasta llegar a la famosa escena de la locura con el vestido de esposa manchado de sangre interpretada como si se tratara de una pesadilla alucinada. A su lado, Juan Diego Flórez, que con el papel de Edgardo se acerca a un repertorio pre verdiano poco habitual en su repertorio, confirmó su fama de tenor refinado y de gran clase capaz de elegancia, pero al mismo tiempo de gran expresividad y pasión, pese un escaso volumen de voz sobre todo en las escenas de conjunto. Boris Pinkhasovich, como Enrico, lució una voz potente de barítono imprimiendo a su personaje la justa intensidad de malvado, pese a una presencia escénica algo anodina. Magnífico en todo momento el bajo Michele Pertusi que, gracias a la recuperación de la partitura completa, pudo matizar mucho mejor el personaje, antes algo secundario, de Raimondo.
De la puesta en escena se encargó Yanni Kokkos que consiguió enmarcar el argumento dentro de la justa tonalidad oscura y oprimente gracias a un uso muy logrado de las luces (de las que se encargó Vinicio Cheli) y a un decorado esencial y siempre pertinente. La impresión general fue de gran elegancia, pero al mismo tiempo de poca originalidad, aparte el vestuario de inicios de siglo XX, con la ventaja de resultar nunca molesto o exagerado. Excelente fue el trabajo con el movimiento de coro de La Scala (dirigido siempre magistralmente por Alberto Malazzi), menos con el de los cantantes. Contundente éxito del espectáculo al final de la velada con verdaderas ovaciones sobre todo para Lisette Oropesa, Michele Pertusi y Riccardo Chailly.
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