No deja de resultar curiosa la evolución que ha trazado la saga protagonizada por John Wick. Digo esto, en primera instancia, porque la primera película de las cuatro, John Wick (Otro día para matar) (John Wick, 2014, Chad Stahelski y, sin acreditar, David Leitch), estuvo a punto de no estrenarse en cines en casi ninguna parte debido a la falta de interés de los mercados. Cuesta creer esto, habida cuenta de en qué se ha convertido tan solo 9 años después la saga, pero lo cierto es que los productores de esta primera parte tuvieron serios problemas para venderla en determinados territorios clave, porque la película generaba escaso interés en los potenciales compradores. Entre los motivos que explican esta desconfianza destacan particularmente dos: la inexperiencia como directores de Stahelski y Leitch (a ellos volveré más adelante) y el declive de Keanu Reeves, su protagonista, que venía de encadenar varios fracasos comerciales y empezaba a ser visto como veneno para la taquilla.
Finalmente, y gracias a una acertada estrategia de marketing de Lions Gate, lo que no dejaba de ser una película de acción de serie B se convirtió en un acontecimiento de serie A (estreno en salas Imax incluido). El éxito, con todo, se cimentó especialmente en su distribución doméstica, donde fue adquiriendo categoría de película de culto. Demasiado tarde ya para territorios como España, donde la película se quedó sin comprador para distribución en salas y fue relegada a un estreno directo en canales de televisión convencional, permaneciendo inexplicablemente aún hoy día sin estar editada en formato físico en nuestro país.
Con el estreno de John Wick 4 (John Wick: Chapter 4, 2023, Chad Stahelski) se cierra (o no) una tetralogía que ha revolucionado el cine de acción del siglo XXI. Y esta es la verdadera importancia de esta saga, en realidad. Era un género que estaba en la UCI cuando se estrenó la primera parte, y que además tenía la mirada puesta aún entonces (habían pasado más de 25 años) en el retrovisor, concretamente en Jungla de cristal (Die Hard, 1988, John McTiernan), que seguía siendo la película a batir.
El primer John Wick, en cambio, dio un paso importantísimo que ha terminado por ser fundamental en la evolución del género: decidió no buscar sus referentes en esa obra maestra que es Jungla de cristal sino en el moderno cine de acción que venía del continente asiático, especialmente de países como Indonesia, Tailandia o la República de Corea. Este nuevo cine de acción se caracterizaba, al contrario que la cinta de McTiernan, por un estilo muchísimo menos grandilocuente apoyado, más que en explosiones, disparos y persecuciones, en la extrema violencia gráfica de sus combates cuerpo a cuerpo.
La película indiscutible dentro de este nuevo cine de acción asiático era (y es, más de una década después) Redada asesina (The Raid/Serbuan Maut, 2011, Gareth Evans), que en poco más de 90 minutos concentraba tal cantidad de violencia desorbitada que la llevó a convertirse, justamente, en película de culto. Fue tal el éxito que incluso se dobló para exhibirse en Estados Unidos, algo del todo inusual.
En esa dirección miró el primer John Wick, que por lo tanto no reinventó el género, pero contribuyó de manera decisiva a su reescritura: allá donde el cine de acción asiático no llegaba por los prejuicios de los distribuidores a comprar este tipo de películas, llegaban las cintas de John Wick con su fenomenal impacto popular (y con Keanu Reeves de protagonista, claro). Su influencia es decisiva en la mirada actual del actioner, mucho más cruda, mucho más violenta, mucho más sangrienta. Gracias al éxito de los cuatro John Wick ya no existe la necesidad de superar Jungla de cristal, se ha evolucionado. Y evolución significa supervivencia.
John Wick 4, con sus (inusuales para una cinta de este tipo) casi tres horas de duración, podría decirse que constituye una especie de recapitulación de todo lo que el género ha dicho desde el primer John Wick. Concebida como una parada para reflexionar, en ella se concentran todos los tics formales del género en la actualidad, desde las peleas hasta las persecuciones, desde la hipérbole hasta el gore, desde las artes marciales hasta el sarcasmo.
Quizás por esto mismo, porque existe un cierto componente reflexivo, esta cuarta entrega es la menos violenta de todas… al menos en sus dos primeras horas, luego me referiré a la tercera. De manera inesperada, John Wick 4 se deleita en una descripción de este mundo secreto dominado por la Alta Mesa, antes que en elaborar espectaculares set pieces de acción. No se me ocurren muchas películas de acción, por ejemplo, en las que haya un larguísimo travelling que muestre a un personaje caminando frente a una colección de algunas de las más importantes pinturas de la historia.
En John Wick 4 ese plano existe: es el momento en el que Winston (extraordinario como siempre Ian McShane) comunica al marqués Vincent De Gramont (Bill Skarsgård) que ha sido retado en duelo por John Wick. La mera existencia de este plano en el contexto de una película como esta, destinada a convertirse en el blockbuster de acción del año, revela hasta qué punto se pretende contextualizar la violencia característica de la saga: el travelling describe con elocuencia el mundo prosopopéyico en el que se desenvuelven los personajes.
Se eleva, pues, el tono épico de la historia, y las referencias artúricas adquieren un especial protagonismo. Ahí está la relevancia de las órdenes que se dictan desde la Alta Mesa, nombre que, ya de por sí, evoca a leyendas medievales, y tampoco es casual que justamente esta cuarta parte termine con un duelo con pistolas al amanecer a los pies del Sacré-Cœur de París. Imposible más pompa, imposible más código de honor. También es relevante que la ciudad de París sea el escenario de todo el tramo final de John Wick 4. No se me ocurre un mejor lugar, ni uno más exquisito, para rematar una saga cuyo protagonista es un asesino sin piedad que viste con traje.
John Wick 4 se toma su tiempo en pormenorizar lo que significa vivir bajo las normas de la Alta Mesa, y esta es una de las principales diferencias respecto a los capítulos anteriores de la saga. La importancia de estos momentos en los que “no hay acción” es más significativa que nunca, hasta el punto de que algunos de los highlights de la película son precisamente estas escenas en contraposición a las esperadas set pieces de acción. Pienso por ejemplo en la partida de cartas en la discoteca de Berlín con el mafioso Killa (extraordinaria la transformación física de Scott Adkins vía FX de maquillaje), o el sorteo del formato bajo el cual se librará el duelo final y que tiene lugar en una plaza ante la imponente mirada de la Tour Eiffel. Son escenas rodadas con una fotografía eléctrica y colorida, de fuertes contrastes, que por momentos casi nos acerca a la exuberancia extrema de Sin City: Ciudad del pecado (Sin City, 2005, Robert Rodríguez, Frank Miller, Quentin Tarantino).
Se agradece, por otra parte, que la película (la saga entera, de hecho) prescinda de este sentido del humor auto referencial tan típico del cine comercial del siglo XXI. No hay lugar aquí, pues, para ninguna clase de guiño chorras metalingüístico deslizado con la intención de suavizar la violencia y hacerla pasar mejor por las convenciones del cine mainstream. Lo que no significa que no haya guiños cinematográficos, aunque no se organizan las secuencias en torno a ellos, como es desgraciadamente lo habitual, sino que se integran en la narrativa de manera admirable.
Los podemos encontrar, por ejemplo, en el personaje del mafioso Killa, que es un personaje desproporcionado que cabalga entre la desmesura visual del Dick Tracy de Warren Beatty y la referencia al icónico malvado con dientes de acero que interpretó Richard Kiel en dos películas de James Bond de los años 70. También hay uno delicioso: es el que tiene que ver con una frase que pronuncia el actor Clancy Brown, que interpreta al heraldo enviado por la Alta Mesa para dirigir el duelo final, una frase que remite a uno de los personajes fundamentales de su carrera. Hay espacio incluso para la auto cita: en el fragor de una de las secuencias de acción, un perro está a punto de ser ejecutado por uno de los villanos ante la atónita mirada de John Wick, y no olvidemos que toda esta saga comenzó exactamente porque unos malvados mataron a su perrito.
El camino hasta aquí ha sido excitante, de eso no cabe duda. Stahelski (y Leitch) han rediseñado el género de acción y han conseguido una obra monumental dividida en cuatro partes, una excelsa opera de violencia, un baile de pistolas, puñetazos, katanas, coches y explosiones, coreografiado con precisión matemática. No hace falta esperar unos años para calibrar la importancia de Stahelski en el género, que, sin ánimo de establecer ninguna clase de competición de méritos, es probablemente la misma que la de John McTiernan. Su reescritura del actioner directamente ha llevado al género por caminos distintos a los que transitaba antes de su aparición, y con eso es suficiente para entender la relevancia de este cineasta.
A modo de petardazo final, Stahelski reserva lo mejor para el tercer acto de John Wick 4: la última hora de la película, en la que Wick ha de sobrevivir una noche entera en París perseguido por hordas de asesinos, emerge como una excelsa sinfonía de violencia llevada al paroxismo de manera tan desvergonzada que raya incluso con el género fantástico. 60 minutos de adrenalina desbocada, fuertemente influenciados por el lenguaje del videoclip (ese plano cenital que sigue a Wick mientras avanza por las estancias de un almacén disparando a todo lo que se mueve), y que culminan con una secuencia inenarrable, la que transcurre en las escalinatas del Sacré-Cœur: un momento que entra, por derecho propio, en el olimpo de las escenas más hiperbólicas que ha dado el género en décadas.
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