Son pocos los teatros que consigan ofrecer, de un día para otro, dos producciones de relevantes puestas en escena, calidad, cantantes de renombre y un nivel interpretativo excelente. Uno de ellos es sin duda el Teatro alla Scala de Milán. A principios de marzo el coliseo milanés ha presentado a su audiencia dos títulos relevantes de finales del siglo XIX e inicios del XX pertenecientes al repertorio operístico ruso e italiano: La dama de picas de Tchaikovsky y Adriana Lecouvreur de Francesco Cilea.
De las dos producciones, la más impactante fue sin duda La dama de Picas. La obra de Tchaikovsky no es solo una de las obras maestras del compositor ruso sino un título clave de la historia de la ópera de la segunda mitad del XIX. Escrita en Florencia en los primeros meses de 1790 y estrenada en San Petersburgo el 19 diciembre del mismo año, La dama de picas es obra rica de simulaciones y ambigüedades.
El misterio de su encanto los encontramos ante todo en el argumento (sacado de una novela de Pushkin y adaptado en libreto por el hermano del compositor Modest Tchaikovsky) que ve como protagonista al oficial Hermann, obsesionado hasta la muerte por el secreto de tres cartas que pertenecen a una vieja condesa de la corte de Catalina la Grande. Todo llega a la música y la dramaturgia que rigen el drama de forma impresionante, donde se juntan el espíritu romántico, disonancias en la armonía, pasión en el arco melódico, el folklore ruso, el decorado dieciochesco, el desgarro amoroso y mental, así como una obsesión para la muerte y el sobrenatural.
Todos estos aspectos son esenciales y deben caracterizar la puesta en escena y la interpretación musical, y que la nueva producción de la Scala ha ofrecido solo parcialmente. Lo que convenció menos fue la puesta en escena de Matthias Hartmann toda basada en tonalidades neutras de blanco y negro y con unas escenografías (creadas por Volker Hintermeier) bastante anodinas perjudicadas, además, por espejos y luces a neón bastante molestas y poco atractivas.
Pese a algunas soluciones escénicas muy conseguidas (como por ejemplo la muerte de Liza en las nieblas de un río invisible al espectador y la aparición del fantasma de la condesa) y a una actuación bastante eficaz de los cantantes, el espectáculo careció de ideas verdaderamente interesantes y no consiguió transmitir la angustia y el lirismo que caracterizan la obra maestra de Tchaikovsky.
Algo que, por el contrario, alcanzó con creces la interpretación musical a manos del joven director Timur Zangiev que sustituyó el previsto Valery Gergiev, despedido por el teatro por no haber condenado públicamente la intervención rusa en Ucrania. Zangiev ofreció una lectura elegante y nítida, vibrante, llena de matices, obscura y al miso tiempo lírica, consiguiendo de la orquesta y el coro de la Scala un sonido cálido, pero también áspero, cuando necesario.
Admirable fue también el amplio reparto (todo ruso) encabezado por la excelente prueba de Askim Grigoriam como Liza con su voz adamantina y una presencia escénica poderosa. Impresionaron igualmente el timbre cálido del barítono Alexey Markov, como Principe Eleckij, la intensidad del tenor Najmiddin Mavlayanov en el papel protagonista de Hermann, como las mezzo Elena Maximoca (Polina) y Julia Gertseva en el corto pero intenso papel de la condesa. Una nota de merito mereció el coro de Teatro alla Scala dirigido por Alberto Malazzi que dio una prueba soberbia en todo momento.
Más convencional fue la Adriana Lecouvreur de Cilea que el coliseo de Milán presento en una rodada producción del Covent Garden vista con anterioridad a muchos teatros como el Liceo de Barcelona, el Metropolitan de Nueva York y la Ópera de Viena. Se trató de la conocida puesta en escena – muy tradicional, pero también efectiva – de David McVicar que mantiene la original ambientación dieciochesca sin alterar mínimamente las indicaciones del libreto, subrayando la idea de un teatro en el teatro que caracteriza parcialmente el argumento: la trágica historia de la actriz Adriana Lecouvreur que muere envenenada por la Princesa de Bouillon al haber osado desafiarla en público y ser amada por su amante Maurizio, Príncipe de Sajonia.
La partitura de Cilea (estrenada en 1902 y revisada en 1930) tiene momentos muy logrados, con una conducción de la melodía y de la orquestación a menudo cautivantes, pero falta de continuidad y no convence del todo en su conducta dramatúrgica. Sobresalen sobre todo las arias de la protagonista (como la famosísima “Poveri fiori”), las intervenciones del tenor y el adamantino preludio orquestal con el que empieza el último acto.
La interpretación del director Giampaolo Bisanti fue da menos a más. Si en los primeros dos actos faltó el calor y la necesaria languidez mejor fue su lectura en el resto de la ópera. Sobre todo en el último acto, donde el joven director consiguió transmitir perfectamente los colores del amanecer y el desgarro emotivo que lo caracterizan.
Maria Agresta fue una soberbia Adriana. Su interpretación insistió más en la fragilidad emotiva de la mujer enamorada que en la soberbia de la gran actriz consiguiendo alejar de esta forma el personaje de algunos indeseados clichés de matiz verista. A su lado, el tenor Yusif Eyvazov – pese un color de voz no especialmente atractivo – consiguió un personaje redondo e incuestionable, con una interpretación modélica de la famosa aria del segundo acto “La dolcissima effige”. Elena Zhidkova remplazó eficazmente a la prevista Anita Rachvelishvili como Princesa de Bouillon, mientras que el veterano Alessandro Corbelli ofreció una interpretación perfecta de Michonnet gracias a su soberbia habilidad de cantante-actor. Excelente el resto del reparto donde destacó Carlo Bosi come Abad de Chazeuil.
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