Inglaterra, Estados Unidos; segunda mitad de los setenta. Todo lo que se ha construido cae en la ruina. Se derrumban las torres de marfil del rock progresivo y surgen nuevas personalidades artísticas que, sin embargo, se niegan a construir. Horizontes nihilistas que en absoluto adivinan la comercialidad rampante que se adueñará de los ochenta. Magia negra y sadomasoquismo en performances abrasivas. Espíritus tormentosos para los que la vida, en efecto, solo tenía sentido tres días.
En este ambiente, qué más apropiado que un dúo denominado Suicide. Aunque en “vida” nunca salieron del circuito underground, estos neoyorkinos son aclamados como padrinos de la electrónica oscura de los años ochenta. La mezcla resulta difícil de definir, en retrospectiva: ¿minimalismo, synth pop, synthpunk, electroclash…? Mejor etiquetas de la época, como esa de No Wave, movimiento disruptivo del que hablaremos en otra ocasión y que terminó abrazándolos, e incluso, perdonándoles sus pocos decibelios.
El debut de Suicide deja claro el mensaje: Suicide (1977). Mística de la negación. El sonido es frío, sintético, y la caja de ritmos se emplea más a modo de ruido ambiental que como percusión. Algunas canciones juegan con los usos y costumbres del rock (incluyendo aires surferos descontextualizados en “Johnny”). Otras aterrizan en un planeta diferente.
Los punks eran nihilistas en su actitud, pero a la hora de componer solían conservar una humanidad básica: esos tres acordes esenciales que permitían que las canciones alcanzaran de algún modo los corazones del público. Suicide eran más radicales: “Rocket USA” está dominada por un fondo percusivo y la voz de Alan Vega, que a veces gime, a veces reverbera, a veces incluso canta. Los fondos musicales, cuando los hay, son repetitivos y foráneos, como sucede en “Ghost Rider” o “Che”. Incluso pequeñas concesiones a la belleza, canciones suaves (y esta vez sí, triacórdicas) como “Cheree” o “Keep Your Dreams” suenan tan enrarecidas que uno no sabe muy bien cómo sentirse. Otra cosa son los diez minutos de “Frankie Teardrop”, la historia casi a cappella del “pobre Frankie”, que mata a su mujer e hijos y se suicida, entre aullidos súbitos y risas dementes. Dolorosa de oír.
Suicide es el primer grupo conocido que se autodenominó punk, allá por sus inicios, pero renegaron del término en cuanto este se puso en venta. Su segundo álbum –otro Suicide (1980)– era más melódico, pero el aliento ya no les apestaba.
Era una época de atmósferas sombrías y engendros mecánicos, que pronto dejarían en ridículo a la sencilla caja de ritmos de Suicide. Sellando de forma magistral el fin del primer punk y el fin de una década, un tal Johnny Rotten abandonaba los Sex Pistols justo antes del cataclismo que se abatiría sobre la banda, que dejaría a su paso un solo álbum, innumerables provocaciones, un asesinato y una sobredosis a los 21 años. Tras un concierto particularmente desastroso (conservado para la posteridad), el vocalista de la legendaria banda británica puso pies en polvorosa: a sus compañeros les quedaban meses. Retomó su nombre real, John Lydon, se olvidó del punk y se dispuso a superar el mayor reto para el rock experimental de finales de la década: dejar de hacer sangrar las orejas de sus aficionados.
Lo suyo ya no era una banda de rocanrol (l’horreur!), sino una corporativa, y como tal la presentaba en sus crispadas intervenciones en público. Public Image Ltd parece casi una broma de nombre, pues corporativiza la que fue obsesión perpetua de su anterior banda (y clave de su éxito): la Imagen Pública. El nombre alcanza un nivel aún mayor de abstracción con su forma habitual, PiL.
De un año para otro, el frontman de los Sex Pistols daba el salto de una ola muriente a otra incipiente: del punk al post-punk. Como Howard Devoto, se jactará de haber abandonado a tiempo el barco hundido. El primer disco, conocido como First Issue (1978), sonaba rabioso y claustrofóbico, más atonal que el punk del que se alejaba, que rara vez llegaba a una genuina cacofonía. La aleación se enfriaría en Metal Box (1979), álbum calculado de dub y distorsión, que incorpora los últimos avances del industrialismo musical.
En lugar de venir envuelto en plástico (como el resto de álbumes y las tetas de Madonna), Metal Box consistía en una serie de discos dentro de una caja metálica. Las guitarras de Keith Levene se volverían también mecánicas –guitarras Veleno, cien por cien aluminio–, confiriendo a la música un revestimiento frío y mineral (como se puede comprobar en “Chant” o “Graveyard”). Desde el grito rabioso de los Pistols, la voz de Lydon ha recorrido un largo camino: ora grave y nasal, como en “The Suit”, ora entre la queja y el lamento, como en la sobrecogedora “Careering”, aunque su posición natural sean el escupitajo y el vituperio.
Otra diferencia con el viejo punk es la longitud de los temas, pues “Albatross” y “Poptones” tienden a los diez minutos. (Al hombre que se paseaba por ahí con una camiseta de I HATE Pink Floyd no se le puede negar un mínimo de ambición.) Ambas se diferencian de las suites del rock sinfónico en su contenido denso y repetitivo, más llevadero en “Poptones”. Enfocadas al movimiento disco –que casi parodian – parecerían “Memories” y “Swan Lake/Death Disco”, adaptación grotesca del motivo principal de El lago de los cisnes de Chaikovski.
Los sonidos del metal terminarían dominando la década en ciernes, pero rara vez chirriarán tanto: Metal Box se puede concebir –junto al London Calling (1979) de sus excorreligionarios The Clash– como la primera obra maestra británica de los años ochenta. En la próxima entrega, The Flowers of Romance (1981), Lydon se sumergirá en un minimalismo nada relajante (Kurt Cobain se preguntaba cómo podía funcionar tan bien un puñado de beats de batería [con] Johnny Rotten chillando por encima). Quedan pocos años para que Lydon comience a juguetear con la “Zona Comercial”, lo que coincide con el cambio gradual en su Imagen Pública: de antisistema de choque frontal a antisistema de variedades.
La segunda mitad de los setenta —la década truncada de la música popular anglosajona— ahondaba en la experimentación, el esoterismo y los sonidos industriales. Una lista que no pretende ser exhaustiva: los australianos emigrados SPK, los pornógrafos suecos Leather Nun, el experimentalista del ruido Boyd Rice (también conocido como NON) o el usurpador de identidades John Zewizz, que a veces firmaba como “John Cage” y a veces como “Green Sex”, fundador de la disquera Inner-X-Musick. Por su parte, los británicos Throbbing Gristle se aproximaban a los sonidos pregrabados de la musique concrète. Además de caso paradigmático de música “industrial”, nos legaron el nombre de marras: Industrial Records era la compañía donde se autoeditaban, y desde la que echaban una mano a simpatizantes como Clock DVA, Monte Cazazza y… William Burroughs.
Throbbing Gristle facturaban un género de “producto sonoro” fuera del imperio de la tonalidad y la armonía. La música de sus primeros años es, a menudo, una sucesión de ruido y distorsión. Más que una “banda de rock”, artistas de la performance de influencia neodadá y Fluxus (bajo el nombre de COUM Transmissions), ahora metidos a esculpir el sonido y bañarlo en sangre y mierda. Agitadores sociales que recibieron el apelativo de destructores de la civilización por parte del político conservador Nicholas Fairbairn (les encantó). Una temprana exposición de la/el integrante Genesis P-Orridge, llamada Prostitution, presentaba pornografía de la también miembro Cosey Fanni Tutti, pañales sucios, cuchillos y tampones usados. Los shows en vivo incluían coprofagia, automutilación, sexo duro, iconografía fascista, sadomasoquismo, luces cegadoras, volumen excesivo y fotos del Holocausto.
The Second Annual Report, de 1977, es medio de estudio, medio directo, con cuatro versiones de la misma “Maggot Death” (que, afortunadamente, se parecen poco) y la banda sonora de un film de COUM Transmissions, “After Cease to Exist”, que son veinte minutos de sonidos inopinados. El siguiente trabajo, D.o.A: The Third and Final Report of Throbbing Gristle (1978), permanece inaccesible, aunque algo menos. Se incluyeron un collage sonoro de amenazas de muerte recibidas por la banda y una versión de su single “melódico” del año anterior, “United”… condensado en 16 segundos. Se suavizarán un poco en 20 Jazz Funk Greats (1979), considerado, no por casualidad, uno de los discos más influyentes de su tiempo. Hacía falta la voluntad de dejarse oír para aportar una gota a los exigentes caudales de la Historia.
Todo en 20 Jazz Funk Greats es mentira. No es jazz, ni funk, ni jazz-funk… sino una mescolanza informe de géneros. Tampoco un grandes éxitos, sino material original de electrónica vanguardista. Son 11 canciones, no 20. Y esa portada en que aparecen los integrantes en un campito, sonriendo como si nunca hubieran roto un plato, fue tomada en un enclave conocido por su elevado número de suicidas (una versión de la fotografía incluye un cadáver en el suelo). De este modo, Throbbing Gristle cumplían escrupulosamente con la consigna que se impusieron en los tiempos de sus primeras performances: “garantizar la desilusión”. Hacer música, y no estruendo, era el último desengaño.
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