Todos ocultamos nuestro lado malo. Pero algunos lo tienen más difícil que otros. Tras una reconocible sucesión de imágenes de Instagram, el morro del licántropo se recorta contra las sonrisas oficiales y los embellecedores filtros del narcisismo contemporáneo. Esta acertada story sobre la bestia interior que precede a la proyección de las películas de la 54 edición del Festival de Sitges dedicado al hombre lobo ya ilustra de forma tan divertida como terrible uno de los principales terrores contemporáneos.
En efecto, si la pantalla de cine es el espejo lechoso que refleja nuestros miedos —tanto infantiles como adultos— la presente edición de este festival dedicado al terror y a lo fantástico sigue siendo una ocasión fundamental para tomarnos el pulso, detectar nuestras angustias y fantasías o comprobar las constantes vitales, por así decir, del cuerpo social. Todos ocultamos un costado oscuro, un lado malo, en el mejor de los casos una parte de nosotros que no nos gusta y que tememos que sea descubierta alguna vez.
En catalán el adjetivo dolent —con su eco de lo doliente— sirve mejor para enlazar el análisis del fantástico con la angustia causada por los fantasmas culturales de nuestro presente: tiempo de crisis solapadas, repliegue narcisista y emocional y temor hacia un previsible futuro de polarización socioeconómica y ecosistema terminal. Y esto nos permite volver a Mark Fisher, el crítico cultural sobre el que empezamos a hablar en la última entrada de este blog. En Los fantasmas de mi vida. Ensayos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, el crítico cultural británico situaba el quebranto de la esperanza, la frustración o el estrés como patologías propias del capitalismo avanzado. El solipsismo individualista, el miedo a no encajar o la pérdida de una identidad solidaria en términos de clase social eran síntomas de la lenta cancelación del futuro (en expresión de Franco «Bifo» Berardi) y de la falta de alternativas políticas propias del neoliberalismo contemporáneo y su corolario cultural: la postmodernidad.
A finales del siglo XX, la exuberancia irracional de la burbuja económica se reflejó en películas como eXistenZ en las que el body horror de Cronenberg coexistía con la idea —más extraña y perturbadora— de que la noción de realidad era una farsa. La lucha contra el terrorismo a principios del siglo XXI dio pie a una serie de ficciones sobre sádicos y torturadores. Hoy, las políticas de inmigración, el muro de Trump, las peligrosas rutas ilegales de la inmigración (un nuevo sendero del bosque de la bruja) o el monstruoso racismo institucional laten en la irregular Witch Hunt de Elle Calahan.
Si la depresión es la melancolía sin sus encantos—en lúcida expresión de Susan Sontag— el escaso peso del cine de terror puro —y aquí pienso en algunos títulos de John Carpenter— lo constituyen películas de miedo sin romanticismo. Ese peso romántico de algunas figuras del horror gótico, Drácula y, en menor medida, el hombre lobo explica por qué tan pocas películas del conde transilvano daban miedo. El mítico film de Murnau es un drama de la pasión (y un aviso contra la plaga fascista del siglo XX) y las aproximaciones de Jarmush o Coppola se dirigían más bien a explicitar una pulsión de amor eterno, a la cultura y a la belleza perdida, respectivamente. Posiblemente acomplejadas por la preminencia del licántropo los vampiros que han aparecido en Sitges no han volado demasiado alto.
Los fantasmas que nos atormentan pueden esconderse dentro de nosotros mismos. Un crimen oculto en el pasado es un fantasma. El cine recurre al primer plano del rostro del actor para que podamos sentir el ruido que hacen las cadenas que arrastran el remordimiento. También salen al paso de una carretera desolada, en medio de un picnic casi idílico, como en la neozelandesa Coming Home in the dark (James Ashcroft) una cinta cruel en la que destaco el reflejo pálido de los no lugares (Marc Augé) espacios contemporáneos de tránsito y confluencia anónimos donde no cabe esperar ni comunicación ni esperanza como en las brutales escenas de la gasolinera o el circuito nocturno.
Si en los ensayos de Mark Fisher, el concepto de lo público se sacrifica en el altar del consumo y el entretenimiento, la obsesiva búsqueda del éxito material renueva el pacto con Mefistófeles de los Faustos más jóvenes en Realidad Virtual de Hernán Filding. El impacto de la nueva sensibilidad social, la moralización del arte o el linchamiento virtual en la época de la cultura de la cancelación puede rastrearse en Censor de la directora británica Prano Bailey-Bond protagonizado por una censora de películas de serie B en la Inglaterra de los años 80. La desaparición de la igualdad en el horizonte sociopolítico (el éxito del discurso neoliberal «no hay alternativa») encuentra su expresión cultural tanto en el pastiche como en la nostalgia. Para bien o para mal, el presente cultural está marcado por su extraordinaria capacidad de acomodarse al pasado y un buen ejemplo es la técnicamente meritoria The Deep House, Alexandre Bustillo, Julien Maury, el dúo de À l’intérieur, especialmente cuando tras un nudo soberbio (a mitad de la película) comprobamos que el YouTuber submarinista provisto de la última tecnología en drones todavía se esconde debajo de la cama cuando aparecen los fantasmas.
El éxito del capitalismo global ha encerrado las utopías igualitarias en viejos museos desde donde, de tanto en tanto, aparecen, por decirlo con Derrida, los espectros de Marx. El inútil intento de salvaguardar la diversidad vulnerable de Cryptozoo del renovador del cine de animación independiente, Dash Shaw, no solo es una alucinante apropiación de la utopía hippie de los años 60 sino una ácida égida de la diferencia y del reconocimiento de la alteridad, frente al proceso de homogeneización que nos ha recordado tanto la extensión del pensamiento único como a la minusvalorada Razas de noche de Clive Barker. El discurso de la diferencia (una diferencia no identitarista) rodea la mejor premisa de la perturbadora Lamb de Vladimir Jóhannsson (lo peor cae del lado de esa absurda obsesión por tener hijos en un planeta superpoblado, pero sé que esto que digo es muy personal).
El pasado no nos habla más que de la locura de los hombres, por eso muchas ficciones que estamos empezando a ver en el festival encuentran en la infancia el germen de obsesiones, espíritus, sombras y espantajos A pesar de la erupción puntual de algún volcán, vivimos en una época donde ya se ha efectuado el viraje ecológico: si durante miles de años la naturaleza constituyó una amenaza para la humanidad, ahora resulta trágicamente evidente que la humanidad constituye una amenaza para la naturaleza. El tránsito de la protección frente a la naturaleza a la protección de la naturaleza generó una conciencia ecológica que tuvo sus manifestaciones más trascendentales en la imagen de Gaia, la idea de que el planeta Tierra constituye un ser vivo.
Gaia, el primer largometraje de Jaco Bouwer con toda su poderosa fuerza visual cae sin embargo en algún momento (a pesar del epílogo sobre la macdonalización global), en los argumentos más reaccionarios de los anti-ecologistas: la presentación del hombre sensibilizado como un loco profeta. Entre hongos poderosos y otras venganzas del planeta madre, no solo el fantasma del cambio climático (y en cierta forma la mala conciencia pandémica) sino también el espectro aristotélico del término medio hace su aparición micológica. Con menos miramientos, en The Feast (Gwledd) Lee Haven Jones sentencia a las empresas extractivas y a sus engominados gestores con nombre de especuladores financieros (Euros) como responsables no solo del deterioro ambiental sino de la desaparición del tejido laboral comunitario previo al postfordismo global.
Se nos aparecen fantasmas entre los límites entre lo natural y lo artificial y el terror pandémico post COVID19 en In the Earth, de Ben Weatley. Frente a los monstruos del machismo que ataca en manada (las risas terribles de los jóvenes en la importante escena del autobús de la impresionante Titane) aparece la búsqueda de libertad de la mujer, y la liberación de la presa como en el estupendo título que abrió el festival: Mona Lisa and the Blood Moon de Ana Lily Amirpour o en el seco rape & revenge canadiense Violation de Madeleine Sims-Fewer y Dusty Mancinelli. El personaje masculino blanco y heterosexual está desapareciendo de la galería de protagonistas, especialmente la figura del padre. Si volvemos a Fisher, el padre, ya sea el obsceno macho alfa Père jouissance de Tótem y tabú o el patriarca severo e intimidante de Moisés y la religión monoteísta de Freud— es inherentemente espectral. El patriarcado ya es una hauntología.
Con ecos de lo siniestro freudiano (Uheimlich), Haunt refiere tanto el lugar de vivienda y la escena doméstica como lo que invade y perturba y así lo vemos en el ya limitado cine de home invasions y en la forma cobarde en que la derecha espanta a la clase media con el fantasma de los okupas. ¿Otros fantasmas sociales? El paulatino desdén por lo real, el desorden, una emocionalidad descoyuntada, la indignación, el ansia, la irritación, la desaparición del optimismo histórico en la dinámica del devenir. Espectros entre lo raro y lo espeluznante a las que dedicaremos nuestra próxima aparición.
Hermosos: lobos.
Malditas: escopetas.
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