—Lo dejo todo. De verdad que lo dejo.
—No le hagáis caso. Está puesto hasta las cejas.
—¿Pero cómo vamos a seguir adelante sin ti, Syd? Tú eres el alma máter de Pink Floyd.
—Nada, nada, Roger. Que lo dejo. Decidle lo que queráis a la gente. Yo no aguanto más.
Syd Barrett surcaba los verdes prados de Inglaterra por la cuneta de la carretera. Esa mañana hizo el equipaje en una desordenada habitación de Londres, dejó una nota ininteligible a una chica y se echó a caminar. Había llegado a Londres hacía un par de semanas, por eso de los recuerdos, para cambiar de aires y porque había oído que la ciudad era la meca de una revolución juvenil.
A un lado de la carretera se lee una Ⓐ de anarquía y “NO FUTURE” en letras rojo sangre.
Estamos en 1982, y a Syd no le ha gustado nada lo que ha visto en Londres. Por eso ha decidido empacar y volverse, caminando las cincuenta millas que lo separan de su casa natal en Cambridge.
Donde lo espera desvelada la señora Barrett, su madre.
—Si cualquiera de vosotros viera lo que yo he visto… Comprenderíais que esto no tiene ya ningún sentido.
—¿Cómo que no tiene sentido? ¡Si no hemos hecho más que empezar!
—Ya estamos acabados. Acabados antes de nacer…
Syd Barrett, pelón como un monje, pensaba en Roger. Roger había publicado hacía unos años una canción en la que denunciaba a su madre sobreprotectora, en ese disco doble que recibió tanto bombo y que al final no era para tanto. Pobre Roger… Syd sabía cómo acabaría. Trató de advertirle. Pero cada uno, at the end of the day, acaba cargando con su cruz. Syd sabía que todos los hijos tienen, más tarde o más temprano, que reconciliarse con sus papás.
A él le quedaba poco para hacerlo.
En Londres se hablaba mucho entonces del movimiento punk, la movida disco, el heavy metal… No le hacía falta escuchar todos esos nuevos singles para olerse de qué iba la película. Por algo había dejado la escena hacía casi diez años. Se acababa de almorzar una hamburguesa en un bar de carretera junto a un universitario de origen francés. El pobre no había entendido nada. Que estamos condenados, ¿no te das cuenta? Sólo nos queda el vacío.
El franchute ponía cara de haberse atragantado con su tentempié.
Syd, estás loco. Loco como un diamante.
En julio de 1841, el poeta John Clare caminó desde un asilo mental en Essex hasta su casa en Northborough (Cambridgeshire) durante cuatro días en los que llegó a alimentarse de hierba. Escribió unas páginas sobre su experiencia, tituladas Recollections on a Journey from Essex. Esperaba reencontrar a su primer amor, Mary Joyce, cuyo rostro angelical le obsesionaba día y noche… No creyó cuando le contaron que llevaba años muerta.
En la segunda mitad de los setenta, Syd se había dedicado a dilapidar su dinero en Londres, comprado en Harrods toda clase de objetos superfluos y onerosos. Tenía alquilado un apartamento en Chelsea Cloisters, y se lo daba todo al portero a los pocos días de adquirirlo. Dicen que una vez le regaló su viejo Cadillac a un desconocido que se encontró por la calle.
Pero nadie sabía por qué lo hacía.
Emily tries but misunderstands
she’s often inclined to borrow somebody’s dreams till tomorrow.
Syd cruza los suburbios de Cambridge. Nunca supimos quién fue su primer gran amor. Se rumorea que su colapso sucedió de la noche a la mañana, en un fin de semana perdido de finales de los sesenta del que volvió con la mirada ausente y las manos de trapo.
Un Syd de 36 años divisa por fin la casa en la que pasará el resto de su vida. Allí está mamá, podando las gardenias.
Jóvenes vestidos a la moda gótica, sentados en un parque cercano, escuchan en una radio a pilas “Don’t You Want Me” de The Human League. Ellos también se atreven con la sombra de ojos… Syd cruza la esquina sin notar su presencia. Ha decidido que, a partir de entonces, todos le llamarán Roger.
Roger Barrett.
—Voy a ser un mártir del rock and roll.
—Para ser un mártir tienes que estar muerto…
—¿Qué te apuestas?
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