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Cultura

Literatura y derecho

En Hermosos y malditas, Cultura martes, 26 de enero de 2021

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

La reciente entrevista en EL HYPE a la ganadora del premio Biblioteca Breve Seix Barral en la que se apuntaba el tema de las correspondencias entre el lenguaje jurídico y el literario suscitó cierto estupor y una pregunta, pero, ¿qué relación hay entre literatura y derecho?

La respuesta tradicional dice que hay dos formas básicas de enfocar esa relación: la primera atiende a la forma en que cuestiones jurídicas aparecen en la literatura. Suele decirse que el origen de esta empezó en EE.UU. con la publicación, a principios del siglo XX, de A List of Legal Novels, de John H. Wigmore, un ensayo donde se catalogan distintas ficciones, especialmente novelas anglosajonas, con temáticas jurídicas. Esta perspectiva se conoce con el rótulo «derecho en la literatura» y buenos ejemplos serían tanto la disección de los formatos de sanción (moral, religiosa, jurídica) que hace Dostoievski en Crimen y castigo, como El mercader de Venecia de Shakespeare: el discurso de la igualdad del judío Shylock o, sobre todo, el rigorismo jurídico, la crítica a la interpretación literal, los excesos del formalismo, los límites contractuales en el episodio donde se dilucida el lugar exacto de la extracción de la libra de carne.

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La segunda reflexiona no sobre el derecho en la literatura sino en el derecho como literatura. ¿No son el «relato de los hechos», el alegato del abogado, la trama expuesta por el fiscal o la motivación de la sentencia del juez un tipo de narración hilvanada con los mismos (o con algunos de los mismos) materiales del relato literario?: análisis psicológico de personajes, descripción de escenarios, giro del argumento, desenlace, etc. En este campo, una obra significativa fue el ensayo Law and Literature, (1925) del célebre juez Benjamin Cardozo.

Si ampliamos el campo del derecho hacia la justicia, la legislación y los valores que cimientan una sociedad, estas aproximaciones se abren de manera sugerente. Cuando Mary Wollstoncraft imaginó su criatura entre la bruma de un lago suizo, inauguró la modernidad de los problemas bioéticos de la razón instrumental (revisando, de paso, toda la ontología del mito prometéico). Scott Fitzgerald, Raymond Carver o David Mamet añadieron elementos de pesadilla y desvelo en el sueño americano. La peste de Albert Camus incluye todo un tratado sobre el durísimo significado de la solidaridad.

El filósofo francés Vladímir Jankélévitch recurría a Tolstoi para la exposición de su filosofía moral. Otra obra de referencia es la Poetic Justice de Martha Nussbaum. En Contingencia, ironía y solidaridad, el filósofo norteamericano Richard Rorty sostuvo que los individuos llevan consigo una serie de palabras que les permiten justificar sus acciones y sus creencias, son las palabras con las que narramos prospectiva o retrospectivamente nuestras vidas, este conjunto de palabras las define como «léxico último». Al hilo de este y otros conceptos abordó la tortura de 1984, la obra de Orwell, para concluir que esta consiste en quebrar de forma irreversible en el torturado la posibilidad de un relato interior.

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Creo que lo más importante es retener que el derecho no es solo un saber técnico con el que trabajan los abogados, ni una serie de leyes frías y abstractas que aplican los tribunales. El derecho es más que eso. Sobre todo es más que lo que se estudia en las facultades. Es más que forma: en el ámbito anglosajón hay mucho más contacto con la realidad social del derecho, más law in action. Es más que dogmática: el jurista reflexiona sobre la justicia (así se llama el Ministerio del que depende el universo del derecho), por eso incluye la crítica, la reflexión sobre los fines que se persiguen, los valores que debe proteger, la legitimidad de las normas y toda la cuestión legislativa tan próxima al análisis de la política. Sobre cada una de esas lagunas curriculares pueden incidir la literatura.

Recientemente, un filósofo del derecho, Pau Luque, ganaba el premio Anagrama de Ensayo con Las cosas como son y otras fantasías, allí matizaba lúcidamente que lo que la literatura nos enseña de la moral no lo hace a través de personajes modélicos o tramas masticadas donde la moral se pasa del estómago del autor a la boca del lector, sino mostrando la compleja naturaleza de nuestra siempre moral imperfecta, los cursos contradictorios de acción. Lolita, la malinterpretada obra de Nabokov, no solo muestra la forma en que el violador Humbert Humbert lleva a la práctica una retorcida fantasía sino cómo es inquietantemente propio de todos los seres humanos construirnos falsos relatos de amor que justifican nuestras acciones indecentes o abyectas.

Frente al prejuicio común, las normas no solo limitan nuestras acciones sino que, sobre todo, posibilitan nuestras acciones.

Al mismo tiempo, el derecho resulta y a la vez es expresión de una cultura entendida no como conjunto de tradiciones y folclore sino en un sentido acumulativo vinculado al progreso ¡el mismo con el que ya Dante o Petrarca expresaron el descubrimiento de la naturaleza mundana, que en la Divina comedia se proponía como perfectible! El alemán Peter Häberle insistió en que la forja de una sociedad es una suerte de acumulación de grandes textos clásicos de filosofía, derecho, ciencia, arte y literatura en la base de una ciencia de la constitución como «ciencia de la cultura».

En «Cómo el derecho se parece a la literatura», el filósofo de Massachusetts, Ronald Dworkin admitía que podemos mejorar nuestra comprensión del derecho si se compara la interpretación jurídica con la interpretación literaria. El autor de Los derechos en serio sostenía que los jueces actúan como narradores que tienen a su cargo la tarea de producir un texto que otros jueces ya habían empezado a escribir y al que seguirán otros de acuerdo con un sentido acumulativo de la experiencia jurídica: no solo la comprensión de las prácticas jurídicas, sino también la comprensión de la «moralidad política» necesita una interpretación desde el interior de un universo cultural acumulativo.

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El universo cultural luce estrellado de fuego violento, guerras, revoluciones y pequeños conflictos humanos. Los seres humanos (nosotros) somos un tipo de animal que diferencia entre lo que hace y lo que debe hacer, no solo nos diferenciamos de las manzanas (que no desobedecen la ley de la gravedad) sino del resto de animales incapaces de cuestionar racional y deliberadamente las normas que los sujetan. Toda sociedad es intrínsecamente normativa. Las normas que nos permiten vivir, extender ficciones, expresarnos narrativamente y darnos un sentido son de distintos tipos: religiosas, morales, éticas, jurídicas. ¡Pero siempre son normas!

Frente al prejuicio común, las normas no solo limitan nuestras acciones sino que, sobre todo, posibilitan nuestras acciones. Es por ello que una tradición de pensamiento —de Pitágoras a Hegel— insiste en que la mejor forma de ser libres es ser súbditos de estados con buenas leyes. Sin normas no hay sociedad pero las normas evolucionan de acuerdo con nuevos conflictos y niveles de complejidad. Si tomamos grandes lapsos de tiempo vemos que no solo cambian sino que progresan en una dirección que tiene que ver con la igualdad y la libertad, basta pensar en la abolición de la tortura, la prohibición de la esclavitud, la mejora de las condiciones de trabajo, el lento pero firme camino hacia la igualdad de la mujer. Para algunos, entre lo que no sé si me hallo, a la consolidación de esas conquistas habrían contribuido escritores como Dickens, Flaubert, Kafka o Virginia Woolf.

Hermosos: problemas morales en los libros de Joseph Roth, de Iris Murdoch o J. M. Coetzee.

Malditas: ideas simplistas sobre la educación moral de la literatura.

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