Estos días hemos podido revisar en la sección +Docs (selección de documentales vistos en anteriores ediciones del festival DocsBarcelona), La teoría sueca del amor (2015), la mirada crítica de Erik Gandini a una sociedad de individuos independientes. Y un lustro después de su estreno hemos comprendido mejor no solo las particularidades de un modelo social tan deseable (a pesar de lo que dijera Gandini) sino la opción por la gestión «inteligente» de la pandemia de la Covid 19 por parte de esta hermosa latitud socialdemócrata.
Suecia siempre ha sido un referente del modelo de estado de bienestar propio de la socialdemocracia. Fundado en 1889, el Partido Socialdemócrata Sueco presidido hoy por Stefan Löfven gobernó el país de manera interrumpida entre 1932 y 1976, siendo el periodo en el que este país modélico en cuestiones de derechos humanos, sensibilidad ecológica ciudadana y políticas de asilo tuvo los índices de crecimiento económico y desarrollo humano más altos de su historia.
La teoría sueca del amor comienza precisamente en los años 70, cuando el parlamento, y no solo el gobierno de este país nórdico decidió democráticamente emprender una obra de ingeniería social: una sociedad de individuos autónomos. Un modelo donde la libertad y el bienestar giraran sobre la idea de independencia personal. Ninguna persona –mayor o joven, sana o enferma– dependería de otra, ni siquiera de su propia familia para subsistir. Las mujeres podrían tener hijos solo si lo deseaban y sin necesidad de vivir con un hombre; el estado facilitaría si se quería una inseminación artificial segura y asequible. El estado, a través de guarderías públicas, un buen sistema de salud, programas de ayudas para todo tipo de contingencias y residencias para mayores, podría ser un sustituto de la familia como red de protección.
El problema que ponía sobre la mesa nórdica Erik Gandini era que ese estilo de vida protegida podría haber desembocado en una existencia vacía y solitaria. Pronto, las luminosas imágenes de ciudadanos independientes provocaban sombras: alto índice de suicidios, soledad y aislamiento en el momento de morir. Es aquí cuando el director, nacido en Bérgamo (dato en absoluto baladí) nos proponía un interesante contraste entre dos puntos muy lejanos del mapa de los valores (WVS – World Values Survey): el de una sociedad rica y segura donde los ciudadanos dedican la vida a la persecución de intereses individuales frente a un mundo pobre donde la felicidad vendría dada, paradójicamente, por fuertes interrelaciones personales, densas redes familiares y lucha diaria por la supervivencia colectiva.
En ese mapa global de los valores, Suecia ocuparía el punto más septentrional de los países cuyos últimos principios giran en torno a un protestantismo de habla no inglesa con fuerte intervención estatal (en esa latitud inmaterial Suecia quedaría más al «norte» que Alemania, Noruega o Finlandia), España, por ejemplo, se situaría en un Mediterráneo axiológico de familiarismo católico y cierto apego a las jerarquías tradicionales. Etiopía, con todos sus problemas en relación con el monopolio de la violencia y el déficit en la cobertura de sus necesidades básicas, quedaría en las antípodas suecas.
Los momentos más hermosos del documental, a mi juicio, eran aquellos en los que nos asomábamos a la sociedad sueca a través de los ojos tristes y esperanzados de los refugiados de Siria y Eritrea. La globalización pliega el mapa de los valores como un pañuelo arrugado. Ver sus reacciones al escuchar que sus anfitriones suecos solo preguntan ¿Cómo estás? para recibir una respuesta educada y corta o que a los suecos Se les ve poco por la calle es toda una lección de antropología cultural. Lo mismo sucede cuando les explican a los refugiados como parte de su proceso de integración que las parejas suecas pueden estar juntas pero vivir separadas.
La diferencia brutal de ese mapa de valores nos era dada a conocer por la experiencia africana de un solidario cirujano sueco, los problemas con los que se enfrentan los seres humanos de estas latitudes tienen que ver con la supervivencia y la falta de recursos: una pobre niña con cáncer en la lengua y un joven atravesado por una lanza tratados sin material quirúrgico, pero cuyas sonrisas, una vez curados, tiran por tierra cualquier mapa complejo de valores.
La presencia de Zygmunt Bauman acababa por situar la teoría sueca del amor como un obstáculo a la placentera interdependencia entre seres humanos. La felicidad no consistiría, al decir del ya fallecido sociólogo, en la ausencia de problemas sino en el reto de superarlos.
¿Es correcta la tesis bastante explícita de Gandini de que el modelo social sueco fracasa por la ausencia de lazos familiares y humanos (sic)? ¿Se puede plantear el contraste entre la cómoda y aislada riqueza sueca y la vida de un país africano en la miseria como una dicotomía entre vida material y vida espiritual? En mi opinión, no.
Al margen de la peligrosa idealización de la miseria, Gandini debería haber sabido que la soledad no es solo un problema de estados avanzados como el sueco, sino que es una característica creciente en muchos países entre ellos aquellos que se llaman a sí mismos católicos. En España (un país con un estado de bienestar tardío y muy débil) la soledad es una de las primeras causas de exclusión social. De los 4,7 millones de hogares unipersonales, 2 millones son de personas mayores de 65 años que viven solas, casi 1,5 mujeres y el tiempo que transcurre entre que mueren y se descubre su cadáver es inversamente proporcional a la herencia económica que dejan: cuanto más pobres más tardan sus cuerpos en reclamarse. Ni la sanidad pública ni las residencias de ancianos son tan fuertes como nos gustaría que fueran y en lo que toca a la solidaridad hemos visto a gente tomar el sol en la playa con el cadáver de un joven emigrante al lado.
¿Y el modelo sueco de gestión de la pandemia a la luz de su teoría del amor? Algunos soñábamos con que nuestro país fuera capaz de adoptar un modelo «inteligente»: medidas de protección seria de la población más vulnerable, comportamiento maduro, o al menos responsable, de tal manera que fuera posible hacer deporte, reducir aforos, suspender determinadas actividades sin ponerse a hacer guantes de plástico como locos ni paralizar la industria o el comercio. Hoy, dos meses después, podemos decir que en algún punto que tiene que ver con el realismo estábamos equivocados. La posibilidad o no de un modelo inteligente no se debe tanto al hecho (probable) de que los ciudadanos suecos tengan un nivel cultural más alto, como con datos objetivos: baja densidad de población, alta calidad de los servicios públicos, encuentros sociales planificados —como recuerda el documental de Gandini las relaciones sociales en Suecia giran en torno a actividades organizadas.
Los países tienen distintas normas, idiosincrasia y valores y esto es así no por una genética determinada ni por ningún improbable elemento metafísico en nuestra naturaleza o la enloquecida creencia en un destino nacional sino por una serie de factores aleatorios, geográficos, climatológicos, económicos y culturales. El mapa físico determina el mapa de valores.
Lamentablemente, parece que ni España ni Italia podrían haber aplicado con éxito un confinamiento abierto, ecológico, maduro e inteligente. Además del escandaloso descenso en nuestra inteligencia, el deteriorio ideológicamente intencionado de los hospitales públicos, la escasa madurez de la ciudadanía española, las dificultades relacionadas con la prelación de fuentes de información o la escasa valoración de la cultura y la ciencia, España tiene varios problemas añadidos: no hay asunto humano, estatal o planetario lo suficientemente grave, transversal o urgente que permita un consenso ciudadano o un fuerte pacto de estado, la oposición partidista es salvaje, rayana en el cainismo. Los políticos piensan a corto plazo porque su prioridad es mantenerse en el poder mientras que para un gran número de españoles la política (no la teoría política sino los partidos políticos) es una extensión rígida de su micro-universo simbólico y parte inamovible de su identidad personal. Por si fuera poco, la tasa de pobreza severa es del 12,4%, en la media de la UE casi la mitad (6,9%).
Estos días se ha aprobado el Ingreso Mínimo Vital. La prestación persigue reducir en un 80% la pobreza extrema y llegará a cerca de 850.000 hogares (unos 100.000 de ellos monoparentales, por cierto). Se trata de un gran avance para la consecución de sociedades más dignas que puedan mirarse de lado en el antiguo espejo de Noruega o Suecia, en mi opinión, el mejor ejemplo de prácticas políticas, urbanas y ecológicas, al menos en el reciente pasado.
Sorteada la necesidad diaria de luchar por la supervivencia, a lo mejor podremos aspirar un día a encontrar tiempo para pensar en el sentido de la vida. La lección sueca no es el fracaso del modelo de autonomía individual sino su insuficiencia. Uno de los problemas más inquietantes de Europa es que incluso en países tan ricos como Suecia, el nuevo fascismo se abre camino; el partido ultraderechista Demócratas Suecos (DS) fue la tercera fuerza en las elecciones celebradas hace poco más de un año, ¿cómo hacer frente a eso? Sin duda, con valores democráticos, con derechos humanos, sin salidas de tono y con cabeza.
La igualdad y la satisfacción de necesidades básicas es la condición necesaria, pero no suficiente, de una posibilidad: ligar la independencia material individual a la solidaridad global y al cuidado del planeta, al cuidado de los países pobres o en guerra, al cuidado de los mares llenos de mascarillas y guantes inútiles, al cuidado de la vida y la salud de los demás, pero también al cuidado de una inteligencia, la nuestra, la de la humanidad, que debería ser laica, solidaria, pacifista y ecológica.
Hermosos: antiguos países socialdemócratas.
Malditas: manoplas de plástico.
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