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Serial Watcher

Así es el “Hollywood” diverso de Ryan Murphy

En Cine y Series, Serial Watcher miércoles, 6 de mayo de 2020

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

Ryan Murphy, uno de los creadores de ficción televisiva más valorados de la actualidad, ha vuelto a elegir el Hollywood de los años dorados para su última producción, segunda entrega de su millonario contrato con Netflix. En los ocho episodios de  Feud (2017), el productor de Scream Queens ya construía un fascinante drama interpretado por Jessica Lange y Susan Sarandon, sobre el legendario conflicto que enfrentó a dos mitos del cine clásico (Bette Davis y Joan Crawford), con un guion basado en hechos reales, sin más licencias que las habituales en una ficción con estas pretensiones.

Sin embargo, ante Hollywood, los espectadores debemos prepararnos para una serie de un tenor muy diferente, en la que realidad y ficción no se alían de la forma en que estamos acostumbrados —entre licencias y anacronismos—, porque Murphy ha seguido la senda que explorara Quentin Tarantino re-creando la Segunda guerra mundial en Malditos bastardos o pavimentándola de baldosas amarillas en Érase una vez en Hollywood.

Hollywood

En su nueva serie, hay realidad y hay muchísima ficción. El contexto histórico de posguerra es la época de los grandes estudios, mil veces recreado en películas que hablan de su propia industria, desde Minelli a los hermanos Coen, recurriendo a dos hechos reales para desarrollar su trama.

La anécdota de partida, y motor de la reescritura histórica reivindicativa que acometen Ryan Murphy e Ian Brennan, es el acto final de la actriz galesa Peg Entwistle, quien acabó con su vida lanzándose desde la enorme letra H del letrero de Hollywoodland en septiembre de 1932, a los 24 años. Los sueños rotos, la obsesión por la fama y el estrellato, más allá de una vocación profesional (renunció a su carrera en el teatro) y la obnubilación por un destino rutilante y prefabricado, sellaron la celebridad de quien ya sería conocida como “la chica del letrero de Hollywood”.

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También las páginas de sucesos proporcionan a su creadores el material para hacer confluir a los personajes principales. Entre tantas historias similares, eligen una particularmente jugosa y característica de Tinseltown, cuyo protagonista mereció un revelador documental sobre las costumbres más escondidas de las estrellas. El buscavidas Scotty Bowers —aquí un Dylan McDermott, como Ernie West— fue un popular proxeneta hollywoodiense en cuya agenda había más Oscar que personas y que comenzó su carrera bajo la tapadera de una popular gasolinera, frecuentada por hombres y mujeres que buscaban sus servicios. Allí es donde se trabarán los destinos de los nuevos postulantes, carne fresca con ambición y talento.

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El guionista novel Jeremy Pope (Archie Coleman), los aspirantes a actor Jack Castello (David Corenswet, el River Barkley de The Politician), y Rock Hudson/Roy Fitzgerald (Jake Picking), las jóvenes actrices en contrato Camille Washington  (Laura Harrier) y Claire Wood (Samara Weaving) y el director Stanley Ainsworth (Darren Criss) forman la alegre pandilla que busca su propio Dreamland, por el que no haya que pagar, formando el grupo de los “aspirantes”, marcados cada uno por su particular desvío de la norma, ya sea por sus preferencias sexuales, raza o falta de docilidad a las reglas.

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¿Qué pasó realmente y quién existió de verdad? Ryan Murphy no se plantea esta pregunta y con la prerrogativa de un autor de éxito reformula el encaje de la diversidad en una época particularmente hipócrita, que si por algo se caracterizó fue por seducir al mundo entero, a base de fabricar sueños y mentiras que incluyeron hasta un afectado acento inventado, el Mid-Atlantic. Desde la perspectiva del siglo XXI, que se alza sobre los hombros de un pisoteado Harvey Weinstein, Hollywood se consagra a la reivindicación de la libertad individual y la igualdad, los derechos de las minorías, aupando a las mujeres al  lugar que nunca ocuparon ni en los cuarenta ni en los noventa, incluyendo en un papel real como la vida misma a la magnífica Mira Sorvino, una de las víctimas de la lista negra del infausto productor de Shakespeare in Love.

El grupo de jóvenes protagonistas, tan entusiastas como planos, se enfrentan a retos escabrosos, desafíos a su moralidad, chantajes entre orgías, proxenetas simpáticos o diabólicos, se enamoran, forman parejas interraciales, y pisan fuerte en los estudios. Cuando surge un proyecto, el amigo-actor suelta un me apunto, con una sonrisa amplia que nos hace esperar una pirueta y una escena típica de musical, como si estar en una película fuera una decisión personal… En este Hollywood sí… repleto de hadas que (con)vencen y rehabilitan a los ogros.

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Existió de verdad George Cukor y sus veladas de domingo, que  acababan en juergas universitarias para adultos y existió Schwabs, el drugstore de Sunset Boulevard para asiduos aspirantes que retratara Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses —desde los 80, un centro comercial. Existió Anna May Wong, cuyo ninguneo por ser asiática y perder el papel de O-Lan frente a Luise Rainer en La buena tierra recuerda a Bruce Lee perdiendo el control de su proyecto Kung Fu frente al asiatizado Carradine —Tarantino desperdició la oportunidad que Murphy aprovecha— y existió Hattie McDaniel, ganadora del primer Oscar a una actriz negra en 1940. Al reescribir la historia, Murphy también se limita a desplegar un carísimo baile de disfraces, con más morbo que transgresión, sin chispa ni sagacidad.

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En este name dropping de siete capítulos, que termina con el titulado “A Hollywood Ending”, sin miedo al spoiler, también hay estrellas que brillan de verdad, en un alarde de veteranía y profesionalidad, más vergonzante todavía para algunos de sus colegas más jóvenes —el permanente gesto pasmado-ingenuo del imitador de Hudson le aproxima más a Jim Carrey y la incesante caída de ojos de Camille Washington es uno de sus dos registros. Y es que la serie que querríamos ver es la de Patti LuPone (Avis Amberg, la jefaza por accidente), Jim Parsons (una de las escasas compensaciones de la serie es su Henry Willson, el auténtico y despreciable representante de Hudson), Joe Mantello, Holland Taylor o Rob Reiner. Ojalá sus diálogos estuvieran a la altura del casting y su talento, con diálogos agudos y de calado que merecieran pronunciar para nuestro gozo.

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Lamentablemente, este Hollywood dentro de Hollywood es un cúmulo de atrezzo y figurantes tan poco sutil y aprovechado que malgasta su capacidad de convulsión, revisión (y diversión), en un juego que jamás pretende más que superficialidad y buenrrollismo para todos los públicos adultos —con su burda ración de morbo y erotismo incluida—, donde hasta la lengua afilada de Louella Parsons es inofensiva en un planeta inventado, donde la competencia se sustituye por solidaridad, en un mundo feliz cuyos principios se anuncian sin palabras en la propia intro. Allí, escalando el letrero de Hollywood,  siempre hay una mano amiga que ayuda a subir. La sensación final, presente ya en la primera parte, es de haber visto precisamente una de esas fantasías de celuloide saltarinas y autoconscientes que convirtieron a la fábrica de sueños en lo que fue.

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