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Polar para principiantes: 12 joyas del cine negro francés #1

En Cine y Series domingo, 3 de mayo de 2020

Philipp Engel

Philipp Engel

PERFIL

El silencio de un hombre, protagonizada por Alain Delon y dirigida por Jean-Pierre Melville, es sin duda la película icónica del llamado polar, o cine negro francés. El sombrero y la gabardina de Jef Costello, un frío y solitario asesino a sueldo con alma de samurái, remiten al clásico noir americano que Melville tanto veneraba, pero el trasfondo, y sobre todo el spleen, la atmósfera y el hastío existencialista son totalmente parisinos. Y decir París, como decir cine francés, no es decir cualquier cosa.

Cualquier cinéfilo que se precie ha visto, en algún momento de su vida, esta obra maestra, que nunca está de más revisar. Pero no todo el mundo es consciente de que se trata de la punta de un inmenso iceberg. Desde sus inicios, si contamos a partir de los folletines de la era silente, el polar fue, junto a la comedia, el género más popular al otro lado de los Pirineos. En los 80, el misterioso fenómeno empezó a desinflarse –la comedia, en cambio, se quedó–, pero se calcula que, antes del ocaso, medio millar de realizadores con pasaporte francés se foguearon en el género con mayor o menor fortuna, con una o muchas películas, lo cual nos deja un corpus casi incalculable de varios miles de films, con un altísimo nivel medio, entre numerosas obras maestras y un sinfín de películas de una eficacia intachable.

Rescatamos, a modo de recorrido iniciático por un cine negro que absolutamente nada tiene que envidiar a su homólogo americano (o al oriental), 12 joyas actualmente disponibles en el fluctuante catálogo Filmin, cuestión de facilitar su visionado, en el caso de que les pique la curiosidad. Mi «granito de arena», para hacer más llevadero el muy necesario confinamiento.

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Pépé Le Mokó (1937): Gabin, el tótem de Francia

El título a lo mejor no suena muy bien en castellano, pero este clásico inamovible de Julien Duvivier, realizador que contribuyó al género con una quincena de películas, es uno de los títulos más representativos de la grandeur de Jean Gabin, máximo astro del cine francés antes de la guerra, cuando todavía era un joven seductor, así como un fiero representante del hombre común, amante de la buena comida y del buen vino, por no decir que una personificación de la propia Francia. También puede verse como la película que marca, dentro del cine galo, la entronización romántica del marginal, del fuera de la ley que planta cara al sistema, aunque esté condenado al fracaso y a un final trágico. Un antihéroe fatalista.

La película está enmarcada dentro del llamado Realismo poético, movimiento sobre todo conocido por las obras maestras de Marcel Carné, para el que Gabin dejó prestaciones no menos icónicas en El muelle de las brumas (1938) y Al despertar el día (1939), antes expatriarse a Hollywood, vía Barcelona, a bordo del Exeter. Pépé Le Mokó es un legendario y carismático bandido refugiado, rodeado de una pintoresca camarilla de delincuentes, en la casbah argelina, recreada en los estudios Pathé de París (con algunos exteriores filmados en Sète o Marsella). En el laberinto, que años después inmortalizaría Pontecorvo, se siente seguro… Hasta que aparece una sofisticada mujer con aroma a París.

Lo que podría ser la respuesta francesa al Scarface, de Hawks, estaba basada en una novela de Henri La Barthe, un popular autor de novela negra en la Francia de los años 30, y tuvo dos nuevas versiones Made in Hollywood, aunque nada supera al clásico de Duvivier. Gabin está inmenso como el melancólico gánster exiliado, y el paisaje que le rodea puede verse como una lírica recreación de su estado mental. Curiosamente, sería Jacques Prévert, rapsoda oficial del Realismo poético, quien, después de la guerra, inspiraría a Marcel Duhamel el nombre de su legendaria colección Série Noire, cuyos títulos darían para tantos y tantos polars.

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El asesino vive en el 21 (1942): Clouzot, y el cluedo nazi

En materia cinematográfica, el acontecimiento más destacable de la Ocupación fue sin duda el salto a la dirección de H.G. Clouzot, algo así como el Hitchcock francés, en el marco del sello Continental, impulsado por los nazis para tratar de centralizar el irreductible cine galo. El francés, que llevaba una década ejerciendo de guionista, entre otras funciones, tuvo la oportunidad de dirigir El asesino vive en el 21, adaptación de una novela del belga Stanislas-André Steeman, que sobre el papel transcurría en Londres, y que lógicamente tuvo que trasladarse a París, concretamente al 21 de la Avenue Junot, de Montmartre, recreado por supuesto en los estudios de Billancourt, y fotografiado con tintes expresionistas.

Narrada con evidente maestría, la historia es el clásico who dunnit a lo Agatha Christie, y también tiene cierto aroma a aquellas screwball commedies, que por supuesto también estaban prohibidas en el París conquistado, sobre todo gracias a la prestación de la pizpireta Suzy Delair, pareja del cineasta. El elegante Pierre Fresnay es el comisario de policía que, tras enterarse de que el asesino en serie que aterroriza París podría residir en la Pension des Mimosas, decide infiltrarse, disfrazado nada menos que de predicador. Ambos ya habían interpretado a los mismos personajes en El último de los seis (Georges Lacombe, 1941), otra adaptación del mismo escritor, reescrita para la pantalla por el mismo Clouzot para la misma Continental, que produjo 30 de las 220 películas Made in France rodadas durante aquel oscuro periodo.

Humor y misterio, con la inevitable pirueta final, un espectáculo de lo más gozoso que, sin embargo, no hace más que preludiar las obras maestras por venir, empezando, por supuesto, por El cuervo, estrenada en 1943, para disgusto de resistentes y colaboracionistas. Si El asesino vive en el 21 ya ofrece un curioso microcosmos de la sociedad francesa, El cuervo, de nuevo protagonizada por el flemático Fresnay, es su espejo más descarnado. La delación, que era el ominoso pan de cada día en aquel tiempo, quedaba reflejada en una serie de cartas anónimas que destapan los trapos sucios de los habitantes de un pueblo cualquiera en Francia. Después de la guerra, Clouzot sufrió (levemente) el proceso de desnazificación a la francesa. Jacques Becker salió en su defensa.

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No toquéis la pasta (1954): Becker, la piedra fundacional

De regreso a la madre patria, un Gabin más orondo y con el pelo ya cano, visiblemente maduro, cosechó su primer gran éxito con este clasicazo que inicia la era dorada del polar, podría decirse que avant la lettre ya que el palabro argótico en sí, polar, no se popularizaría hasta al cabo de una década. Jacques Becker, que había dado una visión más idealizada de los bajos fondos de la belle époque en Casque D’Or (1952), quiso mostrar la crudeza del hampa contemporánea —el llamado milieu— con esta cinta basada en una novela de Albert Simonin, renovador de la Série Noire, que abogaba por el realismo desmitificador y rompía con la influencia americana, para presentar un delincuente de lo más francés, que solo aspira a calzarse unas confortables pantuflas después de dar el último golpe.

Simonin, que había sido taxista y periodista, introdujo el argot del mundo del crimen en la literatura y en el cine, ya que participó también en la adaptación, un papel en el que redundaría a menudo. En la película también aparece una jovencísima, y muy guapa, Jeanne Moreau, que recibe bofetada, y supone la presentación en la sociedad del cine de Lino Ventura, un ex luchador que se convertiría en un gran amigo de Gabin y en otro de los grandes tótems del género.

La amistad, muy pormenorizada, entre el personaje de Gabin y el de René Dary, es por cierto uno de los temas centrales de este polar eminentemente urbano y nocturno, con sus tiroteos y su célebre persecución automovilística, sus bistrós, sus restaurantes y sus clubs nocturnos, que supone la consagración de Gabin como padrino del cine francés, dentro y fuera de la pantalla, que dará paso, con su bendición a jóvenes estrellas como Alain Delon o Jean-Paul Belmondo, entregados fans con los que compartirá planos en más de una ocasión.

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Rififí (1955): Dassin, un americano en París

El gran Jules Dassin sacó el cine negro a las calles de Nueva York con el clásico La ciudad desnuda (1948), y se enteró de que estaba en la Lista Negra del senador McCarthy y sus acólitos anticomunistas cuando se encontraba rodando en Londres la todavía más inconmesurable La noche y la ciudad (1950), con Richard Widmark, en su mejor papel (con permiso del sardónico Tommy Udo), y Gene Tierney, el rostro más bello de Hollywood. Resultado: decidió quedarse en Europa.

De Londres saltó a París, para luego acabar en Grecia con su querida Melina Mercouri. Aunque el Hollywood más reaccionario presionaba desde la distancia para que no le dejaran trabajar, cayó en sus manos un guion que no le gustó nada, y lo convirtió en una obra maestra del polar, concluyendo así una insuperable e improvisada trilogía de las ciudades.

El carismático Jean Servais es quien, tras salir de la cárcel, organiza una banda de la que forma parte el propio Dassin (en la única interpretación de su filmografía), para perpetrar el robo a una joyería en plena Place Vendôme: el golpe, orquestado en media hora de metraje sin diálogos, ha quedado para los anales. Luego, por supuesto, todo se complica siguiendo un esquema similar al de Becker: Traición, enfrentamiento con banda rival…

Truffaut, que como todos los de la Nouvelle Vague era un yonqui del «cine americano», y en particular del noir, dejó escrito que era la mejor muestra del género que había pasado por sus experimentados ojos. Basado en una novela de Auguste Le Breton —como Bob, el jugador, de Melville, o El clan de los sicilianos, de Verneuil—, Rififí quedó como una palabra clave en el diccionario del argot del polar. Siempre recordaré la proyección a la que tuve el privilegio de asistir en el Film Forum de Nueva York, cuando, a principios del Milenio, programaron, a lo largo de cinco semanas, un ciclo dedicado a la French Crime Wave. Ah, qué recuerdos.

#unepetitehistoiredupolar

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