Ya hemos terminado de ver The Outsider, la serie de Richard Price distribuida por HBO, y lo primero que podemos decir es que se trata de la mejor adaptación de Stephen King desde aquel film de terror puro del maestro John Carpenter en los felices años 80: Christine.
La segunda cuestión es que, a mi juicio, sus distintas virtudes descansan tanto en el talento de sus guionistas para superar con un ritmo frío y una composición coral el relato original, como en la creación de un grandísimo personaje, el policía interpretado magistralmente por Ben Mendelsohn, el actor australiano que descubrimos en la inquietante Animal Kingdom (David Michôd, 2010) y que ingresa ahora en la nómina de las mejores actuaciones del universo King, una lista que seguramente encabezarían la maravillosa Sissy Spacek (por partida doble-King: Carrie y Castle Rock) y el insuperable Keith Gordon (otra vez, Christine).
The Outsider, traducida con bastante dejadez en España como El visitante, trata sobre una serie de asesinatos terribles cuyos autoría apunta, según todas las evidencias, a buenas personas o, incluso a personas excelentes que ven así inesperada e irreversiblemente destrozada su vida y la de su familias. La aparición de pruebas palmarias de signo contrario que podrían demostrar su inocencia solo podría explicarse si los acusados hubieran estado en dos sitios a la vez o hubiesen sido suplantados por un ente innombrable.
Entre el policíaco post-True Detective, la gelidez de La niebla, y la fuerza del grupo frente al terror de It, The outsider retoma muchas de las cuestiones que han caracterizado el universo ficcional del autor de El resplandor: el enloquecedor proceso de comprensión de la plausibilidad de lo sobrenatural, el mal que se alimenta de la inocencia, la necesidad de la confianza en los otros para poder hacer frente a un enemigo superior, la amistad fraguada en la infancia y la complicidad del grupo de iguales; asimismo, desfilan durante los 10 episodios de esta miniserie personajes muy reconocibles, como la mediadora Holly Gibney, o ese trasunto de Renfield, el ayudante de Drácula, o del manipulado por It, Henry Bowers, que en la serie desempeña el personaje del policía violento y débil Jack Hoskins.
La serie crece en el último tercio justo cuando parecía que su lentitud tenía que ver con alguna debilidad de la historia, crece conforme (y esta es la gran posibilidad de la ficción seriada frente al cine) los personajes crecen y las relaciones entre ellos se desarrollan de forma afín a la manera en que el espectador las ha ido proyectando en su imaginación moral.
Y es que las series de ficción permiten atender a la evolución de un conflicto, pero también a la evolución relativa a la forma en que los personajes observan ese conflicto. De esa manera emerge en lo oscuro una cuestión que a mí me interesa particularmente, y que llevo tiempo sospechando que se perfila igual que una sombra erguida entre las llamas de la apariencia como tema central en la literatura de Stephen King: la moral.
Como solemos repetir en este blog, la moral no es un código, ni el privilegio de unos hipotéticos (e improbables) sujetos inmaculados al modo de los santos, los farsantes, los críticos de cine endiosados, la política más vacua y tautológica, la literatura afectada, la academia engreída y otros exitosos embaucadores sociales sino una capacidad humana: la de someter a examen dentro de nosotros mismos aquello que hacemos o estamos tentados a hacer, reflexionar y acaso reparar nuestras acciones. Es por ello que la moral se observa en cursos de acción, por ejemplo en las narrativas de ficción: la literatura, las series o el cine.
Dándole vueltas a la presencia de la moral en las ficciones de King llego a la conclusión de que el autor de Maine la ha situado correctamente al lado de los sujetos que se debaten. Algunos de ellos, como Sue Nell, la amiga de la maltratada y telequinésica Carrie, sienten un fuerte remordimiento que acaba acercándolas a las víctimas del bullying. En otras ocasiones, como en 1922, el remordimiento por los crímenes cometidos es el principal vehículo de la tragedia ultramundana.
Los dilemas éticos aparecen una y otra vez en la trama de King, como en la duda bioética de Cementerio de animales, la vocación política en La zona muerta, la solidaridad y el sacrificio en It, el conflicto de la responsabilidad intersubjetiva de The Stand o Needful Things o recientemente en El instituto con la elección (un problema clásico de la filosofía política) entre las tesis kantianas sobre la dignidad humana y el cálculo utilitarista. A menudo lo que se plantea es cómo identificar el curso de acción correcto en una situación angustiosa en la que nada parece indicar que exista una salida moral.
Por último, los personajes más conocidos tienen en el terreno de sus adicciones (el alcohol en Jack Torrance) aquello que el filósofo Harry Frankfurt llama en el marco del debate sobre el determinismo o libertad, deseos o voliciones de segundo orden, esto es, desean beber o tomar drogas pero también tienen deseos acerca de sus deseos: desean ser mejor personas y dejar sus adicciones atrás. Ese debate interior subyace las más de las veces a la trama terrorífica o fantástica.
Hemos pensado en Stephen King y en la moral porque, en The Outsider, son los remordimientos morales del policía Anderson ante la posibilidad de haber detenido y provocado el linchamiento social de un inocente lo que inicia una investigación, donde poco a poco se integra lo imposible.
Como raro y nocturno espaldarazo de la convicción que ha propiciado esta entrada, la pasada noche, tras la típica discusión de pareja de las historias de terror de Stephen King, me tocó dormir en el sofá de mi despacho, una pequeña habitación que presiden los retratos de Guy de Maupassant y Daphne du Maurier, me tapé con una vieja manta y el gato a los pies, cogí un libro de relatos de King que no había leído todavía: El bazar de los sueños rotos, al abrirlo por cualquier página di con un cuento que se llamaba precisamente “Morality”.
Publicado, como luego supe, en Esquire, «La moral» resume explícitamente lo que el autor entiende por esa rara y molesta capacidad humana. En el relato, un matrimonio necesitado de un empujón económico recibe la oferta bizarra de un rico terminal: 200.000 dólares a cambio de pegarle una bofetada a un niño inocente. La forma en que se construye una cadena de consecuencias de dentro a fuera ligadas a la pérdida de control y al deterioro irreversible de la autoestima (una suerte de capítulos de incoherencias profundas del «relato interior») supone, a mi juicio, la lúcida aportación de mi querido, admirado y temido Stephen King a eso que llamamos moral individual.
Hermosos: 11/22/63, La milla verde, It, Salem´s Lot, El resplandor…
Malditas: cegueras elitistas.
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