¿Cuál será el género musical más británico? No es el soul, ni el jazz, el góspel o el blues, sinónimos inmediatos de Estados Unidos. Sí podrían ser el rock y el pop, que los británicos se apropiaron con fortuna. Por no hablar del heavy metal, que prácticamente inventaron, incluso en sus formulaciones más extremas. Aún más britishness encierra un género pequeño, pero intenso: el acid folk, psych folk o folk psicodélico.
Británicos fueron algunos de sus clásicos sesenteros, como Donovan o el dúo The Incredible String Band, escoceses todos, que se codeaban con los grandes nombres de la psicodelia californiana o neoyorkina de su tiempo. Pero fue en la primera mitad de los setenta, en especial en los primeros años de la década, cuando se produjo una verdadera explosión de bandas de psych folk en las islas británicas, la mayoría de las cuales desaparecieron bajo las aguas siempre crecientes del olvido.
El mérito del acid folk consiste en haber mantenido vivas las brasas ya cenicientas de la psicodelia, al menos en sus exponentes más radicales, y mientras les durase la jugarreta, pues muchas de las agrupaciones que han recibido esta etiqueta lindan con el folk tradicional, como Lindisfarne, Trader Horne, que presentaba a la ex-vocalista de los Fairport Convention (Judy Dyble), o Trees (a destacar On the Shore, 1970). En McDonald and Giles (1971), dos apellidos del primer King Crimson mostraban su aprecio por los ambientes bucólicos y pastoriles. Amazing Blondel introducían ingredientes renacentistas, mientras que Pentangle, en su célebre Basket of Light (1969), se aproximaban al jazz.
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Mejor ambiente hippie, en la tónica de la Incredible String Band, retenían Dando Shaft (Dando Shaft, 1971), los irlandeses Dr. Strangely Strange (Kip of the Serenes, 1969) y Forest, cuyo segundo y último álbum (Full Circle, 1970) sufrió una de las mayores injusticias de aquella época tan abundante en maravillas que podía permitirse a veces pasarlas por alto. Por su parte, Jan Dukes de Grey engarzaron magistralmente con el jazz y el incipiente rock progresivo en su Mice and Rats in the Loft (1971), sin perder el pulso folk y un talante improvisador a lo largo de tres largas piezas.
Otra joya es el primer álbum de Spirogyra, titulado St. Radigunds y publicado el año dorado del folk ácido, 1971. Aquí es donde el folk inglés comienza a parecer tétrico: la alucinada voz de Martin Cockerham se adentra en registros feéricos, los violines aúllan en la noche forestal, los objetos aporreados por el percusionista resultan inimaginables, pero la furia herética coexiste con dignas baladas a piano (“At Home In The World”) o guitarra (“Captain’s Log”). St. Radigunds es uno de los discos más bellos y extraños de su tiempo; demasiado como para que el grupo no tratara de aligerar la fórmula en un futuro. Lamentablemente, Spirogyra no consiguió lo que cantaba: sentirse como en casa en el mundo.
Lo que Spirogyra había atisbado iba a llevarlo al extremo otro grupo de aquel 1971, pese a que, de acuerdo con una entrevista reciente, ambas bandas no se conocían ni por el nombre. Con el debut de Comus, el folk inglés alcanza una dimensión pánica. First Utterance es una sangrienta bacanal dionisíaca, invocada musical y líricamente en piezas como “Diana” o “Drip Drip”. Sin el cuidado melódico de Spirogyra, Comus se centra en unos ritmos hipnóticos y una textura a ratos goteante, a ratos peluda, a ratos rugosa como un sapo monstruoso. El instrumental incluye el oboe, la viola, los tambores, la flauta y el violín.
Los tripis musicales de la generación hippie tendían al amor libre, la conciencia cósmica y la paz en el mundo; en estas grabaciones podemos apreciar que la siguiente generación les extraía un jugo muy diferente. Por desgracia, la intransigencia de los mercados difuminó esta prometedora generación post-hippie, empujándolos hacia los tortuosos caminos del virtuosismo progresivo, el comercialismo soft o la provocación glam, con el riesgo —si no conseguían encajar entre las nuevas tendencias—, de quedarse en medio de ninguna parte, facturando un pop ligero y desubicado que no gustaba ni a los adolescentes.
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Aunque no sea propiamente folk, este carácter orgiástico y luciferino, estos paisajes subterráneos atestados de duendes, calderas y horrísonos sacrificios, se aprecian también en el debut de Black Widow, cuyo título es explícito en cuanto a sus intenciones. De la historia de la banda hemos hablado antes. Lo que nos interesa ahora de Sacrifice (1970) es su atmósfera ritual, que va del frenesí satánico (“Sacrifice”, “Come to the Sabbat”) a la marcha solemne hacia la otra dimensión (“Way to Power”, “Conjuration”). También Black Widow, como Comus, como Spirogyra, se suavizarán más de lo debido en sus siguientes lanzamientos, demostrando con su errático devenir estilístico la trágica condición de ser un hippie —o alguien con una sensibilidad afín— en los setenta.
El folk ácido no se redujo a sus célticas islas natales. En Italia tenemos a Saint Just y su colorido álbum homónimo (1972), y en Alemania, a Bröselmaschine (Bröselmaschine, 1971) o Hölderlin (Hölderlin’s Traum, 1972). En el País Vasco español parece haber calado el género, a tenor de las producciones de Eider (Eguberri Abestiak, 1976), Itziar (Itziar, 1979), Izukaitz (Izukaitz, 1978) o Haizea (Hontz Gaua, 1979), entre otros.
Hemos cubierto solo una de las esquinas del folk ácido, etiqueta usada y abusada para describir toda clase de producciones, desde los acústicos lo-fi de Skip Spence, Dave Bixby o Syd Barrett hasta las arregladas composiciones de Nick Drake o Van Morrison y será recuperada en el nuevo milenio, bajo la consigna del freak folk. En esta tendencia se suele incluir a Devendra Banhart, Joanna Newsom, Grizzly Bear, Sufjan Stevens o los primeros Animal Collective. Muchos lo consideran un revival, aunque el oyente atento se percatará de que fue uno bastante cristianizado.
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