Ethan Hawke es, sin ninguna duda, una de las personas más desconcertantes del Hollywood actual. Su faceta más popular es la de actor, pero también ha dirigido películas, las ha producido y las ha escrito, una de ellas, The Hottest State (2006), adaptando una de las novelas que también ha publicado. Como actor, que es donde de largo acumula más créditos, no le hace ascos a casi nada, así que puede dejarse caer tanto por películas mainstream tipo 24 horas para vivir (2017) o Los siete magníficos (2016), por citar dos recientes, como por cine más o menos autoral como la reciente cinta de Paul Schrader El reverendo (First Reformed) (2017). Eso por no citar sus numerosas colaboraciones con Richard Linklater, sus generosas incursiones en el cine de terror del nuevo milenio, o que ha sido dirigido por directores del prestigio de Andrew Niccol (Gattaca, 1997, y El señor de la guerra, 2005), Alfonso Cuarón (Grandes esperanzas, 1998), o Sidney Lumet (Antes que el diablo sepa que has muerto, 2007).
Personaje inclasificable, pues, y a menudo sorprendente en sus decisiones artísticas, su aún breve carrera como director parece en cambio bastante más coherente: de sus cuatro largometrajes hasta la fecha, tres están directamente relacionados de una manera u otra con algún aspecto de la música. Son el ya mencionado The Hottest State, en el que un actor intenta sobrevivir en Nueva York mientras mantiene una relación con una cantante y compositora; Seymour: An Introduction (2014), documental sobre el pianista Seymour Bernstein; y este Blaze (2018) que llega ahora a la cartelera española con cierto retraso ya que se estrenó en el Festival de Sundance de 2018.
Aunque la película encaja dentro del género del biopic musical, la verdad es que la relación de Blaze con este tipo de cine es bastante peculiar, como por otra parte podíamos esperar de una película dirigida por alguien como Hawke. En términos generales, el argumento apenas puede esquivar algunos de los clichés más manidos del género, desde el del genio atormentado por sus vicios (el alcohol) hasta el de la relación amorosa autodestructiva, pasando por el del final trágico. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol.
Hay sin embargo una honestidad y una intencionalidad que, a pesar de que esos tópicos están presentes, alejan a la película muy agradablemente del biopic musical al uso. Para empezar, no es posible encontrar aquí el más mínimo rasgo hagiográfico, en tanto que la aproximación de Hawke a la vida del protagonista, el cantante Blaze Foley, es extremadamente pudorosa, filmando con estilo casi documental y huyendo de composiciones visuales que puedan engrandecer la figura que retrata. A menudo, da la impresión incluso de que la cámara se infiltra a escondidas en la vida de los protagonistas, hasta ese punto pasa desapercibida la función demiúrgica de Hawke, quien, por si hacía falta más explicaciones, se reserva uno de los cameos de la película como el locutor de radio al que le explican la historia de Blaze: claramente a Hawke le importa más escuchar que contar.
Tampoco está en el interés de la película ni convertirse en una especie de retrato definitivo de una época (de hecho, cuesta bastante metraje ubicar temporalmente la acción, a menos que se conozca de antemano la figura de Blaze Foley), ni sentar cátedra con una historia bigger-than-life de superación y éxito. Son estos dos vicios bastante desagradables que aparecen en recientes biopics musicales de enorme popularidad, basados o no en personajes reales, como son Bohemian Rhapsody (2018) o Ha nacido una estrella (2018).
En realidad, el intimismo de la puesta en escena lo marca la figura de Blaze Foley, un personaje bastante menor en su propio país y virtualmente desconocido fuera de él. Hawke ni quiere convertir en leyenda a un personaje alejado del gran público (aunque eso es curiosamente lo que el propio Blaze desea tal y como admite en una escena) ni quiere engrandecer una leyenda ya existente (básicamente porque Blaze no lo es ni por asomo). Lo que le interesa es la creación de un determinado estado de ánimo, el que irradian las composiciones folk de Blaze y que marcan su vida. La suya es una música lánguida, triste, de tonos otoñales, que son acertadamente los que la película usa para acercarse a este personaje. No en vano, hay una frase memorable en la película que, no sin sarcasmo, define tanto a Blaze como al tono de la narración: No todas mis canciones son tristes… hay un par que no lo son. Son canciones que Hawke usa constantemente a lo largo de todo el metraje, de todas las maneras posibles, a veces es un uso diegético, a veces extradiegético, a veces son las canciones que Blaze canta en los bares, a veces las que canta en su casa. Siempre hay música, siempre hay tristeza.
Hawke retrata las entrañas de este personaje fracasado, que son las entrañas de un país, Estados Unidos, plagado de tétricos bares en los que no entra ni un rayo de sol. De hecho, en dos o tres momentos se produce una curiosa situación: alguien abre la puerta de esos locales, sumidos en una penumbra tan ensordecedora que uno asume que fuera es de noche, y entonces se cuela un chorro de luz diurna. Es como seguramente debe verse desde dentro del cuerpo humano cuando un cirujano abre con un bisturí. Los bares musicales como organismos vivos que lloran, que languidecen al ritmo de tristes canciones folk como las que Blaze intentaba cantar ante la incomprensión casi siempre general. Blaze, la película, no deja de ser precisamente eso, una punzante incisión en un costado de la cultura de un país.
Es bastante probable que Blaze no consiga ni una ridícula parte del éxito de las antes mencionadas Bohemian Rhapsody y Ha nacido una estrella. Sin embargo, le pasa la mano a ambas por la cara en términos de sinceridad cinematográfica, que es algo que parece que al público le ha maravillado pero que brilla clamorosamente por su ausencia tanto en la pseudo-biografía de Queen como en el engendro interpretado (es un decir) por Lady Gaga.
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