En estos mismos momentos, la obra literaria de Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) está obteniendo en EEUU una estupenda acogida crítica. El éxito de la edición norteamericana de la Nocilla Trilogy con la que el creador afterpop de la «poesía postpoética» se dio a conocer en España hace una década es una buena noticia, no solo para el autor, sino para la literatura española. Paralelamente, hace poco se ha fallado, no sin cierta polémica, el Premio Biblioteca Breve 2019 cuya ganadora ha sido la novela Días sin ti, de la poeta segoviana Elvira Andrés, pero el libro que acabo de terminar —entre la lectura de los poemas de Sharon Olds y una serie de textos sobre las Celdas de la estupenda artista Louise Bourgois— es el ganador de la edición anterior, precisamente la novela extensa de Agustín Fernández Mallo, Trilogía de la Guerra. Como último argumento intersubjetivo y/o de actualidad —en el improbable caso de que en esta sección nos hagan falta— a Fernández Mallo le pudimos escuchar hace unos días en el festival Kosmopolis del CCCB en una interesante mesa sobre la coyuntura de la metáfora.
«Hermosos y malditas» es una sección festiva, en un cierto sentido cultural, si se admite que le demos la vuelta a la expresión con la que ésta se suele caracterizar, y cuando referimos una obra literaria —incluso cuando ha sido el caso de las novelas «clásicas» de Jonathan Franzen o las obras más complejas de von Hoffmansthal o William Gass— ha sido, básicamente, para invitar…
En lo que toca al éxito de la Nocilla Trilogy en EEUU de la mano de la editorial Farrar, Straus and Giroux, éste puede considerarse como la superación de una estupenda prueba de fuego para una prosa que debe mucho a la tradición experimental específica de la posmodernidad en lengua inglesa (o post-Joyce), siempre inabarcable y vasta que en el siglo XX principió con William Burroughs, Ishmael Reed o Thomas Pynchon y evolucionó con Joseph Heller, Don DeLillo, Robert Coover, Donald Barthelme, Barry Hannah, John Hawkes, Joseph McElroy, Stanley Elki, William Gaddis, George Saunders o John Barth.
En lo afectado por la intención de la recomendación más específica de Trilogía de la guerra ésta significa, a mi juicio, la obra mayor, la mejor escrita, la más ordenada, de un escritor que ya había hecho suficientes méritos para ser considerado uno de los narradores más interesantes del panorama actual, esto es, más allá de la reduccionista etiqueta de escritores en castellano relacionados con las artisticidad literaria, la originalidad y otros rótulos que, en realidad, no deben preocuparnos tanto.
Trilogía de la guerra está dividida en tres capítulos, o mejor, en tres libros: LIBRO PRIMERO Isla de San Simón (Combustibles fósiles), LIBRO SEGUNDO Estados Unidos de América (Mickey Mouse ha crecido y ahora es una vaca), LIBRO TERCERO (Los amos de la noche) que suponen, a la vez tres (o cuatro guerras): la Guerra Civil Española, la guerra de Vietnam y la Segunda Guerra Mundial.
Menciono la posibilidad de una cuarta guerra, pues en la tercera parte o TERCER LIBRO cobra fuerza la vieja idea de Heráclito, aquélla de que la guerra (o la lucha) es el efecto generador de todas las cosas; lo hace a través de la referencia al film de Walter Hill, The Warriors, película de los años 80 con ecos de la Anábasis de Jenofonte –en la intención original del guionista Sol Yurick– y que también puede leerse, ahora con tintes hobbesianos como símbolo de la guerra de todos contra todos: bellum omnium contra omnes.
La acción constantemente interrumpida, en la mejor tradición inaugurada por Sterne, por microhistorias, digresiones, disecciones micro-sociológicas y poco-relatos en las voces de, al menos, tres narradores, transcurre primero en la extensa noche del tiempo en la pequeña isla de la ría de Vigo, inspiración de poetas medievales, escenario de guerras históricas, leprosería y cárcel ignominiosa del franquismo antes de convertirse en sede del festival Sinsal. De ahí a Montevideo, Cabo Polonio, Manhattan, Cuba, Shanghai y las playas de Normandía.
Destaco de esta novela el equilibrado juego de registros, ondas y sonidos; el sentido del humor soterrado, pequeñas puyas a los excesos del discurso de género, a las fake news, a la emopolítica y al tonto tiempo del narcisismo y la postverdad. Estupenda la elección del astronauta que no sale en la foto como símbolo de la laguna ontológica, del inexistente actual, esto es, de lo negado en el tiempo de Facebook e Instagram. Destaco también la ilación de frases subordinadas, con ecos de Faulkner o Juan Benet. Hay un esfuerzo de invención —de superación si asumimos el lenguaje deportivo— que hace que su última obra caiga en una región más allá de los distintos episodios de la tensión, o de la querella, entre escritores experimentales o integrados para inaugurar la etapa de madurez de este escritor.
Creo que hay algún exceso de subrayado de la impronta, homenaje si se quiere así, de la obra del estupendo novelista y ensayista alemán W. G. Sebald, y alguna ambición no disimulada, sobre todo en el discurso de la fractalidad y en otros apuntes no desarrollados sobre el neo-infantilismo (la cuestión de los tres cerditos al ritmo del Bowie de Ziggy Stardust), pero siempre prevalece el talento, la superación del estilo y la complejidad de su inteligencia. Otros motivos para recomendar su lectura tienen que ver, según lo veo, con la hermosa poética que surge en las disquisiciones relativas a la contemplación del universo, con algunas cuestiones intertextuales (creo que la parte dedicada a Kurt es un magnífico y complicado ejercicio metaliterario), con la mejor señal de lucidez literaria (la falta de afectación y de pompa) y, finalmente, con su aliento moral. La introducción de uno los grandes desafíos de nuestra época, la acogida de refugiados en la zona privilegiada del mundo, está tratada sin sensiblería, pero con sensibilidad, además de estar situada en una parte noble de novela, justo en el momento en que se desenlazan las tramas sentimentales que la han recorrido.
Literatura de ideas ordenadas en red, o mejor, en tela de araña, literatura de imágenes y en muchos momentos gran literatura. Figuras fantasmáticas que aparecen y desaparecen en la Trilogía de la guerra de forma obsesiva, entre la cadencia de Thomas Bernhard y las imágenes de Léos Cárax, fantásticas metonimias, ecos del clásico de Lucrecio De rerum natura, humor sutil con algunos apuntes dignos de Byung-Chul Han, de Foucault/Agamben (el cuerpo y la biopolítica) o de Slavoj Žižek (Wall Street como punto cero del enorme campo de batalla), hallazgos formales, diseminación del tiempo presente, superposición de planos existenciales a la manera de Lynch.
Es un error dar por hecho lo que fue contemplado, y la frase remite ya no solo, o ya no tanto, a la hibridez de elementos literarios y científicos, sino a la incorporación de una forma de entender el mundo, por ejemplo, la propia de la antropología materialista de Marvin Harris, de la que hay algún eco en el libro, así, en la relación entre el nivel de población y la guerra: un solo hombre puede fecundar al año a más de 300 mujeres, la propia del epílogo sabios del situacionismo de Debord, la propia de quien se aventura en la metafísica de los no lugares de Marc Augé, miniensayos filosóficos, consternación, amor, algo de rabia y psicoanálisis del color. Recuerdo también que aquí mismo dedicamos, hace ya algunos años, una entrada precisamente al color rojo en la música, en la memoria y en el cine, pensé que nadie más habría caído en ello: damos por supuestas tantas cosas.
Hermosos: registros fotográficos de Dámaso Carrasco (Aillados), versos de Carlos Oroza.
Malditas: guerras.
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