En la calle, el sol iluminaba las caras con un matiz amarillo.
Parecía una de esas pinturas rituales que utilizan algunos pueblos para pedir que llueva, sentirse diferentes o inspirar temor a sus enemigos. La claridad era cegadora y ocultaba los rasgos de los que vagaban de un lado a otro, impasibles o atontados por el calor o por sus propias limitaciones personales. La luz escondía también los pensamientos, las sensaciones y los deseos. Afuera, la vida se limitaba al repetido movimiento semicircular de brazos y piernas, al intercambio de miradas y a algunos sonidos aislados que no eran interpretables de manera homogénea.
El centro de la galería estaba oscuro. Al entrar, lo primero que sentí fue una agradable sensación de frío y de silencio. Me quedé quieto un momento, con la vista perdida, cómodo y vacío, como alguien que ha dormido poco. Después, desde ese lugar sombrío, miré las paredes blancas, casi incandescentes. Lo importante estaba en los bordes; lo fundamental son los límites.
Sobre las paredes luminosas colgaban las fotografias. De lejos, parecían flotar. Eran ovaladas, difusas, de gente muerta. Alguien con una cámara había paseado lentamente por el cementerio de San Michele, en Venecia, y tomado fotografías de las fotografías que adornaban las tumbas. Luego, las había colocado de dos en dos, a miles de kilómetros de distancia, sin ningún orden establecido, sin ningún motivo que justificara su proximidad, salvo la sensación de soledad que les pudiera haber adjudicado el fotógrafo, sobre las superficies blancas.
En la penumbra de la sala pensé que las fotos originales habían sido sacadas cuando esas personas aún vivían e, incluso, estaban en su mejor momento. Ninguna imagen mostraba a un anciano. Sus vidas y sus muertes quedaron reducidas para siempre a la expresión de un instante. Cuando las vieron recién reveladas, los muertos no sabían que esas fotografías iban a ser colocadas sobre sus tumbas, ni que muchos años después vendría alguien a tomar fotografias de esas imágenes ya vetustas para exponerlas en una galería de arte de una ciudad lejana.
El lugar estaba desierto. Quizás, el autor se había enamorado de una muerta, o había hecho este trabajo para impresionar a una mujer a la que amaba. A lo mejor, la exposición era una especie de trampa para seducir a algún melancólico que entrara inocentemente. También podía ser el resultado de un esfuerzo gratuito, azaroso, oscuro, sin prestigio ni objeto. Se me ocurrió la posibilidad de que algún retrato pudiera ser del fotógrafo o que entre las hileras de muertos figuraran algunos amigos vivos del artista.
Cuando comencé a recorrer la sala descubrí que, aparentemente, las fotos correspondían a personas desaparecidas entre fines del siglo XIX y 1920 y mostraban los estragos del tiempo. Los bordes de ciertos rostros se confundían con la piedra que los rodeaba, otros presentaban vetas y manchas, como si también fuesen de mármol o como si la corrupción del cuerpo hubiera terminado por afectar también a sus representaciones. Me dio la impresión de estar mirando una antigua película muda. Me pareció rara esa atmósfera decadente en un lugar tan moderno e inmaculado. El piso era negro y había tubos de acero cromado por todas partes. Lo más incongruente era, sin embargo, el aire acondicionado.
Mientras observaba las imágenes, pensé que caminaba entre las tumbas mirando otras fotografias, que eran las mismas. Podía ser una húmeda tarde de noviembre, gris, y no había viento. Eran caras románticas, quietas, ovaladas como los marcos. Cuando en una lápida aparecían los miembros de una pareja, se colocaban paralelas o ligeramente inclinadas, formando un ángulo. Al presumible deterioro de la vida en común producido por la costumbre, se añadía ahora el del tiempo y el olvido. Setenta u ochenta años después de muertos, la casualidad y una especie de traición había traído esos rostros de un oscuro cementerio veneciano.
La profanación era doble: ni las fotos habían sido sacadas para adornar lápidas ni las fotos de las lápidas tenían por objeto ser expuestas como obras de arte. Había algo incómodo en el ambiente. Las caras tenían reflejos nacarados; en algunas preponderaba un color verdoso y, en otras, rojizo o amarillento o una mezcla misteriosa de varios tonos.
Afuera avanzaba la tarde. Probablemente continuara el calor. Empezaba el verano y eso todavía me emociona un poco. Es una estación muy vinculada a ilusiones y fracasos. Un lento crepúsculo en medio de los ruidos. El humo de la ciudad que desde aquí no podía ni ver ni oír. Los colores brillantes estarían palideciendo como impresos en un cartón abandonado. La hoguera se apagaba una vez más.
Algunas caras parecían hundirse en la piedra, del mismo modo que contínuamente se hunde Venecia. Algo perverso se movía bajo las luces. No conocía el cementerio de San Michele, pero lo imaginé cubierto a medias de musgo, con monumentos derrumbados sobre la tierra fangosa, abandonados, mientras cae una de esas lluvias muy finas que al principio no se notan y únicamente producen una especie de susurro en medio del silencio. La visión fue tan vívida que en varias ocasiones tuve que mirar mis zapatos para comprobar si estaban manchados.
De pronto, comprendí que desde hacía un rato tenía ganas de irme. La irrealidad de las calles era preferible a esta opresión viscosa. Las circunstancias más siniestras —como las más felices— no ocurren en un instante. Se van preparando con lentitud, como una gran tormenta o un gran fracaso.
Caminé a lo largo de los muros de la galería con mucho cuidado, siguiendo las fotografías. En el cementerio fueron colocadas para identificar unos rostros ocultos que se iban deshaciendo progresivamente, pero aquí eran caras sin nombre, semblantes que perdieron su nitidez original, suspendidos con pereza bajo un cristal. Colores confusos y líneas. Esos rasgos que una cámara había recogido tan minuciosamente ya no existían ni siquiera en la memoria de sus parientes o amigos.
Traté de no pensar en la infinidad de muertos a lo largo de los siglos, en los diversos procesos de descomposición, en los cementerios deshechos por el tiempo y las guerras, hundidos lentamente en el barro o cubiertos por otros cementerios. Inexplicablemente, la sensación amenazadora que sentía desapareció unos momentos. Después volvió, pero con menos fuerza.
Ya no quedarían vestigios ni del olor de las flores ni de la podredumbre en las tumbas. Tal vez, diseminados por algunos países, sobrevivieran unos pocos recuerdos fragmentarios de esos hombres y mujeres o de las fotos de las tumbas, porque todo se mezcla. Viejos que, de pronto, evocan el tiempo pasado, las visitas dominicales a San Michele, la silueta de los árboles, la expresión de unos ojos, un ángel con un ala rota, las imperfecciones y el vago color de las piedras, el recuerdo del recuerdo de una voz.
Afuera sería casi de noche. Tenía que irme antes de que todo se extinguiera. Sin decidirme aún a salir, volví al centro de la sala. Desde ese refugio, en la pálida oscuridad, las pequeñas fotos ovaladas eran huellas espectrales que dibujaban una figura irregular, amenazadora, frágil, inocente y sin ningún significado.
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