La náusea sube como un licor pegajoso entre mi odio y la admiración de mi padre por los militares.
Primero pasan lentamente las banderas y, después, el viento amarillo de los clarines, las espadas y los flecos dorados ondeando como un mar y, detrás (un fondo difuso), los uniformes azules y rojos de los granaderos sobre las largas botas brillantes, que se van ondulando entre la bruma, como si estuvieran impresos en una hoja de papel que se humedece.
Casi enseguida, la llamada triste de Avenida de las Camelias subiendo entre los tambores y los metales, que tienen un fulgor sordo en un lugar gris donde ahora nada turba la lenta caída de la sangre sobre el piso de cemento. Mi padre admira a los militares y muchos de sus familiares y amigos son generales y coroneles. Tal vez —pienso— cree que son valientes y fuertes, y a él le gusta sentirse protegido.
A medida que surgen, algunos pensamientos desaparecen; a veces, sólo existe el borde superior de los recuerdos, de las palabras o de algún resplandor. Otras, en cambio, son tan brillantes y cercanos que parece que bastaría un pequeño esfuerzo para transformarlos en realidad, para continuar esas escenas que ocurrieron hace tantos años.
Cada vez que mi padre demuestra que me quiere se me llenan los ojos de lágrimas. Empiezo a leer una carta que comienza: Querido hijo y la niebla sube por mi garganta.
—Es un chico muy impresionable, dicen. Tengo una enfermedad congénita en los ojos que me produce muchas molestias y estoy cansado de las operaciones. Un día descubro que voy mucho al cine porque tengo miedo de quedarme ciego. Médicos, largas esperas, luces intensas, anestesia.
La sangre zumba sobre la sierra de acero que va cortando viva, entre las piernas y hacia la cabeza, a una mujer encadenada sobre dos tablas. La sangre cubre como un fino polvo líquido a los compañeros de la mujer, obligados a mirar y a escuchar. A unos metros, un teniente del Ejército toma notas y un capitán consulta su reloj.
De los días junto a la playa y el mar sólo queda una fotografia medio amarillenta y algo arrugada en los bordes. Mi padre —sonriente— y yo estamos tomados de la mano. Pero casi no queda ningún recuerdo de palabras, gestos o caricias. Unicamente este trozo de papel viejo, brillante, con dos siluetas detrás de las cuales va creciendo un rumor. El mar azul, translúcido, rápido y pesado; el agua verde o gris alrededor de todo; los ojos abiertos en el silencioso refugio. El cielo visto desde abajo del agua parece un tranquilo espejo que se mueve lentamente.
Ahora hay una muralla sólida e indestructible entre los dos, pero bastará un gesto o una palabra (un recuerdo) para que la barrera se disuelva y vuelvan la indiferencia, el afecto o la sumisión.
Desde la oscuridad y el abandono, espío las fiestas en mi casa. Luces de colores, la voz de mi padre como un águila, risas, el brillo de los trajes, la suave seda negra sobre la piel de mi madre; despreocupados perfumes en el centro de espejos paralelos, reproduciéndose infmitamente a lo largo de las noches.
Me gusta reemplazar el futuro por el pasado. Así, el pasado no da la impresión de estar acechándome. La rutina y la desesperación están adelante, a unos centímetros, y tienen el atractivo de parecer desconocidos. Hace poco miré con asco una exposición de armas porque entre ellas apareció la muerte como algo concreto. Las armas maravillosas de mi infancia. El color gris oscuro de la espada de mi bisabuelo, las anécdotas audaces, los laureles grabados en el acero, las muescas en la culata de un Remington de caballería.
Sólo hay dos posibilidades —creo, a veces, que piensa mi padre en Buenos Aires—: la excitante del que tira y la sórdida del que recibe la bala. Desde lejos, todo eso parece falso, mediocre y hasta un poco ingenuo. Pero en esos días en que los recuerdos, el hastío y la angustia son más nítidos, vuelve la duda. La exaltación del triunfo o el horror de la derrota.
—Avenida de las Camelias es un lindo nombre para una marcha militar ¿no? Un nombre romántico.
A mi padre le gustan las cosas desconcertantes y raras, las paradojas; situaciones muy intensas en un contexto aburrido. Nos gusta jugar a la guerra —pienso con una sorpresa blanda y avergonzada—. Recuerdo los libros de aventuras, las muertes ficticias, la posibilidad de comenzar a leer nuevamente el libro que acabo de terminar para que todos vuelvan a estar vivos, aunque uno sepa que después van a morir.
Todo se deteriora y las formas se vacían de contenido. Primero, se resquebrajan imperceptiblemente de adentro hacia afuera, hasta que, inesperadamente, la máscara se deshace y todo se modifica y se pierde, una mueca escéptica, un gesto vago de tristeza que repite un gesto de alegría.
Estoy acostado, mirando el techo de la habitación, mientras escucho mis pensamientos aterciopelados, casi inmóvil. No sé si mi padre me quiere. No se lo puedo preguntar. Nunca podré. Después, huelo la llegada del verano entre las hojas de un árbol, en un ambiente verde como el que hay debajo del mar, pero transparente.
—¿Por qué no dejan escuchar la música?— pregunta mi padre y coloca nuevamente el disco. Seis marchas militares de cada lado. Ahora sí que hay silencio.
Estoy con un estandarte en las manos, entre disparos aislados y el ocasional tableteo de las ametralladoras, una tarde luminosa de junio, ignorante de todo, indiferente, caminando entre las balas. Sólo me falta la sonrisa triste para que la escena sea perfectamente literaria.
Muchas veces pienso con incredulidad en mis amigos muertos y en sus cuerpos torturados y hundidos a culatazos. Por las heridas no sale nada, ni sangre, ni un sonido.
—¿Vamos al desfile?— me pregunto a mí mismo. Empleo el plural para sentirme acompañado. Pero ahora mi padre está a mi lado y es inmortal y me quiere y todo lo que proviene de él es bueno y seguro. Lo miro, pero nunca lo puedo ver claramente. Se superponen los tiempos, las circunstancias y los deseos. A veces es invencible y tranquilizador; a veces, indefenso y despreciable. Pero siempre me queda la presión de su mano cálida, seca y mágica, con los dedos amarillos, perfumados de tabaco.
Caminamos juntos entre la gente que lleva banderas e insignias, aplaude, canta o corre desesperada. A mí me gusta burlarme de las jerarquías y pienso en un general gordo colocado en una situación ridícula. General de la Nación—dice con orgullo mi padre— y los dos comenzamos a silbar Avenida de las Camelias.
El azul y el rojo de los granaderos centellea entre las trompetas y el alarido solitario de la mujer dividida en dos delante de sus compañeros, entre los infinitos perfiles paralelos y los correajes y las bayonetas que oscilan rítmicamente. Los granaderos marcan el paso con fuerza y se van hundiendo en el asfalto mientras la música se debilita, hasta que todo es una nube viscosa y gris que arde en los ojos.
La memoria de todos estos años, una ilusión, un humo de infinitos colores que surge de un pozo muy profundo y gira, poco a poco; algo triste que se va y vuelve de la mano de mi padre —hace mucho tiempo o ahora mismo—, cuando los dos miramos el desfile y escuchamos la banda, solos en el mundo.
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