Hace uno días murió Paul Virilio. Virilio fue filósofo y arquitecto, un «urbanista» a su decir. Nació en París en 1932, dirigió la Escuela de Arquitectura parisina entre 1968 y 1998. En los años 60 fundó, con Claude Parent, la revista de la modernidad arquitectónica y urbanística Architecture Principe. Fue director de la colección «Espacio Crítico», de Editions Galilée y coordinador de los programas del Collège International de Philosophie, bajo la dirección de Jacques Derrida. Trabajó en las exposiciones de arte contemporáneo en la Fundación Cartier. Sus preocupaciones fundamentales fueron el análisis de la sociedad y la cultura de nuestro tiempo a la luz de una serie de tendencias económico-políticas e ideológicas que culminarían, primero, en las grandes guerras y en los Estados totalitarios, después en el mundo virtual tal como lo disfrutamos o padecemos hoy. Entre sus obras principales traducidas al castellano destacan: Estética de la desaparición (Anagrama, Barcelona, 1988); La máquina de visión (Cátedra, Madrid, 1989), Un paisaje de acontecimientos (Paidós, Buenos Aires, 1997), El cibermundo, la política de lo peor (Cátedra, Madrid, 1997) o La bomba informática (Cátedra, Madrid, 1999).
Creo que lo primero que puede decirse de Virilio para quien no lo conozca, quiera hacerse una idea veloz de él o desee aproximarse a su obra, es que fue un pensador… francés, con todo lo que eso implica. Para mí, ser pensador francés es algo positivo, porque con ello se apunta, no solo a una forma coqueta de pensar y estar, sino a una persona que piensa y escribe (por ese orden) con la conciencia de que mucho antes que él escribieron Montaigne, Descartes y Voltaire. Creo que no peco de ingenuo si relaciono ese pedigrí (el del pensamiento francés) con tres notas que llevaban incorporados los tres pensadores citados: por ese orden, libertad, rigor y crítica.
En segundo lugar, deberíamos retener que Virilio vivió en la Europa del siglo XX, entre el fin de una forma de pensar que llamamos moderna y una suerte de crisis de la modernidad que muchos llaman, o llamamos, postmodernidad. Esto es, su pensamiento no fue ajeno, sino todo lo contrario, al destino de ideologías tan poderosas como el fascismo que padeció en sus propias carnes, el comunismo o la breve rehabilitación de una tendencia cristiano-céntrica humanista y solidaria que había encontrado precisamente en Francia a algunos de sus más conocidos interlocutores (de Jacques Maritain a Gabriel Marcel).
En ese contexto histórico de derrumbe súbito y reconstrucción fulminante es donde cobran especial sentido sus reflexiones sobre el régimen geo-político de la velocidad absoluta. Uno de sus ejes temáticos fue, efectivamente, la relación entre velocidad, pensamiento, orden y percepción. Definió la dromología como un logos de la carrera, un saber sobre la velocidad que afecta al territorio, a la relación movimiento/ comunicación y a la pre-estructura bélica de la sociedad. De forma análoga a cómo el descubrimiento del ferrocarril implica el hallazgo del descarrilamiento, para Virilio, la Revolución Industrial (toda esa gente empujada a la carrera del campo a la ciudad hasta la meta de la miseria, la alienación y la conflictividad social) significó la extensión de una nueva realidad tensa y veloz: ayer, la transición del feudalismo al capitalismo sobre la lógica mecánica de la guerra, hoy las fugas de capital, la deslocalización global, la gentrificación, el nuevo control de los flujos de información en internet y su impacto en nuestra forma de percibir el mundo y la realidad.
Muy unido a nuestro segundo hecho (vivir en Europa del siglo XX) está el sub-hecho de haber pensado Virilio, durante la segunda mitad del siglo XX. En su obra hay huellas de la fenomenología, hay un poso de la filosofía de Heidegger sobre la «técnica», hay crítica humanista del arte futurista y un tipo de perspectiva marginal (en un margen de las cosas) que remite a coetáneos como Deleuze, Lyotard, Guattari o Baudrillard. La presencia de Foucault en algunos de sus trabajos es muy reconocible, tanto las líneas dedicadas a los sujetos sobre los que recaen los «accidentes» agazapados en la historia, como su entera «lógica de lo que corre» (la hipervelocidad de la información en las comunicaciones) un nuevo tempo que tiene como consecuencia la arquitectura no vivida, la disciplina inane de los nuevos desplazamientos y la desaparición de los ejes temporales y espaciales que permiten la experiencia consciente del cuerpo.
En el ámbito de la arquitectura Virilio propuso un cambio de paradigma, un nuevo orden basado en el plano oblicuo como modo de elevación y reparto del espacio. En Guerra y cine razonó que, al igual que la aceleración del disparo y la tecnología bélica transformaron el campo de batalla, la aceleración visual impuesta por la cámara cinematográfica transformó desde 1914 el campo de percepción natural del espectador, diluyendo una forma de experimentar la mirada que hacía ya imposible la reconciliación de la imagen con sus referentes reales.
Umberto Eco dividió a los pensadores en «apocalípticos» e «integrados», aunque en realidad lo hizo en la relación que éstos mantenían con la cultura de masas, la distinción se le escapó de las manos y por eso muchos hoy dirían que Virilio era un apocalíptico. Hecha la salvedad anterior, no les faltaría razón. Virilio quiso ver una relación entre las autopistas de la información, el hecho de que las Autostrade fueran obra del fascismo y el carácter globalitario de Internet… Al mismo tiempo, pensó sobre la velocidad de nuestro tiempo con una tranquilidad lúcida y fructífera.
Para mí, Virilio, al que pude saludar en París pero no lo hice, significaba el tipo de filósofo que no puede dejar de pensar acerca de lo que ve desde un ángulo singular. No sé si siempre supo compartirlo con los demás. Su mejor legado es, según lo veo, la reflexión sobre la velocidad y el ser humano, la forma en que la vinculó a la historia y a algunos de sus epítomes más desasosegantes: la desaparición de los hombres, de las cosas, de las ideas… La muerte de Virilio (un título que ha buscado la rápida homofonía con el fabuloso libro de Broch Der Tod des Virgil) supone la desaparición de otro de esos pensadores marcados por los hechos más terribles del siglo XX, en particular por la Segunda Guerra Mundial. Tal como estamos viendo, las primeras décadas del siglo XXI, más mortíferas que las metralletas, acabarán con todos ellos, de repente, ya no habrá filósofos que asistieran a la carnicería global de los hombres contra los hombres.
Probablemente, fruto de la libertad con la que escribió fueron algunos de sus excesos (Virilio es uno de los autores puestos en solfa por usar términos deliberadamente oscuros y por abusar de conceptos científicos equivocadamente citados en la divertidísima obra de Sokal y Bricmont Imposturas intelectuales) pero también muchos aciertos, así los relativos a la sustitución de la ciudad real por la ciudad virtual como consecuencia de la transformación de los sujetos, o el diagnóstico de la disolución política de la especie humana. Nosotros le seguiremos leyendo, no como si no hubiera mañana, sino como si una mañana —no sabemos, no podemos saber, exactamente qué mañana—, fuera la mañana del último día de nuestra vertiginosa vida.
Hermosos: días sin prisas.
Malditas: cadenas tayloristas.
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