Hagan la prueba: escriban en su buscador favorito los términos burbuja y festivales. Hallarán que las primeras entradas datan de 2013. Hace cuatro veranos ya se alertaba de la supuesta inviabilidad de un modelo al que se consideraba próximo a la saturación. Y si bien es cierto que la conjunción de ambos términos experimentó un repunte poco antes del verano de 2016, con la suspensión de citas como el Territorios Sevilla o el Kolme Rock, e incluso rebrotó con la cancelación de otros festivales más cercanos en el tiempo, como el Alrumbo que iba a celebrarse a principios de este verano en Chiclana (Cádiz), basta un somero vistazo a las cifras de asistencia de las principales citas del verano para aseverar que el sector quizá pueda estar camino de una mayor concentración (los que integran el Top 10 se llevan una parte cada vez mayor del pastel), pero en modo alguno próximo a desinflarse.
El barcelonés Primavera Sound, el benicense FIB, el benidormense Low o el burrianense Arenal Sound han batido este año sus propios récords de asistencia. Mad Cool en Madrid, BBK Live en Bilbao o Cruïlla en Barcelona, algo menos multitudinarios, siguen gozando de unos guarismos excelentes. Se espera que el Rototom de Benicàssim, que rebasó su propio techo hace un verano, haga la propio en unos días. Y eventos algo más pequeños y singulares, tanto por su propuesta musical como por la comodidad de su emplazamiento o la oferta turística y gastronómica asociada a su entorno (Vida Festival en Vilanova i Geltrú, La Mar de Músicas en Cartagena, Pirineos Sur en Lanuza y Sallent de Gállego, Sonorama en Aranda de Duero o un Monkey Week que espera reválida este otoño a su exitosa mudanza sevillana de 2016), también exhiban músculo y con razón, gracias a su capacidad para reeditar la confianza de un gentío que no solo no merma con el tiempo, sino que se agranda año a año. ¿De verdad puede hablarse aún de burbuja, más allá de su condición de eterno desideratum para quienes hace tiempo aborrecen este formato?
Se entiende el hastío de quienes no comulgan con reuniones de gente tan multitudinarias, a veces tan incómodas por los peajes que conllevan (largas colas, altas temperaturas, precios de consumiciones harto discutibles). El cansancio de quienes entienden que la música debe disfrutarse en una sala cerrada y no en eventos que muchas veces parecen diseñados para socializar con un pintón fondo musical, que rara vez suele presentarse como un fin en sí mismo, sino como una simple coartada. También el alarmismo de quienes denuncian los férreos contratos de exclusividad firmados con algunas bandas, que muchas veces impiden su presencia en otras ciudades o en recintos mucho más agradecidos para sus fans más impenitentes.
Pero puestos a averiguar si fue primero el huevo o la gallina, también convendría reparar (y pocas veces se hace: en esta cuestión es más sonoro el griterío de quienes ven la botella medio vacía) en el papel que muchos de estos festivales juegan a la hora de acercar a bandas internacionales de primer nivel a capitales de provincia que de otra forma no gozarían de sus servicios ni en pintura. Puede que los grandes festivales hayan jugado un efecto distorsionador sobre el circuito de pequeñas salas que se juegan los cuartos el resto del año, pero muchas veces son esos mismos festivales los que llegan allí donde los promotores locales no alcanzan, así que no estaría mal preguntarse más a menudo si la relación entre ambos formatos, el grande y el más pequeño, es de estricta suma cero o esboza una complementariedad que casi nadie apunta. Habría que preguntarles a quienes residen en Santander, A Coruña o Castellón, por ejemplo.
Como enormes motores de negocio que son, paradigmáticos además de un país volcado en la temporalidad del sector servicios y del turismo sin bridas, también resulta pertinente el revuelo mediático en torno a su regulación. El culebrón en el que cada año se haya inmerso el Arenal Sound (en esta ocasión por un sobreaforo que desde el propio festival niegan) ha sido otra vez el detonante para que emerjan cuestiones en torno a su seguridad, que vienen a sumarse a las letanías sobre si la presencia femenina en sus carteles (en torno a un 30% en el mejor de los casos) es realmente la adecuada, e incluso a los dudosos ejercicios de contabilidad con que los propios festivales (qué odiosa resulta la recurrente y ya institucionalizada forma de multiplicar asistentes diarios por días de conciertos, una práctica inexistente hace una década, por no hablar de la fiabilidad del dichoso impacto económico del que presumen, que merecería una auditoría generalizada) engrosan sus comunicados de prensa. Y está muy bien que se les mire con lupa, que para eso generan un beneficio económico y gozan de primacía mediática, aunque el ecosistema en el que fermentan sea ya tan diverso que cualquier valoración general sea más que temeraria.
Asunto distinto -o quizá no tanto- es el de la repetición de la fórmula. Quienes suelen quejarse del carácter innegablemente clónico de muchos de ellos, que parece que se limiten a un mero intercambio de cromos, suelen ser también gente que no acude a esas citas. Y no les falta razón. Pero si realmente la reiteración de nombres colmase la paciencia del espectador, poca gente acudiría a ellos. Y basta con echar un vistazo a la cifras, o dejarse caer por cualquier festival que programe a Lori Meyers, Dorian, Izal, Vetusta Morla, León Benavente o Viva Suecia, para darse cuenta de que el tema funciona a pleno rendimiento. Nada como repetir un modelo de éxito.
Y ahí es donde quizá debería entrar la iniciativa pública para complementar a una oferta privada que, por naturaleza, no va a arriesgar: en la promoción de modelos alternativos de festival, más modestos, atentos a la potenciación respetuosa de su entorno, de sus costumbres y gastronomía, proclives a selecciones artísticas más eclécticas, que se distancien de los reclamos más obvios y socorridos. Algunos ayuntamientos y diputaciones llevan décadas en el empeño, y estaría muy bien que su ejemplo cundiera. Apuntarse a caballo ganador es una tentación clásicamente política, cortoplacista y miope, de la que tampoco andamos escasos de ejemplos bien cercanos. Pero no todos los poderes públicos se pliegan a ella. Y cuanto menos lo hagan, más diverso y rico será un entramado de festivales que, con más de 1.000 citas repartidas por todo el estado, está aquí para quedarse. Por mucho que algunos sueñen con que la dichosa burbuja estalle algún día.
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