Carla Simón debuta con una hermosa película, que se ha convertido en uno de las perlas de la Berlinale. Que és la nena de la germana de l’Esteve? (¿Que es la niña de la hermana de Esteve?, pregunta la charcutera. Pobreta… (Pobrecilla), añade con condescendencia. La conversación continúa entre la dependienta y la madre. Discurre en fuera de campo. La cámara está en otro lugar: se ha posado en el rostro de Frida, la niña de la que habla la carnicera. No sabemos si Frida escucha, o si sabe de qué hablan, pero sí vemos que está amorrada al mostrador y observa embelesada cómo la mujer trocea un conejo.
Esta escena define a la perfección lo que es Estiu 1993: un elogio al fuera de campo, un delicado retrato de un momento, el de la infancia, que se cuece a partir de las conversaciones tamizadas de los adultos.
En Estiu 1993, la cámara desciende hasta la altura de la niña. La sigue ahí dónde va, de la ciudad de Barcelona al campo, donde se ha mudado tras la muerte de su madre. Ahora, vive con sus tíos y con su prima, que se han convertido en sus nuevos padres y en su pequeña hermana, respectivamente. Lo mismo le sucedió a Carla Simón, directora de la película y alter ego de Frida. Simón ha tomado ese momento de su vida, el del periodo posterior a la muerte de la madre y el de la llegada a su nueva familia, para su primera película.
Puede que este poso autobiográfico sea una de las claves a la hora de lograr el poso de verdad sobre el que se asienta la película, un realismo tan profundo como los sentimientos. En Estiu 1993, todo se sugiere, y sin embargo todo queda claro: la distancia entre la nueva madre de Frida y su familia política, el catolicismo de la abuela, el descreimiento final de la niña, la imposibilidad del duelo, las envidias, la amenaza del virus que se llevó a la madre. En este sentido, Estiu 1993 supone un relato personal (de la autora), un retrato universal (de la infancia) y la crítica de una época (aquel principio de los noventa).
El uso del fuera de campo, el murmullo, las conversaciones veladas que rodean a la niña son la esencia misma de una película en la que, en ningún momento, se dice el nombre del virus que, en aquella época, resultaba implacable, un misterio, una amenaza, un estigma. Todo esto está en la ópera prima de Carla Simón. Todo esto se intuye bajo el velo que cubre, con delicadeza, esta hermosa película.
The Lost City of Z
El momento más bello de The Immigrant llegaba al final. Un plano hiriente, el de Bruno (Joaquin Phoenix) reflejado en un espejo, retirándose poco a poco mientras al otro lado del cuadro, a través de una ventana, vemos a Ewa (Marion Cotillard), que se aleja de Bruno en barco, hacia una supuesta libertad. Una maravilla porque, con apenas un plano, el director James Gray lograba dibujar la distancia entre los dos personajes, el final de un recorrido de dolor que se había estado tramando a lo largo de toda la película. Y, sin embargo, aquel era un plano abierto: un final en movimiento, que invitaba a pensar que la vida sigue, para cada uno de esos dos personajes, malogrados y sufridos.
The Lost City of Z se cierra de una manera similar, con una puerta que se abre, y por la que Nina, la esposa del explorador Percival Fawcett, se adentra en otra dimensión. Con el simple gesto de traspasar el umbral, la mujer viaja del escenario real de Gran Bretaña a una jungla que parece, aquí, una ilusión. Hay algo de sueño en este final. Quizá, lo hay en toda la película, filmada con una luz tenue y cálida, brumosa. De hecho, hay algo febril. Es la fiebre que acecha a los protagonistas en su viaje al Amazonas. Es la obsesión de Fawcett, el protagonista, obnubilado con la idea de que existe una ciudad perdida en medio de la jungla.
Es el principio del siglo XX, y la sociedad británica se niega a aceptar que, en América Latina, en aquel lugar recóndito y salvaje, hubiese existido algo similar a la civilización. El progreso, parecen decir, pertenece únicamente a la arrogante Europa, la misma que se adentra en la barbarie de la Gran Guerra y que relega a las mujeres al gallinero.
James Gray traza una película tan fascinante como política. Poliédrica, pues relata el deseo y la convicción de Fawcett, su incapacidad para permanecer al lado de su familia, su fascinación por la cultura indígena, y la necedad de la sociedad de la época.
Gray ha abandonado Nueva York, donde ha construido el grueso de su filmografía, para adentrarse en el territorio de Herzog, el de la jungla y lo irracional, también, el de la aventura. En el fondo, The Lost City of Z es esto, una película de aventuras.
Uno de los momentos más bellos de la película tiene lugar en movimiento: cuando Percy y su hijo toman el tren para iniciar un nuevo viaje al Amazonas, el vehículo se mueve, y la cámara con él, dejando atrás a un grupo de gente que se despide de los exploradores desde el andén. En paralelo, otro travelling muestra a la mujer y a los otros hijos de Percy, que duermen plácidamente en la casa. De repente, el aparente clasicismo de la puesta en escena de la película da paso a otra cosa, a una plasticidad y movilidad que más que clásica parece propia de un arrebatado cine mudo.
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