A través de los ojos de Thomas Pynchon, Paul Thomas Anderson contempla Estados Unidos y descubre (si es que no lo sabía ya) que se trata de un país con tara.
En sus tres últimas películas, Paul Thomas Anderson se ha dedicado a enmendar grandes episodios de la Historia del S. XX en Estados Unidos. En Pozos de ambición (2007) iluminaba los rincones oscuros de los albores del sistema capitalista. En The Master (2012) cuestionaba el sentir victorioso post-IIGM de un país desorientado y necesitado de nuevas pautas para la vida. Y, ahora, en Puro vicio describe la resaca de la juerga alucinatoria de los años 60, en la que Estados Unidos se quedó encallado ante la imposibilidad de prolongar una fiesta que no iba a volverse a repetir. Días en los que la casa estaba patas arriba y nadie tenía ánimos para limpiarla, de ojeras grotescas como las que sólo se ven en los afters y, en resumen, de bajón generalizado.
De la misma manera que PTA relee la Historia en los contenidos de estas tres películas, también intenta ofrecer una nueva visión sobre los modelos de representación cinematográfica de distintos sistemas narrativos en las formas: Pozos de ambición lo hacía con el arco del auge de un triunfador hecho a sí mismo, The Master deformaba el esquema de aprendizaje entre maestro y alumno y Puro vicio manipulaba la clásica intriga detectivesca cherchez la femme.
Como si en lugar de una adaptación de una obra de Thomas Pynchon, fuera una fabulación dopada a costa de Raymond Chandler (de hecho, el libro de Pynchon ya es así), Puro vicio es un galimatías en el que un detective poco o nada ortodoxo pisa arenas movedizas en cada secuencia. Ricos a los que se les escapa de las manos su vida privada, jóvenes hermosas que desaparecen misteriosamente, personajes que casualmente siempre están en todos y cada uno de los lugares de los hechos, investigaciones paralelas, oficiales y oficiosas, que se entrecruzan… Un laberinto chandleriano, claro, que tomado en broma puede acabar siendo El gran Lebowski de los Coen y, tomado en serio, una alegoría sobre un tiempo y un lugar que es imposible de entender ni a la primera, ni a la segunda, ni a la décima.
No es Puro vicio, pues, una película que active todos sus significados (si es que los acaba activando en su totalidad) de manera inmediata. La semántica de sus imágenes es de efecto retardado. Su impresión, no obstante, no: también a nosotros como espectadores nos absorbe el remolino de situaciones desconcertantes que se van encadenando en la película. Intentar encontrar una lógica causa-efecto en el film, cuando la propia realidad que retrata no la tiene, es absurdo. Hay que saber disfrutar del caos, pues.
Aún así, sí se puede, como en todas las propuestas cinematográficas de la modernidad, extraer significado de las secuencias de manera aislada: los diálogos de la policía con los ciudadanos son conversaciones siempre entre personas que hablan idiomas distintos, cualquier puerta que se atraviesa es un umbral a una suerte de bizarra sociedad secreta (muy Pynchon todo, obviamente), la apariencia de respetabilidad es únicamente una superficie que tapa la podredumbre (mítica la visita a la muy cuca consulta del dentista), los personajes del pasado no se sabe muy bien hasta que punto son fantasmas o reales…
La suma de todo este amontonamiento febril de secuencias acaba revelando el gran secreto que, en realidad, Puro vicio ya descubre desde su título original, Inherent vice. Una traducción ajustada hubiera sido Defecto de fábrica o Defecto intrínseco. En un momento concreto de la película, el personaje de Joaquin Phoenix se da cuenta de que todas sus ex parejas lo tenían/lo padecían. Y durante toda la película, Paul Thomas Anderson parece querernos señalar que Estados Unidos siempre ha sido un país cuyos problemas que vienen de serie. Solamente hay que reparar en ellos.
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