Gianni Amelio es sin duda una de las figuras clave del cine italiano de los últimos cuarenta años. Autor de obras fundamentales como Porte Aperte (1990), Il ladro di bambini (1992) pero también de otras algo menos logradas pero fundamentales como L’America (1994) y Così ridevano (León de oro en 1998), el director italiano vuelve con Il signore delle formiche al concurso de Venecia tras muchos años de ausencia. Lo hace poniendo su mirada sobre una acontecimiento de marcó la historia social italiana en los años sesenta. La del profesor Aldo Braibanti, escritor, poeta, dramaturgo y mirmecólogo o sea especialista de la vida social de la hormigas, acusado en 1968 de plagio psicológico de un joven, Ettore, perteneciente a una familia de la clase burguesa italiana de centro de Italia.
Amelio realiza una película donde por un lado describe con escenas muy logradas, gracias a la forma esencial de contar los hechos, la mentalidad reaccionaria de gran parte de la sociedad italiana, incluida la de los mismos jueces y a la que se oponen unos pocos jóvenes con una visión más progresista de mundo. Por otro, entra en la vida personal de Braibanti, en la de sus relaciones con Ettore (un joven y magistral Leonardo Maltese en su debut cinematográfico) con la madre (los momentos más logrados de la cinta por la simplicidad cargada de emoción con que Amelio los presenta) y con un periodista de L’unità que intenta favorecer la posición del profesor frente a la opinión pública.
La cinta no está exenta de defectos, algunos momentos se recrean en diálogos demasiado largos y poco eficaces, también hay un cierto desequilibrio entre los diferentes momentos de la historia, que además pueden ser algo ajenos a un público no italiano. Sin embargo estas limitaciones son superadas por el rigor con que el realizador enlaza los diferentes elementos que caracterizan los acontecimientos, acompañando los hechos con una banda sonora (basada sobre todo en piezas de la Aida de Verdi) perfectamente integrada con la narración. Otro gran mérito del largometraje es la actuación de todos los intérpretes, donde destacan la de Luigi Lo Cascio como Braibanti, por su extremo control de las expresiones de la cara y del tono de la voz y la de Elio Germano en una de su enésimas transformaciones vistiendo el papel del exuberante periodista que siguió el juicio en esos días.
El tema de las relaciones familiares y del vínculo entre madres e hijas ha caracterizado varias de la películas presentadas en en último tercio del festival. Koji Fukada en sus largometrajes se centra en la realidad aparentemente banal de la clase media japonesa, cuyo equilibrio viene alterado definitivamente por un echo inesperado. Es lo que ocurre en la vida de Taeko y Jiro pareja protagonista de Love Life que ve como su recién empezada vida matrimonial, así como la de madre y padre, es comprometida por una tragedia familiar que tiene como víctima el hijo del primer matrimonio de la mujer, Keita.
Los golpes de escena y el análisis paulatino pero inexorable de conflictos familiares irresueltos (contados por Fukada con un estilo simple pero eficaz que recuerda el de su compatriota Hirokazo Koreeda) hacen que los personajes se enfrenten con la necesidad inevitable de elaborar y superar un momento de cambio necesario en sus vidas. Un dolor que el director no lleva nunca al melodrama sino que muestra como una silenciosa aceptación de un destino adverso que es siempre contado con delicadeza, melancolía y empatía.
De relaciones familiares complejas habla también, de forma totalmente diferente y también menos lograda, The Son. Después de The Father, el dramaturgo francés Florian Zeller añade un segundo capítulo cinematográfico a su trilogía teatral siguiendo una línea coherente con su recién llegada al mundo del celuloide. Hay sin embargo que constatar que el problema de The Son recae sobre todo en en el guión que no esta a la altura de su precedente obra. En la descripción de un caso clínico que estropea la vida de una rica familia americana, todo viene subrayado con exceso, explicado más y más veces, pareciendo así ser escrito más por un psicoterapeuta que por un guionista.
Peter es un abogado de éxito que vive con su segunda joven esposa de la que espera un hijo. En un cierto momento el hijo adolescente de su primer matrimonio decide ir a vivir con él en un momento de plena crisis que lo lleva a no soportar a la madre y a manifestar una indolencia y tristeza para él mismo incomprensibles.
La manipulación emotiva, los fantasmas de una educación criticada, pero repetida de parte del padre y, una substancial incapacidad de llegar a una comunicación entre generaciones recurren a lo largo del largometraje continuamente. Son todos temas que habrían podido ser profundizados con más variedad por Zeller y que contrariamente recurren durante el filme de forma demasiado reiterada sin llegar a cuajar completamente, dejando como única nota interesante la actuación de los actores (sobre todo del padre, Hugh Jackman) y algunos rasgos del joven adolescente, cuyas neurosis quedan algo misteriosas, pese a los desesperados intentos de explicarlas por parte de los familiares y, lamentablemente, del director.
Después de la problemática relación madre-hija contada por Joanna Hogg en The Eternal Daughter, la Mostra ha ofrecido una interesante obra centrada en la relación alterada, angustiosa y dramática con el vínculo de la maternidad. Es el tema de partida de largometraje de Alice Diop, Saint Omer, única ópera prima del certamen. La realizadora francesa de origen senegalés, hasta ahora autora sólo de documentales, ha presentado una obra que ha conquistado la crítica presente en el festival y que sin duda tiene muchos méritos, pero también algunos aspectos no completamente resueltos.
Saint Omer es el nombre de una ciudad pequeña de norte de Francia donde se desarrolla un juicio sobre un infanticidio. La imputada es de origen senegalés (Guslagie Malanda) como también una joven profesora y escritora parisina (Kayije Kagame) que presencia las sesiones del juicio para documentarse, en vistas a un libro que quiere escribir sobre el tema.
Diop encuadra de vez en cuando a la acusada, la presidenta, del tribunal, los abogados y naturalmente la profesora escritora agrandando con su objetivo, siempre a cámara fija, la fuerza de los diálogos donde se ahondan las motivaciones que han llevado una joven madre a matar su hija de 15 meses. Temas que agitan también la memoria de la escritora parisina recordándole las tensiones familiares que de forma obsesiva resuenan en sus recuerdos. El debate en el tribunal (del que no conoceremos el éxito) analiza temas como el machismo, el racismo, el choque de culturas ajenas, la locura y la brujería de forma seca y fría, casi sin emoción.
El estilo elegido cuidadosamente por la realizadora es seco, destacado pero al mismo tiempo afilado como un cuchillo y a lo largo de la película cautiva por la manera casi intransigente con que es perseguido. Sin embargo no siempre es así, ya que la coherencia estilística y de contenido elegidos cae algunas veces (no muchas por suerte) en la trampa de cambios de tono forzados y en explicaciones demasiado subrayadas y por esto innecesarias, como por ejemplo la obvia relación con el mito de Medea. Pese a sus límites, es una obra que tiene coraje y que probablemente tendrá la posibilidad de algún premio.
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