El exitazo de It Follows, segunda película de David Robert Mitchell le llevó a ser calificado de genio, niño prodigio y todos esos lugares comunes usados para sacar brillo a un diamante acabado de descubrir. Aunque la crítica no fue unánime y algunos la consideramos sobrevalorada, el recuerdo de aquella nos ha llevado a esperar con curiosidad la siguiente; el hecho es que Under the Silver Lake ha vuelto a dividir las opiniones. La película, protagonizada por un excelente Andrew Garfield, es un noir, donde confluyen todas las historias de todas las épocas, que comparten escenario (Los Ángeles), misterio, atisbo a las bambalinas de la industria del cine, amor enigmático, trama detectivesca e imaginación visual. Que su director se mira en el espejo de David Lynch es patente (Lost Highway, 1997), pero la historia del joven Sam, menos nerd de lo que parece, atisbando con sus prismáticos a su vecina Sarah (Riley Keough), que desparece subitamente tras una noche mágica de amor, la búsqueda en las fiestas y el mundo subterráneo (literalmente), el encuentro con personajes salidos de la imaginación del director –y antes, también, de otros–, es una fusión cinéfila que nace en Chandler, Hammett y sus adaptaciones, pasando por Brian de Palma y el citado Lynch.
A pesar de tal background documental, David Robert Mitchell se ha librado del fiasco, su filme tiene buen ritmo, los personajes y situaciones no carecen de interés y las concesiones al mundo paralelo –hasta posible–, incursiones en las profundidades más tenebrosas –aunque sea en el Observatorio Griffith– nos obligan a seguir la trama de misterio, desaparición y muerte.
La música es un elemento de gran protagonismo en el filme, y la banda sonora de Rich Vreeland es fiel reflejo de las influencias cinéfilas del director. Uno de los momentos que supone un intermezzo en la investigación, enigmático también en sí mismo, es la secuencia en que Sam se presenta ante el Songwriter (el compositor de canciones), interpretado por Jeremy Bobb, que es la mente maestra que hay detrás de todos los éxitos del pop –hasta de Smells Like Teen Spirit–, desde los albores del género, negando así toda la carga contracultural y de rebelión de las composiciones que parecían querer cambiar el mundo. El mundo del Silver Lake es el de los apartamentos con piscina, las aspirantes a cantantes-a- actrices-performers-prostitutas, jóvenes flâneurs y adultos viciosos, en una ciudad de ángeles que pocos pueden decodificar.
El cine chino ha vuelto a ocupar las pantallas del festival, en este caso en la sección Un certain regard, con Long Day’s Journey into the Night de Bi Gan, una película de amor, separación y búsqueda a través de los años, que ha ofrecido un bellísimo y encomiable despliegue técnico. La fotografía del filme y su última parte, en 3D, con un plano secuencia aparentemente sencillo, que busca el impacto de la visión y el recorrido de su protagonista, lejos de efectos fáciles, es totalmente acorde a la delicadeza y acierto de su realización.
Por otra parte, el coreano Lee Chang-dong (Poesía, 2010) adapta muy libremente el relato breve de Haruki Murakami Barn Burning, en un filme de dos horas y media. Burning es protagonizada por Jongsoo joven aspirante a escritor, modesto y frustrado, enamorado de una amiga de la infancia, que tendrá que compartir con un nuevo amigo de clase alta, guapo, simpático, buen tío, cool, y difícil de odiar. Sin embargo, el resentimiento macerado bajo la aparente comprensión y aceptación, encontrarán una vía de escape y expresión en el epílogo del film, que no desvelaremos. La alusión a William Faulkner, autor preferido del protagonista, y la inspiración en Murakami combinan dos diferentes aspectos de la gestión de la ira y la rabia, una realista y la otra posiblemente fantástica, que se reflejan en la impresionante interpretación de Ah-in Yoo como Jongsoo. Burning es una película que sobresale, proyectada a competición oficial y que merece un reconocimento.
La tercera película italiana que reseñaremos en estas crónicas del 71 Festival de Cannes, junto a Lazzaro Felice y Euforia es la de Matteo Garrone, Dogman, con la que acude por cuarta vez al certamen. Marcello Fonte encarna al peluquero canino del mismo nombre, que habita en un arrabal convertido en inframundo por el director de Gomorra. Inspirada en la historia real de Pietro de Negri –un peluquero canino que, en los ochenta, despachó al otro barrio al criminal local Giancarlo Ricci–, Garrone ha trabajado durante doce años en una idea que cristalizó a raíz de su encuentro con el actor Marcello Fonte, cuya humanidad y fragilidad eran idóneas para encarnar al protagonista, según sus declaraciones.
La fuerza visual del cine de Matteo Garrone proporciona en cada película un imaginario memorable, un refuerzo narrativo o pura narración incluso, desde la crudeza de Gomorra al medievalismo de El cuento de los cuentos. En esta ocasión no es menos, ya que la violencia halla su medio en los arrabales donde ciudad y naturaleza bastarda –más que salvaje-, usada, abandonada, enmarcan una microhistoria de breve recorrido, pero gran intensidad.
La debilidad del amable Marcello, un hombrecillo tranquilo y rutinario, plenamente integrado en su comunidad, es aprovechada por el iracundo gigante Simeone, un exboxeador de pocas luces, que le hace cómplice forzado de fechorías. La venganza del dogman tiene un doble papel, tanto sirve para librarse de la bestia que aterroriza al barrio, como para hacerse perdonar entre sus pares, recuperar su lugar en la fraternidad vecinal rindiendo un servicio a los demás, tras haber sido cómplice del bárbaro en un atraco a un conocido. Los últimos momentos del filme, con el primer plano de un Marcello exhausto, ya convertido en un David vencedor de su Goliat, son de un patetismo brutal, vacío, desencantado, al no hallar ese eco soñado, la reacción de alegría de unos compañeros inexistentes, ante la absoluta soledad de quien se cree un héroe, pero solo es un peluquero de perros apaleado.
La directora libanesa Nadine Labaki estrena Capharnaüm, lo que se supone una fábula política o un documento dramatizado sobre un niño cuya edad no conoce, y que pleitea contra sus padres por haberle dado la vida, una vida que es el infierno, arrastrada por las calles de Beirut, trabajando, pasando hambre y frío y sin siquiera haber sido registrado su nacimiento. Los intérpretes del filme son personas reales, no profesionales, destacando el niño protagonista, por el enorme peso que le corresponde. Conociendo a la Labaki de Caramel (2007), nos sorprendía el giro hacia el realismo brutal de su nueva película, que tiene factores de interés; sin embargo, la legitimidad de su denuncia (abandono, matrimonios infantiles, explotación…) y la descripción de la existencia de los niños en las calles carga excesivamente las tintas –a pesar de que la realidad aun es peor que esta ficción– en el sentimentalismo y apunta a nuestras emociones más sensibleras, sin poner ningún acento en el contexto político ni en las circunstancias que hacen posible situaciones que vulneran los derechos de los niños.
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