Por segundo año consecutivo, Woody Allen estrena filme en el Festival de Cannes, aunque si fuera por él, como comentó en rueda de prensa, Café Society también podría clasificarse como una novela. Situada en los años treinta, entre el Nueva York canalla y el Hollywood dorado, tan dorado como la magnífica fotografía de Vittorio Storaro, la película relata una historia de coming on age, protagonizada por Bobby Dorfman (Jessie Eisenberg), un inquieto chico judío que rechaza la tradición laboral familiar (joyería y gangsterismo), para probar suerte en la costa oeste, donde su tío Phil (Steve Carell) es un magnate del cine, agente de actores. Contratado como un upgraded chico de los recados, Bobby no solo vence las reticencias de Phil sino que gradualmente formará parte del mundo de sofisticación de sus sueños juveniles.
Naturalmente, hay una chica, y aquí es cuando la apabullante química entre Eisenberg y Kristen Stewart (Vonnie) invade la película y nos seduce como si de un filme propio de la época se tratara. Robert Taylor, Joan Crawford, Joel McCrea son algunas de las gotas que ese permanente dropping names que son las fiestas, partidas de golf y los infinitos actos sociales convertidos en oficinas por los que deambulan actores, productores y agentes.
Los cruceros a Catalina, los visones a lucir por contrato incluso en verano y el tour por las mansiones de Beverly Hills definen el contexto en el que Bobby y Vonnie viven una historia de amor nacida de la afinidad sin artificios, de las ambiciones reales, modestas y sinceras de dos jóvenes empleados de una fábrica de la que no se creen ningún sueño, como antítesis del mercado en que venden sus servicios, y que se refugia en pequeños bares, clubes, restaurantes y playas solitarias, para expresarse con libertad (y secreto), sin confundir nunca los grandiosos decorados de los estudios, las mansiones, jardines, piscinas y salas de fiestas con algo que no sea su trabajo. La experimentada Vonnie borra la venda que cubría los ojos de Bobby, haciendo esfumarse las quimeras alimentadas desde la niñez en una familia prosaica y tan realista como el olor a pollo hervido, ofreciendo un idilio casi perfecto, a no ser porque su corazón está compartido.
A partir de aquí, el enredo elegante, las idas y venidas de la dubitativa enamorada y el dolor llevado con dignidad y aceptación por Bobby, nos llevan de vuelta a Nueva York. Woody Allen personifica tradicionalmente California y la costa este, dotándolas de cualidades contrapuestas, la frivolidad, la sofisticación, la vacuidad y la ficción frente a lo intelectual, la cultura y la autenticidad, aunque en este caso la línea no sea tan tajante. Café Society es una historia de amor y desencuentro, de sueños rotos y enmendados, rehechos con seda y terciopelo, como útiles parches difíciles de disimular. La juventud y la frescura ausentes, los protagonistas desarrollarán una negociación con la vida a la que el director otorga un final que nos hace dudar si nos encontramos ante el Woody Allen cínico, el realista o el romántico.
Café Society convierte la metafísica en filosofía de la vida, las escenas familiares en el Bronx son el envés que actúa como divertido eco del literario narrador (el propio Allen), cuyas máximas se convierten inmediatamente en refranes y proverbios judíos, en una exégesis que transforma el néctar en repollo, que para eso las verdades que salen como puñetazos, en el cine del neoyorquino nos llegan solo… como bofetadas.
Rumanía está representada doblemente en la 69 edición del festival de Cannes, por Cristi Puiu (Sieranevada) y Cristian Mungiu (Bacalaureat), ambos en Sección Oficial, dato más que elocuente de la potencia de su cinematografía.
En la primera jornada, Cristi Puiu presentó un film de una duración de dos horas y cincuenta minutos, nada extraño para él, aunque resultara excesivo a algunos de los críticos espectadores. Este no fue de ninguna forma nuestro caso, ya que quedamos seducidos por la maestría y poder de seducción del director de Aurora (2010). Sieranevada comienza con una obertura de treinta minutos, compuesta por un plano secuencia inicial del que casi se nos excluye, unas escenas en plena calle que Puiu nos obliga a contemplar desde la otra acera, sin permitirnos distinguir con claridad a los personajes y su interacción. La siguiente concesión implica situarnos en el asiento trasero de un BMW en el que circula una pareja que discute sobre sus vacaciones, sin mostrarnos todavía por completo sus rostros, aunque sí percibimos el talante comprensivo del hombre, su sentido del humor y paciencia con su exigente esposa; descendemos del vehículo y los seguimos a escasa distancia hasta que entran en un edificio modesto, subimos las escaleras con ellos y entramos en un pequeño apartamento.
A partir de ahí, pasaremos dos horas y media con la familia que celebra una tradicional ceremonia fúnebre, a los cuarenta días del fallecimiento del anciano padre. Casi en tiempo real. Nuestra incursión en el exiguo espacio del recibidor nos permite atisbar tras las puertas entreabiertas y finalmente compartir el espacio con los numerosos miembros de la familia que acuden a honrar a su difunto. Puiu no hace concesiones al espectador, le obliga a ganarse su lugar en el piso, en la gran mesa donde los platos tradicionales entran y salen, la vajilla se traslada de un lugar a otro de acuerdo con las consecuencia que tiene la trama, para reunir o separar invitados, de acuerdo con los vaivenes, giros y descubrimientos narrativos que vamos conociendo y los derechos que adquirimos para poder reconocer a los diferentes miembros de la familia, sus vínculos y la jerarquía de su relación.
La sensación de confinamiento en un reducido espacio donde las puertas esconden pequeños grupos y subtramas, que en realidad alimentan nuestra necesidad de saber, de entender, no nos permite dejar de ser voyeurs, visitas sin derecho a réplica, quién sabe si personificaciones del gran ausente. Se nos permite desplazarnos entre los grupos, escuchar a los hermanos reunidos en la cocina, a las visitas intempestivas, las discusiones y los gestos cotidianos, para atraparnos en un discurso que repasa la intrahistoria de Rumanía con un oscuro y eficaz sentido del humor. Las personas, sus logros, su adaptación a la sociedad, los cambios políticos y los paralelos, transversales o tangenciales vaivenes en el ámbito personal se despliegan con la autenticidad y verdad de las revelaciones, con comprensión, ira y todas las peculiares formas de gestionar el duelo.
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