Comenzó la 51 edición del Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya con una de las películas más esperadas de esta edición: Suspiria, el remake que ha realizado Luca Guadagnino del clásico giallo de Dario Argento.
Aunque más que remake sería más apropiado hablar de relectura, puesto que lo que Guadagnino propone no es tanto una nueva versión como una variación cuyos objetivos argumentales y artísticos poco tienen que ver con la película de Argento. Hay algunas conexiones, claro, pero son pocas: la academia de baile, la recién llegada estadounidense, y la secta de brujas. Poco más.
De hecho, al contrario que Argento, a Guadagnino no le interesa para nada guardar el misterio de si la academia está dirigida o no por brujas: en una secuencia que entronca directamente con la tradición del grand guignol, y que de hecho ha provocado más de un mal de estómago a algún desprevenido, el director italiano despeja cualquier tipo de duda al respecto con no mucho metraje avanzado.
Más que entre las coordenadas de un giallo, esta nueva aproximación a Suspiria se mueve entre los márgenes de un cine donde el terror es el camino, no el fin en sí mismo como ocurre con la película de Argento. En otras palabras: a Guadagnino no le interesa dar miedo, sino usar el género como vía de expresión, que es algo muy distinto. Él utiliza el terror para narrar una alegoría acerca de la figura materna, con esa cueva de brujas en busca de la candidata perfecta para su aquelarre, en busca pues de la hija perfecta que ninguna de ellas tiene.
Esta diferencia de objetivos beneficia a la película de Guadagnino, que de esta manera sortea las odiosas comparaciones: la suya y la de Argento apenas guardan parecido y, por lo tanto, compararlas es un ejercicio fútil. Esta nueva versión, pese a que le sobran minutos de metraje, se alza como una película valiosa per se, y no en función del material en el que se basa, con grandes hallazgos en los campos de fotografía y dirección artística, y con un baño de sangre final que deja al espectador completamente helado en la butaca.
El mismo día de la inauguración del 51 Festival de Sitges, también pudo verse Climax, la nueva película de Gaspar Noé, otro de esos directores que se mueven como pez en el agua en el circuito de festivales, pero que luego en salas comerciales, al menos aquí en España, no dan casi nunca en el clavo. Climax es otra absurda película de Noé, como ya lo era su anterior Love, que se viste de pretenciosidad con complicados planos secuencia y con mensajes de vida impresos ocupando toda la pantalla, pero que al final no cuenta absolutamente nada. Pero nada de nada de nada.
Es difícil ciertamente armar una película tan vacía, y hay que reconocerle esto a Noé, pero la cosa es esta: toda la película es la descripción de una fiesta de un grupo de baile que se pasan con los alucinógenos y pagan las consecuencias de ello. Lo peor son los primeros 45 minutos en los que, simple y llanamente, los chicos y las chicas bailan y hablan y ya está: un insulto a cualquier forma narrativa mínimamente honesta. Sí, hay mucho virtuosismo técnico, pero ¿y? Es lo que tiene la digitalización del proceso de producción cinematográfica: cualquiera puede poner una cámara boca abajo y decir que es arte. Y Gaspar Noé es un especialista en hacerse pasar por artista, cuando no es más que un vulgar provocador sin discurso y sin nada, absolutamente nada que decir.
Clara, en cambio, ha sido la primera gran sorpresa del festival, y es una lástima que no vaya en sección oficial competitiva porque recoge el testigo de una película que dejó muy buenas sensaciones aquí, Otra Tierra. Se trata de una aproximación similar a la ciencia ficción, una mirada indie que utiliza este género para focalizar un intimista desarrollo de personajes. Como allí, en Clara los personajes miran constantemente hacia el cielo en busca de respuestas cuando, también como ocurría en Otra Tierra, las soluciones resulta que están aquí abajo, en nosotros, y esta idea es clave en ambas películas.
Clara propone una historia romántica que se va tejiendo poco a poco y que estalla en un último cuarto de hora de una potencia emocional indiscutible, rubricado además con uno de los desenlaces más hermosos que se han visto en cine en los últimos años. Indispensable desde cualquier punto de vista, pues.
La sección Òrbita, destinada a películas no fantásticas que colindan con el género, y que preferentemente está integrada por thrillers, es sin lugar a dudas la que en estos primeros días del festival ha propuesto las ideas más interesantes. Asher, por ejemplo, es un retorno a un tipo de thriller crepuscular bastante en desuso, basado en una progresión tranquila, sin sobresaltos espectaculares, que se centra muy poco en la acción y mucho más en las relaciones que establecen los personajes.
Operation Red Sea es, por otra parte, una hiperbólica cinta de acción a mayor gloria del ejército chino, algo que parece haber molestado a muchos como si la cinematografía estadounidense no lo hubiera hecho en numerosas ocasiones. La película narra una supuesta incursión de los soldados chinos en un país africano y supone uno de los actioners más vigorosos y sensacionales que ha dado el cine oriental en los últimos años. Básicamente, porque es una sinfonía sin apenas pausas en la que se suceden todo tipo de secuencias cada una más espectacular que la anterior. Hay de todo: tiroteos, francotiradores, persecuciones de coche, explosiones de bombas, por haber hay hasta una persecución de tanques. Es complicado no salir exhausto de la proyección de esta película.
Y también dentro de Òrbita se encuentra The Night Comes For Us, cinta de Indonesia que recoge el testigo de The Raid pero sube aún más la apuesta: si aquello era violencia salvaje, esto es hiper violencia extrema aún más salvaje. No creo que sea posible encontrar una película más brutal que esta en 2018… ni en muchos años antes. La capacidad de infringir lesiones en el cuerpo humano está explorada aquí de una manera atroz, sin escatimar ni la sangre ni la descripción visual detallada de los efectos de esta violencia.
El argumento es confuso, pero llega un momento en que importa bastante poco. Es el momento en el que la película, que es muy adictiva, enseña lo que realmente pretende: que cada pelea sea más brutal que la anterior. Y esto lo consigue con una imaginación letal, usando todo tipo de objetos como armas que golpean o se clavan en la carne. Y cuando digo todo tipo de objetos quiero decir exactamente eso, porque aquí las armas de fuego o las armas blancas son solo parte del juego: los personajes usan en sus peleas desde ganchos para sujetar piezas de carne en una carnicería hasta una cesta recogebolas de una mesa de billar. Verla para creerla.
Para acabar con el repaso de lo que ha dado de sí estos primeros días de Sitges 2018, dos películas muy esperadas que han llenado sesiones: Mandy y Under the Silver Lake.
Con Mandy llegó al festival una estrella del calibre de Nicolas Cage, algo no muy frecuente aquí. Más allá del fenómeno fan, no cabe duda de que la película que le ha traído a Sitges tiene su presencia plenamente justificada en el certamen: se trata de un revenge al uso al que Panos Cosmatos, su director, le imprime un look ciertamente fantástico en el sentido más literal de la palabra, con iluminaciones imposibles y efectos visuales que, en algún caso, recuerdan a los que utilizaba el malogrado Tony Scott en sus películas.
La poesía onírica de Mandy es bastante más evidente en sus primeros 75 minutos, antes de que el personaje interpretado por Nicolas Cage agarre todo lo que tenga a mano, motosierra incluida, para ejecutar su venganza. Pero los últimos 45 minutos son en cambio más divertidos, es la parte donde la película se deja llevar por una violencia no exenta de socarronería, como lo prueban los comentarios que el protagonista hace cada vez que uno de sus oponentes le hace un corte a su camiseta.
En cuanto a Under the Silver Lake, una gran decepción siendo la película que daba continuidad a la carrera de David Robert Mitchell después de la extraordinaria It Follows. Es justo destacar, eso sí, que la cinta acierta en varios aspectos, principalmente en el retrato de un Hollywood underground, el que pueblan aspirantes a actor y actriz que viven de alquiler en pisos empapelados con posters de películas antiguas, de ahí los continuos homenajes al cine clásico que van desde la música noir hasta las citas a James Dean o Marilyn Monroe. Tampoco carece de interés la idea de que todos estamos sometidos al imperio de la cultura pop que tiene nuestras vidas banalizadas y secuestradas, y en ese sentido la escena con “el compositor” se erige como la mejor de toda la película.
Donde fracasa estrepitosamente Under the Silver Lake es en intentar empaquetar todas estas ideas bajo un falso David Lynch. Aquí se le va la mano con escenas absurdas, diálogos más tontorrones aún, y una apetencia por lo inusual que, es cierto, le emparenta con el Lynch de Terciopelo azul en esa descripción de una realidad “normal” bajo la que subyace otra realidad “anormal”. El problema es que Under the Silver Lake jamás consigue producir en el espectador la fascinación por lo extraño que tan bien logra Lynch, con lo que el conjunto se deja ver entre el aburrimiento y la indiferencia más absoluta.
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