Dos nombres han brillado con luz propia en el tramo medio del 48 Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya Sitges 2015: Arnold Schwarzenegger y Kevin Bacon.
El nivel de interés de las películas que se proyectan en el festival ha decaído –y mucho- desde la publicación del anterior artículo. Parece como si el festival hubiera acumulado en el primer fin de semana la mayoría de platos fuertes, una percepción que no es nueva y que se ha repetido en demasiadas ocasiones.
De entrada, hay una serie de películas que apuntaban muy alto y que han resultado finalmente ser unas sonadas decepciones. Es el caso de The Demolisher (Gabriel Carrer, 2015), que se abonaba al masivo homenaje al cine de los años 80 que estamos viviendo en Sitges, en este caso desde la perspectiva del sub-género del justiciero urbano. La verdad es que eran malas aquellas películas, y sin embargo preferibles a esta reencarnación que no acaba de asimilar lo que de sucias y fachas tenían.
Aquí, como allí, el justiciero tiene una motivación noble (su mujer, expolicía, está gravemente enferma por culpa de la paliza que le dieron en la calle), pero las similitudes terminan ahí: escenas costumbristas a montones, planos de rostros tristes, justificación personalista y casi poética del individuo, todo muy moderno, muy cool, y muy aburrido. Nada que ver con el modelo que imita.
Otra decepción es Night Fare (Julien Seri, 2015), que se nos había vendido como “una versión de extrarradio de El diablo sobre ruedas”, pero que en realidad solo esconde un velado homenaje al clásico de Steven Spielberg, homenaje enterrado en medio de una irritante pretenciosidad estética y de un guion vacío y hasta ridículo. También decepcionó la surcoreana Office (Hong Won-chan, 2015), que prometía un festival de horror de esos que a los coreanos les gusta tanto, y se queda en un mediocre thriller sin apenas fuelle para enganchar al espectador.
Una película de la que no acabo de entender muy bien la cálida acogida que le ha dispensado el público del festival es la española El cadáver de Anna Fritz (Héctor Hernández Vicens, 2015). Lo digo porque a) no ofrece nada nuevo que, a priori, no haya visto ya el asiduo a Sitges; b) lo que ofrece está lastrado por un guion muy frágil, plagado de incoherencias y agujeros negros; y c) todo el conjunto está rematado (literalmente) por unas interpretaciones espantosas de sus tres protagonistas masculinos, aunque una mención aparte merece Alba Ribas, que lo da todo protagonizando a la muerta que no está tan muerta y que acaba aguantando ella solita todo el peso de la película.
Respecto a las estrellas del festival, estos días ha brillado con luz propia Arnold Schwarzenegger con Maggie (Henry Hobson, 2015). Es, sin duda, una de las propuestas más sólidas de la sección competitiva, una inteligente vuelta de tuerca a la temática zombi que es tratada aquí como una enfermedad, mostrando el dolor de la progresiva transformación de la protagonista en una muerta viviente. Una película triste, de color ceniza, en la que Schwarzenegger da lo que puede de sí que, sin ser mucho, sí es suficiente para no estropear el conjunto.
Pero la película que ha dejado literalmente helado al Auditori de Sitges es Green Room(Jeremy Saulnier, 2015), que demuestra que aún es posible conseguir un thriller electrizantepartiendo de modelos clásicos. En este caso, partiendo de Asalto en la comisaría del distrito 13 (John Carpenter, 1976), película de la que hereda no solo algunos puntos argumentales (el encierro en un espacio atacado desde el exterior) sino sobre todo una exquisita afección por la tensión continuada atravesada por momentos de una violencia seca y contundente. Anton Yelchin, que hace un año aquí mismo en Sitges defraudaba con Burying the ex (Joe Dante, 2014), compone en esta ocasión un personaje memorable superado por los acontecimientos, aunque la talla y la elegancia de un Patrick Stewart reconvertido en ideólogo nazi es absolutamente sorprendente: es verle la cara, verle la mirada, y dan ganas de salir corriendo de la sala.
Y acabo con otra presencia magnética, la de Kevin Bacon en Cop Car (Jon Watts, 2015). Bacon es de esos actores que llena la pantalla sin hacer absolutamente nada, lo cual viene muy bien a esta historia de dos niños que cometen la travesura de robar un coche patrulla de la policía para darse un paseo, un coche que alberga en su maletero una sorpresa muy comprometedora. Con ribetes de Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986), la cinta podría ahogarse en su anécdota principal aunque sale airosa del reto gracias a su sencillez expositiva (va al grano, su duración no llega ni a los 90 minutos reglamentarios) y, he de insistir, gracias a que Kevin Bacon puede con todo.
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