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«El segundo acto», entre la realidad y la ficción

En Cine y Series 15 mayo, 2024

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

Tras una inauguración en la que brilló por su discreción y profesionalidad la actriz Camille Cottin como maestra de ceremonias, tomando el relevo de la empalagosa Virginie Efira, y todavía impactados por la magnética presencia de la homenajeada Meryl Streep, que recibió de manos de una sobreactuada y bochornosa Juliette Binoche su Palma de Honor, fue Quentin Dupieux el encargado de levantar el telón del 77º Festival de Cannes con su comedia El segundo acto (Le deuxième acte, 2024).

Protagonizada por Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y Raphäel Quenard, la última película del director de Yannick (2023), vuelve a contar con su joven protagonista en una historia que como una serie de cajas chinas explora la multiplicidad meta-textual de su propio discurso. Precisamente, es el talento de los cinco actores, incluyendo a Manuel Guillot, el camarero del restaurante que lleva por nombre el del título de la película, el que la empuja con un brío que a veces desfallece, pero que así y todo nos seduce. El placer de verlos «representar» y añadir otra dimensión de la realidad, la de estar viendo actores reales con su trayectoria (y encasillamiento) interpretando a otros profesionales que creemos tan diferentes a ellos, y a la vez ser sus personajes, es una baza bien jugada por Dupieux, incluso si algún gag resulta demasiado previsible.

El segundo acto. The Second Act.

En esta «película hablada», las conversaciones entre los actores que ruedan la película se deslizan del guion a la improvisación y de ahí a la «realidad», para cruzar las sagradas líneas rojas de la corrección política y la cancelación con la consiguiente reprimenda (eso no se puede decir en un película, otra cosa es una conversación privada) y es donde el director muestra sus cartas, denuncia por ejemplo que la homofobia y la transfobia no se han superado, aunque se asuman los códigos de inclusividad. Dupieux no deja ninguna faceta del oficio sin tocar: la fragilidad de los actores, sus ambiciones y necesidad de trabajar en roles alimenticios cuando en realidad aspiran a trabajar con Paul Thomas Anderson, las envidias, zancadillas, peajes personales por entregarse a una profesión demandante, el pánico escénico y como colofón, una pirueta distópica.

Cuando nos percatamos de que el director del filme que ruedan es una entidad virtual, que la Inteligencia Artificial está escribiendo y realizando un filme, dando indicaciones a los actores y que estos atienden absortos mirando la pantalla de un ordenador portátil sostenido por un asistente, avanzamos un paso más en el siniestro futuro del cine. Verlos asentir, agradecer con satisfacción los elogios y preocuparse sinceramente por las críticas, despidiéndose sin posibilidad de debatir o cuestionar las directrices, quizás no esté tan lejos del presente. El propio oficio actoral y su trascendencia es puesto en cuestión por los familiares de los actores, que a través de la madre —conversando por el móvil mientras opera a corazón abierto— y la hija —comparando la normalidad de la profesión de los padres de sus amigos con la de Florence (Seydoux), encarnan un ejercicio de irónica autocompasión.

Sin que lleguemos a apreciar ninguna transgresión digna de ese nombre, El segundo acto es una película principalmente amable, como un Buñuel desactivado, donde los personajes caminan con paso decidido mientras hablan, sin que conozcamos su destino, en el gran plató de la naturaleza, donde una escena similar podría explicarse tras un percance con su coche, por ejemplo. La discordancia entre sus actos y su contexto, en el que los sentimos aislados, como si un foco los destacara en un camino o un prado, pero también cuando llegan al restaurante donde nada sale como se espera —el trac del actor-camarero le hace verter el vino en una interminable escena, Willy (Quenard) sangra por la nariz y David (Garrel) comenta la escena con los figurantes— sirve a Dupieux para plasmar esa marca de la casa que consiste en el extrañamiento. Nadie está donde debe estar, aunque lo aparente, y lo extraordinario se normaliza. En este juego de identidades y realidades, que también apuntaba en Yannick, el director va un paso más allá, verbalizando a través del diálogo encabezado por David una teoría sobre la ficción y la realidad, donde él defiende la posibilidad de que la estemos nombrando mal, confundiendo que lo que representamos también es verdadero, mientras que Florence dictamina que La realidad es la realidad y punto.

El segundo acto está repleto de ideas que emergen y desaparecen, algunas desarrolladas y otras apuntadas, con un estilo inconfundiblemente propio, tanto en cuanto al particular concepto de la comedia, como al distanciamiento —y lo que algunos críticos denominan surrealismo—, mientras que su estructura, perfecta, se cierra con un magnífico y larguísimo travelling que nos muestra los raíles casi infinitos sobre los que se desliza la cámara a lo largo de un prado. El foco ahora no está en la escena, los protagonistas no son los actores ni el paisaje, sino el envés del tejido, al descubierto en su pura desnudez y sin ruido.

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