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Cultura

El jardín de la crítica al Almodóvar que se bifurca

En Hermosos y malditas, Cultura 23 abril, 2019

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

En las fechas en las que escribo estas líneas, el último filme de Pedro AlmodóvarDolor y gloria, ha sido seleccionado para competir por la Palma de Oro en la 72 ª edición del Festival de Cannes. La calificación media otorgada por críticos, espectadores y connaisseurs en plataformas del tipo IMDb es similar al de las mejores obras de Andrei Tarkovsky o Béla Tarr y muy superior a la media de las obras de Mankiewicz, Hawks o Mizoguchi.

La cinta gira alrededor de los recuerdos de un prestigioso director que se encuentra «malamente» justo en lo que parece el ocaso de su gloria, entre una infancia que son recuerdos de una cueva de Paterna y cierto bloqueo artístico (un tema, este del writer block, muy recurrente), en medio de una serie de problemas de salud (de no excesiva gravedad, todo sea dicho) aliviados por el poder salvífico del arte de la literatura. Dejando a un lado la caracterización de Antonio Banderas como Salvador Mallo (pretencioso nombre divino, por cierto, muy distinto a Guido Anselmi,  como alter ego del director) y la solvente fotografía de José Luis Alcaine, Dolor y gloria no sólo carece, según lo veo, del mínimo interés argumental sino que se adentra en ese tipo de exhibición herida en primera persona cuyo peor exponente filosófico serían las insoportables confesiones de Jean Jacques Rousseau (tan alejadas de las diatribas contra la vanidad de los moralistas franceses del siglo anterior) o los desahogos típicos de las insufribles redes sociales del tipo Facebook.

Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019)

El abandono de los hallazgos de la energía underground en territorios temáticos inexplorados, que hubo de consagrarle como director, la ausencia de humor negro, la pomposa seriedad de su auto-acercamiento, la falta de autocrítica, (¡ya no de una sana irreverencia o auto-parodia!), la afectación culti-herida que traslucen algunas escenas (Anagrama de bolsillo bajo la mesita de noche, libros de Antonio López con el lomo hacia la cámara, and so on) los tics más evidentes del narcisismo identitario postmoderno, una mala puesta en escena tan alejada de films como Yo maté a mi madre o Mommy —los semiautobiográficos acercamientos a la madre del talentoso Xavier Dolan— y un largo etcétera hacen de Dolor y gloria una mala historia dentro de una mala película, o, al menos, una película fallida de la que sólo se salvan los minutos iniciales y acaso algunos pasajes de la reconstrucción subjetiva de la figura de la madre.

El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950)

¿Qué ha visto en ella la crítica que algunos somos incapaces de ver? La película no encaja dentro del género de cine dentro del cine (género posiblemente llevado al cenit por Minnelli y que resurgió en los 90 con tres obras maestras: The Player (Altman, 1992), Barton Fink (Cohen, 1991) o Boggie Nights (Thomas Anderson, 1997); tampoco es un biopic (el Pasolini de Ferrara o el Ed Wood de Burton) ni la reconstrucción del particular pináculo vital de un director de cine (donde destacaron recientemente el Eisenstein in Guanajato de Greenaway o La sombra del vampiro de E. Elias Merhige)  sino, me temo, ese cine confesional en el que se movió magistralmente el Otto e mezzo de Fellini (ni siquiera la Stardust Memories de Allen) y si la comparamos con cualquiera de ellas la película me parece peor que mala y ya no sólo estoy persuadido de que se trata de una pésima metedura de pata, de un producto bochornoso, de una sonrojante caída en el más espantoso de los ridículos, sino de que, como expresión de un tipo de deriva cultural más integral, el calor con el que ha sido acogida habrá metido a gran parte de la crítica cinematográfica en un jardín del que le va a costar mucho salir.

¿En qué estado se encuentra la crítica hoy? ¿Qué coste tiene para un crítico decir –como leía hace poco– que el cine de Nuri Bilge Ceylan es soporífero? ¿Perderá lectores? ¿Se trata de la extensión de ese fenómeno que Sánchez Cuenca calificaba con bastante criterio de «desfachatez intelectual»? ¿Resulta esta suerte del nietzscheano empujar lo que cae o soplar lo que sube una posición afín a las tendencias cortoplacistas de nuestro mediocre espectro político, al temor a perder posiciones de privilegio en un país con un 30% de paro estructural, a la desaparición de la crítica negativa en los suplementos literarios, a un terreno fangoso bajo el que se pueden distinguir, según me parece, las raíces de problemas culturales más generales, o los cimientos de los cenadores donde se ahogan luego con buen vino problemas relacionados con la idea más extendida de cultura que subyacen, a su vez, a las tendencias más desagradables del ejercicio de la crítica cinematográfica profesional: parcialidad, mamoneo, complejos personales, mala formación, elementos extracinematográficos, o, al menos, elementos extraños al valor intrínseco de una película? ¿Estarán aplaudiendo el abandono de los rasgos típicos de su cine anterior? ¿Es porque el sufrimiento, el dolor, se considera incluso más allá de la Semana Santa, una virtud? ¿Era la exhibición del dolor de Salvador/Pedro un argumento ad misericordiam? ¿Es el aplauso de la crítica un encomio de la normalidad por parte del nuevo, o no tan nuevo arbiter elegantiæ de Petronio?

Todo tiene mala pinta porque, para acabar de desembrollar el borgeano título en el que yo mismo he caído (merced a una enfermedad del espíritu de la que ahora mismo daré cuenta), aclararé que, en mi opinión, Almodóvar está en medio de lo que en el ámbito de la crítica literaria inglesa se conoce como síndrome de Lawrence, un mal cultural que consiste básicamente en el intento de elevación de uno mismo hacia un referente cultural que se considera más distinguido, esto es, en el abandono de una serie de estilemas literarios (en el caso del guion) muy personales o de los rasgos identificativos singulares (en la elección temática) de una práctica artística a cambio de una idea preconcebida acerca de en qué consiste el referente canónico de la misma y del lugar que uno está destinado a ocupar en él. Cuando eso sucede los fantasmas de Diderot, GrimmAddison y Steele aúllan tras la cortinas negras del vestidor del gran ágape.

El príncipe y la corista (Laurence Olivier, 1957)

Se debe a Kant, como es sabido, el célebre giro en la comprensión de la moral: lo que hace a un acto bueno o malo es la voluntad del sujeto y no la objetividad de los hechos, dicho de otra forma, si el Ku Klux Kan dona fondos para una clínica de planificación familiar de ciudadanos negros, el acto es moralmente monstruoso. Es posible que algún crítico haya tratado de redimirse. El síndrome Lawrence no sólo afecta a los autores sino también a los espectadores y a los críticos, y se manifiesta cada vez que alguien dice algo tan absurdo como que el libro siempre es mejor que la película o que una adaptación nunca debe traicionar al original. Quizás para evitar malentendidos, sea necesario abrir un sinnúmero de paréntesis: me encanta el cine de Almodóvar, no le tengo ninguna antipatía personal, más bien al revés, me encanta que los directores y actrices españoles triunfen en un mundo, el cinematográfico, a menudo carente de inteligencia, honestidad y singularidad, cualidades que pronto distinguí en un director muy original, afortunadamente empeñado en contar con una voz muy personal historias que, al menos aquí, jamás habían sido contadas.

Si Dolor y gloria es el síntoma de un síndrome que toma su nombre del excelente (y algo afectado) actor inglés famoso por su soberbias interpretaciones de personajes de Shakespeare, estaríamos, efectivamente, ante una bifurcación en los senderos de la carrera cinematográfica de un director que lleva más de veinte películas en su haber. En sintonía con el síndrome King Kong, por el que la psicología de los años 70 explicaba la atracción de mujeres hermosas por intelectuales (al modo de Arthur Miller y Marilyn Monroe), el de Lawrence nos lleva a un compromiso con la parte que consideramos (o que los demás consideran) más elevada de nosotros mismos.

Y es curioso, caigo ahora, que sea El Deseo el nombre de la productora, y que se defina precisamente el deseo humano, de acuerdo con el antropólogo René Girard, siempre en términos del Otro, esto es, opuesto al deseo según uno mismo. Como la vida humana presenta una estructura narrativa basada en su naturaleza teleológica, al final, toda vida pueda ser leída, pero puede ocurrir (como de hecho ocurre así) que esa narración no sea espontánea ni naturalmente nuestraDon Quijote quiere ser lo que ha leído, Julian Sorel quiere ser Napoleón, Emma Bovary desea a través de las heroínas románticas: las obras mediocres devoradas durante su adolescencia han destruido toda espontaneidad… ¿Y no tomó el personaje de Stendhal (Sorel, otra vez) justamente del dichoso libro de las Confesiones que arriba ya cité, el día que quiso entrar al servicio de los Rênal, el deseo de sentarse desde entonces en la mesa de los señores y no en la de los criados?

Hubo un momento (apuesto a que fue durante el acabado del guion de La mala educación) en que la carrera de Almodóvar se bifurcó: de un lado, estaba la posibilidad de seguir (renovándola si hubiera querido) la senda del melodrama o de la comedia transgresora, de otro surgiría la tentación por un cine que algunos llaman, con mucha impropiedad, cine culto, esto es, un tipo de cine de autor, que en el subgénero más específico que tratamos aquí sería (cine del autor). La expresión cine intelectual es un pleonasmo puesto que a diferencia de profesiones igual o más dignas (la de carpintero, la de albañil) el quehacer cinematográfico no es una actividad manual… El día que decidió decorar su última película con el sustantivo «gloria» Almodovar ya había ganado dos Óscar, había sido presidente del jurado del Festival de Cannes, además de haber obtenido la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (1998), y el honoris causa por las universidades de Harvard y Oxford.

Fellini, ocho y medio (8½) (Federico Fellini, 1963)

Pero su cine relativo a la gloria (la primera parte de la yuxtaposición o doble leit motiv) no es meta-ficcional en el sentido que le quiso dar Philip Glass o Linda Hutcheon. La intención de ¡Pedro! no es la de Girondo o Vila-Matas. Tampoco hay una voluntad formal, por ejemplo, la del uso de elementos anacrónicos (del tipo del cierre de diafragma de El pequeño salvaje de Truffaut). Para algunos de nosotros habría sido interesante el final simulado, la metalipsis brechita, el juego intertextual, auto-referencial si se quiere así, en un filme «en el otoño de su carrera», por decirlo de forma cursi, (como algunos creen que se hace poesía elevada). Julieta ya estaba plagada de name droppings, citas rebuscadas, recursos pretenciosos; se movía allí, Almodóvar, con la misma torpeza con la que Stephen King (el genial autor de obras maestras como It o El resplandor) trató de escribir, en medio de su particular síndrome Lawrence, lo que entendía por literatura seria ¡como si Poe, Lovecraft, o su mismo Salem’s Lot tuvieran algo que envidiar a las mejores líneas de Cormac McCarthy!  Creo que Almodóvar ha escogido un camino espúreo-culty que lo alejará de su cine genial, del más singular (Tacones lejanos, Mujeres al borde de un ataque de nervios), pero sobre todo, nos privará de la madurez de ese cine singular que ya apuntaba en sus estupendas VolverTodo sobre mi madre, películas, por cierto, que triunfaron en los Oscar y en el mismo Festival de Cannes.

Creo que el problema de la crítica con Almodóvar es que siempre se ha regido por elementos extracinematográficos. Tengo  a ¿Qué he hecho yo para merecer esto? por una obra maestra, una de las mejores películas del cine español. Es verdad que prefiero el cine de Víctor Erice, pero un crítico honesto tiene que reconocer la calidad allá donde esté y diré que Almodovar es un director imprescindible, un autor de magníficas películas cuya progresión se ve impedida por una suerte de complejo relativo a la intelectualidad y la cultura; es más, creo que a Almodóvar le sale genial un cine en el que no le gusta reflejarse: el de cronista (los primeros minutos de Dolor y gloria, en los que sale Rosalía, y el resto de flashbacks me parecen estupendos) el del realismo de lo no convencional.

¿De verdad que un crítico serio no tiene nada que decir a las continuas paradas dramáticas, en el peor estilo de las series del tipo Antena 3, de todo el elenco de actores? ¿Es normal que un director haga al público emocionarse y aplaudir su propio texto, como ocurre en la escena del insufrible monólogo de Adicción? ¿Se puede decir que Asier Etxeandia parece que esté en una función del colegio, que Julieta Serrano merecía unas líneas divertidas, que Raúl Arévalo está completamente desaprovechado?

¿Se puede decir que si el niño se cae del sofá en mitad de una escena hay que repetir la escena o es que ya todo vale? El de intelectual es un adjetivo peligroso y la cultura tiene usos perniciosos.

Hermosa: escena inicial de Dolor y gloria.

Malditas: pompas.

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