En septiembre de 1975, Pink Floyd dio a luz Wish You Were Here, una de sus eternas e indiscutibles obras maestras.
Cuenta la leyenda, porque en grupos como Pink Floyd son imprescindibles, que mientras la banda remataba “Shine On You Crazy Diamond”, unos dicen que el 5 y otros aseguran que el 7 de junio de 1975, un tipo abiertamente orondo y sin un pelo en la cabeza entró en los estudios de Abbey Road y se sentó a mirar sin que nadie supiera quién diantres era. El fantasma de las navidades pasadas de Pink Floyd. Aunque Roger Waters se haya empeñado alguna vez en pulir la mística de una canción cuyo juego cabalístico puede combinarse con facilidad hasta llegar a SYD, testigos de aquella visita aseguran que el músico lloró psicodelia al reconocer en aquel ser inerte a Syd Barrett. Invitado a abandonar la primera fila del grupo años atrás, tras su salida de la formación y un par de incursiones en solitario, sus problemas mentales (agravados por el abuso de sustancias ilegales) acabaron por recluirle en casa de sus padres.
Así empieza la que es probablemente la intrahistoria más poderosa de un disco que estos días cumple 40 años. Una subtrama que, en realidad, adquiere cariz de hilo principal en el momento en que Pink Floyd decide bautizar su noveno disco como Wish You Were Here. Otras leyendas menos favorecedoras mencionan que ningún miembro del grupo volvió a ver a su excompañero Barrett después de aquella visita. Y tampoco es que el exguitarrista de Pink Floyd tuviera una agenda muy exigente: en sus primeros años, básicamente consistía en estar en su casa de Cambridge comiendo chuletas de cerdo mientras intentaba descifrar el laberinto de los surcos de su corteza cerebral.
La visita de Barrett encarnó la frustración y desencanto vital en un disco que, de facto, ya se bañaba en ambas densidades sin demasiada preocupación por arrugarse al final del día. Tras el éxito millonario de The Dark Side of the Moon, y cada vez más decepcionados con la industria discográfica, sobre todo Waters, Pink Floyd era entonces un enigmático desafío. Incluso para los que estaban dentro de la gran máquina. Era, más o menos, la época en la que John Lydon lucía camisetas con un lema difícil de malinterpretar: I hate Pink Floyd. Aunque ahora ya no les odie.
Había que ser idiota para decir que no te gustaba Pink Floyd, tal cual lo contaba el cantante de Sex Pistols y líder de PiL. La banda británica sobrevivía en la dicotomía kamikaze de llenar estadios y publicar discos de tres cuartos de hora condensados en 5 canciones, que en realidad eran 4 pero podían terminar desdoblándose en 12. Las 9 partes de la incognoscible “Shine On You Crazy Diamond”, partidas por las dos caras del LP, eran lamento y provocación. A la vez. En esencia, un milagro desplegable de casi 26 minutos en los que se encadenaban ambientes con la misma naturalidad con la que Pink Floyd mezclaba la guitarra bluesy y el sintetizador (el EMS Synthi AKS) de David Gilmour y el VCS3 de Waters y Richard Wright; el saxo epitáfico de Dick Parry en la primera parte y los dedos húmedos sobre los bordes de copas de vino del inicio. El puzzle infinito de “Shine On You Crazy Diamond” lo convirtió en una obra maestra.
La canción es, además, y lejos de la literalidad lírica de “Wish You Were Here”, el mayor homenaje a Syd Barrett. Las letras de Roger Waters, diseminadas a lo largo de esos más de 25 minutos, encapsulan un tributo más velado y menos obvio. Y, por eso, mayor, en tanto en cuanto no es tan sencillo para el extraño apropiarse de la canción. En “Shine On You Crazy Diamond”, Waters se dirige a alguien que es leyenda y mártir a la vez, profeta y prisionero al mismo tiempo: alguien que, como Barrett, brilló como el sol, pero descubrió el secreto demasiado pronto. Y le pide que brille, a pesar de que su mirada ya sólo son dos agujeros negros; habría que vendarse los ojos y taparse los oídos para no creer que es a Syd Barrett a quien se lo suplica.
Ante la inmensidad de “Shine On You Crazy Diamond” se erguían tres tallas más humildes, aunque su ofrenda a la pira conceptual del disco es igualmente indiscutible. “Welcome To The Machine” y “Have A Cigar” se articulan en el gran engranaje ideológico de un LP que, más allá de la famosa portada de Hipgnosis con el hombre envuelto en llamas, recogía en la galleta del disco toda su esencia: dos manos mecánicas enlazándose con los cuatro elementos como testigos. Sólo “Wish You Were Here”, desde su perfección formal, consiguió hacer sombra a la gran construcción, y lo hizo alcanzando categoría de himno sin renunciar a nada. La guinda del grito de desesperación más elaborado de Pink Floyd, uno de los vástagos más perfectamente concebidos por un matrimonio en permanente proceso de separación, como dijo Rick Wright.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!