La pantalla, sea de tela o de led, es bastante eficaz a la hora de filtrar sensaciones tomadas de entre el cúmulo de historias que nos va sirviendo en bandeja a lo largo de la vida. Lo que siempre nos ha transmitido sobre William Hurt es una suavidad nada estridente, teñida de elegancia y oportunidad. Una línea recta y correcta. Y eso tiene mérito hablando de alguien que gustaba de sumergirse en personajes cuando menos ambiguos, a menudo marionetas del destino a los que les faltaba quizás un punto de antipatía para llegar a antihéroes. Para la gente que recordamos los 80 como la primera década de cine de nuestra vida, William Hurt estaba en el pináculo donde se reunían un selecto grupo de acaparadores de películas. Pero a diferencia de otros, él no se hacía cansino.
Dicen que a Hurt lo descubrió otra alma por libre de la industria, Ken Russell, en una película menor como Un viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, 1980). Pero un Russell menor no deja de ser Russell ni de estar desprovisto de hallazgos. Y polémicas, este primer Hurt alrededor de los experimentos regresivos de un profesor universitario que lo llevaban al estado de simio e incluso de protoplasma (muy originales efectos especiales), contenía tontería y genialidad a partes iguales, y no dejó indiferente a casi nadie. Pero había que ver al actor en un entorno que no lo encapsulara tanto. En su siguiente película, la intrigante El ojo mentiroso (Eyewitness, 1981), nuestro hombre demostró que su normalidad era diferente al resto, y su presencia entre tranquila y expectante era como un metrónomo alrededor del que parecían moverse el resto de sus compañeros de reparto.
Fuego en el cuerpo (Bodyheat, 1981) era uno de estos intentos que surgen cada década para resucitar la atmosfera del cine negro clásico, sin que se colara entre ella el olor de naftalina, pues este remedo de Perdición (Double Indemnity, 1944), solo dejaba espacio al sudor. Con los mimbres con los que contaba, el morbo era la dirección correcta a seguir, aunque a ratos quitará el foco de atención de una historia muy bien hilada. En ella, Hurt descubrió a Lawrence Kasdan, que debutaba como realizador tras guionizar los últimos exitazos de Steven Spielberg y George Lucas, y con el que volvería a colaborar siete años después. Aquí supo moverse como pez en el agua simplemente haciendo el pelele siguiendo los pasos de una deslumbrante Kathleen Turner. La película acabaría encumbrándolo durante una década, al igual que a Turner, y le brindó personajes aún más complejos, como el Arkady Renko de la intriga político-policial Gorky Park (1983).
El beso de la mujer araña (Kiss of the Spider Woman, 1985), Hijos de un dios menor (Children of a Lesser God, 1986) y Broadcast News (1987), fueron 3 dianas consecutivas que lo situaron en la cima, como estandarte de una generación donde descollaban Mickey Rourke, Michael Douglas o Tom Cruise, y sus contrapuntos británicos Anthony Hopkins o Jeremy Irons. Pese al lastre de un escenario casi único, su composición del escaparatista homosexual Luis Molina, encarcelado junto al preso político que encarnaba Raúl Julià, le trajo un Oscar bastante merecido. Los otros dos films fueron lo más mainstream a lo que se atrevió Hurt como protagonista, pero servidos en un envoltorio de calidad, critica y reivindicación. En 1987 William Hurt era tan conocido y celebrado como De Niro, Hoffman o Nicholson, y sin dar la sensación de haber tocado techo.
La adaptación cinematográfica de El Turista accidental (The Accidental Tourist, 1988), volvió a reunirle con Lawrence Kasdan y con Kathleen Turner. Pese a ser menos redonda que Fuego en el cuerpo, gozó de aceptación, prestigio y algún que otro premio grande, y también supuso el punto donde Hurt empezó a preguntarse si su carrera marchaba en la dirección correcta, si merecía la pena el paisaje para tanto esfuerzo realizado.
Quizá por ello sus preferencias cambiaron en la década siguiente. Rechazó el papel que cogió al vuelo James Caan en Misery (Misery, 1990), para aceptar un personaje poco agradecido en un Woody Allen menor (Alice, 1991). Inmediatamente después se embarcó en la que pretendía ser la aventura definitiva de Wim Wenders, Hasta el fin del mundo (Until the End of the World, 1991), una historia acerca de una huida a ninguna parte y unos dispositivos capaces de grabar los sueños. A ratos fascinante pero demasiado lastrada por su idea principal, acabó marcando otro descenso desde la cumbre, el de su director.
Una vez cambiado el rumbo, Hurt empezó a dosificar minutos y esfuerzos, embarcándose únicamente en proyectos que le motivaran. Pasó a ser secundario de lujo, de los que lustran el conjunto con dos caídas de cejas o una mirada sugerente o agresiva. Aceptó los compromisos comerciales justos para vivir con desahogo (Lost in Space, 1998), se lució en proyectos ambiciosos como Dark City (1998) y A.I. Inteligencia Artificial (2001), compensando de alguna manera a Steven Spielberg por haber rechazado su oferta para Jurassic Park (1993), donde fue a sustituirlo Sam Neill. Finalmente lo bordó en los momentos precisos, sacando oro de sus contadas apariciones en Una historia de violencia (A History of Violence, 2005), uno de los títulos más redondos de David Cronenberg. La industria que parecía tenerlo ubicado en un archivo de objetos perdidos, se devanaba los sesos sobre como usarlo mejor, sin darse cuenta que nunca tuvo demasiado control sobre él.
En algún momento del camino se dejó tentar por la mastodóntica franquicia Marvel, que cada X años lo requirió para rellenar minutitos de celuloide en la piel del general Thaddeus Ross, y recordar a la gente que no solo seguía vivo sino que sin estridencia alguna, podía comerse a cualquiera de sus compañeros de reparto, aunque entre ellos figuraran auténticos maestros roba escenas.
Hoy que se ha ido, nos queda una sensación de haber disfrutado muy poco de la madurez de William Hurt en pantalla, y eso que de esto ha habido y bueno. Su intervención en el triptico La desaparición de Leonor Rigby (The Disappearance of Eleanor Rigby, 2014) o su fantástica caracterización como Henry Paulson, uno de los principales responsables del crack financiero de 2008, en el telefilme Too big to fail (2011), son dos buenas muestras de ello. Allá donde ha estado, la suma de su parte ha mejorado al todo. Y para cuadrar mejor el círculo, sin necesidad de hacer nada realmente extraordinario.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!