La sala principal desde la que se gestiona Westworld es una suerte de centro de mando espacial circular, cuyo contorno está pintado de rojo sangre; es un croma que contrasta con el resto del complejo operacional, donde los grises y los negros son moda entre arquitectura y vestimenta.
En el centro de la habitación, un mapa tridimensional detalla cada movimiento en el parque temático alla western en el que los huéspedes, quienes pagan varios miles de dólares por asistir, pueden convivir por un día con robots diseñados para contar historias.
En realidad, las historias las escriben los guionistas del parque y los robots tan solo se mantienen fieles a ellas en tanto que los invitados no alteren las posibles ramificaciones de sus tramas. Es decir, que si un humano decide cargarse a un camarero robot, la prostituta artificial rubia ya no podrá flirtear con él para poner celoso a su novio más adelante en la jornada.
Es algo contra lo que luchan en los parques temáticos actuales, donde las atracciones deben mantenerse fieles a argumentos lineales porque la interacción humana todavía es demasiado complicada como para proponer una inmersión completa que, además, cuente con un storytelling atractivo.
O en los videojuegos, acaso el medio más cercano a lo que propone la premisa sci-fi de Westworld. Este mismo año, Hello Games estrenó “No Man’s Sky”, en el que los jugadores pueden explorar nuevos planetas y descubrir especies de animales nunca antes conocidas por el hombre. El universo está diseñado por un algoritmo, pero entre la inmensidad de ese artificio hay vínculos narrativos escritos por los guionistas del juego. Un explorador que estuvo en ese planeta previamente, una guerra entre dos civilizaciones extintas…
El problema que encierra la proposición de “No Man’s Sky” es que exaspera. Encontrar esos pedazos de historias es mucho más difícil de lo que es abrir Netflix y empezar una nueva temporada de Battelstar Galactica. La balanza entre tiempo invertido y recompensas —al menos recompensas narrativas y no mera interactividad con un algoritmo impersonal— no merece el tiempo de muchos.
Lo cual explica el éxito de Westworld en el contexto de la serie (y de la película de Michael Crichton en la que se basa esta nueva producción de HBO). No sólo es Westworld una experiencia inmersiva absoluta en tanto que el huésped se mueve y palpa un mundo real creado para él —nada de la ya anticuada realidad virtual—, también es una oferta interactiva hiperrealista en la que el invitado puede asesinar (o incluso follarse a) robots creados con un detallismo casi excesivamente escrupuloso. Pero sobre todo, Westworld es un lugar en el que la narrativa trata de adaptarse a las exigencias (no necesariamente conocidas) de quienes juegan en él. El storytelling es casi un sistema de recompensas para quienes quieren participar en el entretenimiento perfecto.
Y he ahí el debate que hace de Westworld una serie, a priori y tras el piloto, tan fascinante: la búsqueda de la perfección.
Ingenieros que buscan el último detalle que haga que sus robots sean imposibles de diferenciar de humanos, guionistas que quieren que el discurso de su personaje favorito llegue justo en el clímax del robo al banco o ejecutivos que ultiman hasta la última línea de presupuesto para mejorar la rentabilidad y eficiencia del parque.
Y sin embargo, hay un aura de artificialidad mucho más genérica en la ristra de seres humanos protagonistas que en los autómatas defectuosos que pueblan Westworld. Y eso que ellos desconocen qué son o qué es lo que quieren lejos de lo que estipulan sus sistemas operativos.
En el episodio piloto de Westworld, el único humano con el que uno es capaz de conectar es con Dr. Ford (Anthony Hopkins), el genio que diseñó los primeros robots del parque y que ahora ha implementado su último avance en algunos de los androides. Principalmente, porque su propósito no es hacer más perfectamente artificiales a sus retoños, sino dotarlos de humanidad dándoles acceso a sus recuerdos, lo cual es una particularidad importante porque convierte a Ford en artista, en Gepetto, y no en otro de los muchos Strómbolis del plantel.
Y son todos esos Pinochos, con sus años de servicio —qué genialmente desvelado ese ella es la que más años lleva con nosotros que casi parece sacado de la otra gran adaptación que se ha hecho de Crichton, aunque de una novela: Jurassic Park—, los que, junto a Ford, verdaderamente importan. Porque lejos de lo grises y negros que son los personajes humanos extra —o acaso el mundo en el que viven—, son los marrones western, los verdes pradera y los rojos del líquido artificial que abandona a los androides cuando son asesinados (por decimocuarta vez) los que realmente permiten conectar. El rojo sangre del centro de mando es sólo el tinte del villano, mientras que el ketchup de los autómatas es la inocencia de las víctimas.
Evidentemente, ser víctimas no les convierte en humanos, pero sí en la versión más cercana a ellos cuyas historias quieren seguir escuchando los huéspedes. Los espectadores, por su lado, van ligados a lo que Jonathan Nolan quiere de ellos cuando hace de los androides personajes tan fáciles de vitorear (amén de esa mosca asesinada): cuestionar lo humano, y la humanidad, por preferir lo que no lo es pero pretende aparentar serlo.
PD: Evan Rachel Wood, señores.
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