La noche del 25 al 26 de septiembre de 1940, el pensador alemán Walter Benjamin se suicidaba con unas pastillas de morfina, en una habitación de hotel de Portbou, en la frontera entre Francia y España. Figura clave de la llamada Escuela de Frankfurt y teórico de la pérdida del “aura” en la obra de arte moderna, la vida había perdido para él su aura, de la más brutal de las maneras. Judío y marxista en la Alemania prehitleriana, se había exiliado en París y ahora, tras la invasión nazi de la ciudad, planeaba cruzar España para alcanzar Estados Unidos desde Portugal. Tenía ya el visado americano y una orden de arresto a sus espaldas. Lo trágico es que consiguió cruzar la frontera, pero las autoridades españolas retuvieron a su grupo y les informaron de que en adelante no aceptaban visados sin autorización de salida de Francia. Benjamin decidió matarse aquella misma noche, en su habitación del Hotel de Francia. Cualquier cosa antes que ser entregado a los nazis…
Como señalaba Hannah Arendt, un día antes Benjamin habría cruzado sin problemas y un día después habría llegado a Francia la noticia de que era imposible de momento. Sólo ese día particular fue posible la catástrofe. Resulta que los visados de tránsito volvieron a ser aceptados en cuestión de días. El resto de la comitiva, los supervivientes, se encontraba en Lisboa poco después. El suicidio de Benjamin pudo haber sido decisivo en este cambio de política… o no. No sabemos si la tragedia influyó en el desenlace de la historia —si apiadó a los oficiales españoles— o si fue un elemento secundario de la trama.
***
Toda historia que se precie tiene una introducción, un nudo y un desenlace, salvo una, llamada vida. Por más que nos obcequemos en lo contrario, nuestra vida comienza invariablemente in medias res, y carece aún de conclusión a la hora de la muerte, incluso cuando la muerte es voluntaria. La muerte de Benjamin (en su interpretación más habitual) resulta paradigmática: precipitó la conclusión de su vida, que él entendía como una tragedia, pero el final feliz por él deseado se materializó en su ausencia. En la angustia del imaginado arresto inminente, él creyó ver un final que en realidad no estaba ahí; que nunca está ahí. Nacemos y morimos en la Trama, y sin nosotros la Trama sigue: somos tan, tan prescindibles, que incluso podría haber seguido igual con nosotros.
Sin embargo, nuestra actitud ante la vida suele ser justo la contraria. Pese a los genes, pese a los lugares, pese a la lotería de las familias, nos fascina imaginar que tenemos un principio. Pese a lo inexhaustible de los deseos, de los sueños y de la creatividad de algunos, nos consuela pensar que ochenta o cien años sobran a un ser humano para dejar sus asuntos en orden sobre la tierra. Proyectamos nuestra vida como si fuéramos a alcanzar la edad deseada, pero, aun si supiéramos la hora de nuestra muerte, nuestro proyecto no dejaría de ser un ejercicio de horror vacui más o menos abigarrado. Y menos mal que sólo tenemos cien años que rellenar…
Cuando entramos en la sala, la película ya ha empezado. También saldremos antes de tiempo, debido a una cita ineludible con la Parca. Pero ¡que nadie se atreva a decirnos que no vimos esa película, por la que tuvimos que desplazarnos, perder media tarde y pagar la entrada íntegra! Leyendo críticas e impresiones ajenas, nos haremos rápidamente unos expertos en ella. Así vamos todos de Maestros de Vida, de sabios y de gnósticos. El cerebro humano tiene sus limitaciones, pero puede hospedar unos pocos infinitos: la desproporción entre lo sabido y lo vivido es uno de ellos. La pedantería resulta, pues, una actitud animal (como todas las humanas, por cierto); defensa virulenta del minúsculo territorio de lo que sabemos.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!