Inspirados en movimientos como Slow Food y más recientemente por conceptos como Km 0, aparecen bodegas que comparten esa filosofía. Respeto por el entorno, el medio ambiente y la sostenibilidad en la producción. Vinos que apuestan por las variedades autóctonas frente a la globalización de los gustos.
Parecía una lucha titánica cuando a finales de los años 80 frente a la dimensión que estaban alcanzando los templos de comida basura y el ejército de platos preparados cargados de estabilizantes, azúcares y grasas saturadas, apareció con timidez una tendencia conocida como Slow Food, que pretendía contrarrestar los efectos de la comida rápida y vida acelerada, que ponía en peligro no sólo la salud sino las tradiciones gastronómicas, incluso la cultura. Si “Somos lo que comemos”como dijo el filósofo y antropólogo L. Feuerback, mal andábamos. Había que defender el ecosistema, la biodiversidad y en ello seguimos.
Como es lógico el mundo del vino no es ajeno a estos movimientos y se empezaron a producir cambios. Prevalecía el Goliat vitivinícola con millones de hectolitros viajando de un lado a otro e inundando los mercados con vinos elaborados con el mismo corte y variedades como la cabernet sauvignon, merlot, syrah y chardonnay que ya se cultivaban en todos los rincones del planeta. Tal vez sirvió para afinar nuestros paladares, aprender geografía e incorporar avances técnicos necesarios, pero la globalización de sabores y aromas no convencía a aquellos viticultores que veían en este circo del mercado una pérdida de identidad.
Se empezaron a ver bodegueros que controlaban todo el proceso en la elaboración del vino, desde la misma tierra y la propia viña, con prácticas respetuosas con el medioambiente, vendimias manuales y racimos transportados en cajas de pocos kilos hasta la aplicación equilibrada en los tratamientos químicos, filtrados suaves o nulos y fermentaciones controladas a baja temperatura. Así nacieron lo que conocemos como vinos de garaje, los llamados vinos de autor y los vinos de pago cuya filosofía común, más allá del precio, es hacer pequeñas producciones de gran calidad. Se estaba gestando la búsqueda por la diferenciación.
Siguiendo ese camino, en los últimos años se ha acuñado un nuevo concepto: la cocina Km 0. Otra vuelta de tuerca a la misma lucha: la sostenibilidad de lo que comemos sin llegar a una sobreexplotación sinsentido. Una de las principales premisas de este movimiento es comprar los alimentos a aquellos productores que se encuentran en un radio inferior a 100 km, principalmente ecológicos, favoreciendo el consumo de productos locales. Sería algo así como comer en la casa del pueblo con huerta propia, el pescado recién traído de la barca y el pan del horno a leña de tu vecino, pero con recetas preparadas por un cocinero concienciado en vez de por tu abuela. Y no es cosa de broma, gracias a ese empeño, variedades y especies endémicas han subsistido mal que le pese a Monsanto.
Por eso, cuando te acercas a visitar las bodegas y los viñedos en las Terres dels Alforins nombre de la asociación que aúna casi una docena de bodegas situadas entre Fontanars, Moixent y La Font de la Figuera notas que ese esfuerzo de años ha merecido la pena para la conservación de este territorio único. Detrás de cada botella además del trabajo está el entorno, el terruño.
Vinos más recientes como Forcallà de Rafael Cambra o El Parotet de Pablo Calatayud, podríamos calificarlos como Vinos km 0, así como otros vinos elaborados con variedades autóctonas o prácticamente extinguidas como la forcalla o la mandó, que han vuelto a recuperar protagonismo no como simple anécdota sino con capacidad para sorprendernos y afán de despertarnos los sentidos.
Forcallà, un vino joven de viñas viejas de escasa producción, suave y fresco, donde la fermentación del mosto se realiza en barricas de roble abiertas que le aportan cuerpo y ligeros aromas especiados. El Parotet, elaborado con la variedad mandó y algo de monastrell, cuya originalidad está en que realiza la fermentación y la posterior crianza en antiguas tinajas de barro enterradas y que han sido recuperadas. Aromas intensos, frutales y cierta terrosidad distintiva.
Vinos para beberse el paisaje y embriagarse de historia.
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