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Unicornios contra el empacho de realidad

En Música miércoles, 14 de noviembre de 2018

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Desconozco si a ustedes les ocurre lo mismo, pero quien firma esto tiene últimamente tal empacho de realidad que necesita –cada vez más– sumergirse en esos mundos imaginarios que solo la música pop más imaginativa y alucinada nos procura. Llámenlo escapismo, o quizá vuelta al universo engañosamente inocente de una infancia perdida, en la que el cinismo aún estaba muy lejos de presidir nuestro día a día, pero hay momentos en los que uno es incapaz de encajar más controversias absurdas y estériles: ya sea por un quítame allá estas banderas (qué hartazgo), por comprobar si los fans de Rosalía se imponen a sus detractores o por calibrar en qué estado de podredumbre se encuentra la legislatura iletrada de Trump, la lastimera y pesarosa salida del Reino Unido de la UE o el nivel de las excrecencias que amenazan con rebosar la cloaca en la que se ha convertido el debate político en España, tan turbio como cada vez que la derecha pierde aquello que cree que le corresponde por mor del orden natural de las cosas: el poder. La sola enumeración de todos estos asuntos serviría por sí misma para que alguien se animara a escribir un nuevo It’s The End of the World (and I Feel Fine) como aquel de R.E.M., de connotaciones cataclísmicas.

Es de suponer que, conforme uno va creciendo, adquiere una dimensión más real de la gravedad de las cuestiones que realmente importan en la vida. El paso del tiempo, el límite de la mediana edad o el vacío –cada vez mayor– que va dejando la ausencia de aquellos a quienes queremos. Es ley de vida, y la música pop y rock no han renunciado a reflejarlo en las últimas décadas, muy lejos ya de la condición de sarpullido púber con la que emergió hace más de medio siglo. Sin embargo, diríase que hay épocas en las que las visiones literales de las cuitas que a todos nos tienen en vilo empiezan a interesar menos. Quizá precisamente a causa de ese empacho de realidad que, a base de llamar a las cosas por su nombre, hace de nuestro día a día una cosa tan gris que no apetece que la música la refleje exactamente en los mismos términos. Bastante tenemos ya con tratar de no encender el televisor y racionar nuestra exposición a las redes sociales.

Dos de las experiencias sensoriales de las que uno ha podido gozar en los últimos meses han llegado de la mano de dos bandas norteamericanas que tampoco sienten la necesidad de abundar en el hiperrealismo, más bien todo lo contrario. Han sido dos maravillosos antídotos contra la indigestión de realidad que algunos acumulamos en las últimas semanas. Los unos lo hicieron desde el menos es más, desnudando sus argumentos; y los otros desde la colorista desmesura que siempre ha caracterizado sus directos. Son Mercury Rev y los Flaming Lips, dos bandas de trayectorias tan parejas como dos gotas de agua. Sus mejores discos, los de finales de los noventa, patentaron una nueva psicodelia rock con la ayuda inestimable del productor Dave Fridmann, pero lo cierto es que no es necesario ingerir ninguna seta alucinógena ni siquiera endilgarse un buen porro para disfrutar de todas y cada una de las propiedades de su música.

Los primeros, desde la recuperación semi acústica de su inolvidable Deserter’s Songs (1998), nos trasladaron a varios centenares de almas obnubiladas (seis fechas en España en septiembre) a ese mundo, casi de fábula de Disney, que evocaba (y explicaba de forma tan didáctica en directo) su líder Jonathan Donahue cuando decidió lamerse las heridas de su falta de éxito recuperando la colección de cuentos que leía en su infancia (Tale Spinners of Children), convirtiendo el dolor en hermosas canciones de pop crepuscular que licuaban la angustia premilenio.

Los segundos, quienes también tocaron el cielo desde el mismo estudio con The Soft Bulletin (1999), lo hicieron en un enclave tan insospechado (incluso para ellos: eran muy conscientes de estar en un auditorio llamado Julio Iglesias) como es Benidorm, desde ese aparataje casi circense (confetti, globos de colores, muñecos hinchables) que a base de haberlo visto repetidamente en los últimos 17 años ya no esperábamos que nos volviera a tocar tan de cerca: cuando Wayne Coyne vuelve a entonar, bajo un gran arco iris inflable y embridando una melodía que es puro éxtasis (la de “Do You Realize”?), aquello de que toda la gente que conoces algún día se morirá, a uno le resulta hoy en día más efectivo que aquella magia a la que invocaba Lou Reed cuando en “Magic and Loss” (1992) nos contaba que algo de ella hay en cada gran pérdida, y más convincente (y desde luego, menos crudo) para encajar el trance que cuando Robert Forster (The Go-Betweens) nos hablaba directamente de la muerte en “When People Are Dead” (1987). Quizá la realidad ya sea de por sí bastante plomiza como para evocarla sin ornamentos. Quizá sea mejor encajarla con los ojos de asombro de alguien que con más de cincuenta y siete años no ha perdido su bendita vis infantil.

La RAE define la psicodelia desde un prisma algo reduccionista, como una tendencia surgida en los años sesenta que se caracteriza por la excitación extrema de los sentidos, estimulados por drogas alucinógenas, música estridente y luces de colores cambiantes. La wikipedia es algo más benévola y ecuánime. Se ha abusado tanto del vocablo que en los últimos tiempos ha acabado casi por desvirtuarse. Pero pocos han contribuido tanto a dignificar tan manoseado término como Mercury Rev y los Flaming Lips, magistrales precursores de todo lo que vino después y ejemplares revulsivos ante la paralizante escala de grises que nos rodea. Pocas cosas procuran más gozo que zambullirse en sus densas texturas y en ese fascinante universo que pervierte lo sustantivo. Y no hay mejor forma de hacerle de vez en cuando una buena peineta al empacho de realidad que padecemos que la que propone Wayne Coyne: subirse a lomos de su propio unicornio. Todos deberíamos hacerlo alguna vez.

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