Es hora de que empecemos a hablar de las falsas “buenas” del cine. Sus empalagosos personajes sonríen con dulzura o resignación, pero siempre guardan un as en la manga. Acaban casándose con el millonario de turno y en su victoria suelen ser implacables.
Los cinéfilos nos referimos a menudo a “las malas” de películas famosas. Malas tóxicas, conforme, pero tan exageradas que sin ellas la función decaería bastante. Pienso, por citar ejemplos señeros, en la Gene Tierney de Que el cielo la juzgue (John M. Stahl, 1945), la Ann Blyth de Alma en suplicio (Michael Curtiz, 1945), la Anne Baxter de Eva al desnudo (Josep L. Mankiewicz, 1950) o la histérica Mercedes McCambridge de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954).
Las películas, empero, pueden leerse de maneras distintas y una de ellas consiste en darle la vuelta a las evidencias. La inversión de cualquier manoseada propuesta suele dar juego (ocurre también con los refranes más conservadores: “Más vale pájaro volando que ciento en la mano”. Desacreditemos de una vez a las buenas cinematográficas bien preparadas para escalar. Ponen cara de santitas pero acaban llevándose el millonario al bolso. Maestras del disimulo más empalagoso, calculan todo al dedillo para vencer a las malas demasiado evidentes. Citaré tres “buenas” muy malas.
#1 Rebeca (1940).
En la gran película de Hitchcock, Joan Fontaine parece una gacelita perdida en el ominoso castillo de Manderley controlado férreamente por la señora Danvers (Judith Anderson), fiel a la memoria de la fallecida primera esposa del aburrido Maxim de Winter (Laurence Olivier). La Fontaine parece ingenua y atribulada. Ya. La falsa inocencia es una coraza formidable. Joan consigue enviar al infierno a miss Danvers y quedarse para siempre con el amor del ricachón Maxim. Triunfo absoluto de “la bondad”.
#2 La violetera (1958).
Sara Montiel era muy guapa y cantaba con sensualidad. Pero como actriz no siempre convencía. Luis César Amadori tuvo que esforzarse para extraer del bello rostro de Sara el gesto de “morder el polvo” por las humillaciones sociales que le inflige cada dos por tres la condesa de Blasy (Ana Mariscal, una “mala” muy buena y divertida). ¿Cómo acaba la película? Pues con la ex violetera Soledad agarradita a Fernando (Raf Vallone) aristócrata acaudalado que lleva viviendo toda la vida del cuento (en ningún momento le vemos hacer nada de provecho).
#3 Sonrisas y lágrimas (1966).
Las monjas del convento no soportan a la cantarina y “buenísima” novicia María (Julie Andrews). Las comprendo. La madre superiora, inteligentemente, envía a María para que se gane la vida como institutriz en la lujosa mansión del viudo capitán Von Trapp (Christopher Plummer). Es recibida de uñas por el antipático militar y sus siete hijos. Pero nadie puede con una mojigata con ganas de hacer un buen casamiento. Su rival, la baronesa Schraeder (Eleanor Parker), también aspira a casarse con el viudo. Un combate desigual: la ex novicia gana la partida con sus trinos y sus “candorosas” sonrisas. Se lo comenté al director, el cordial Robert Wise, en Sitges (1987), del que este año se cumple el centenario. Wise me respondió: “La novicia María es algo trepa, sí, pero de haber resaltado ese aspecto, la película habría recaudado la cuarta parte de lo que recaudó”.
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