Máquinas de los ochenta, devoción por los grandes maestros y un escaparate para los desarrolladores españoles y valencianos. Del Tilt al Byte se convierte en visita obligada para todos, un espacio que respira amor al silicio en el MUVIM.
Las puertas se abrieron para Navidad, ya saben, niños y adolescentes sin clase que abarrotan las salas del MUVIM en busca de historia del videojuego. No obstante, veo que allí, al margen de personalidades políticas y algunos periodistas que les siguen a todos los actos (sin mucha idea a la hora de diferenciar un joystick de un vibrador), no hay más que amantes de los videojuegos en su más amplia definición.
Nada de cosplayers ni de camisetas pretendidamente frikis. Sí veo a gente desconocida que comparte gustos y no necesita de gorritos de Minecraft o de World of Warcraft para hacerse notar (“¡eh! ¡Hola, soy gamer, miradme!”). Tampoco veo a una multitud de niños o adolescentes ilusionados, mirando las maquinitas, pienso inmediatamente que están demasiado obcecados en el hoy y el ahora, entre el Youtuber y el trollismo. Es el primer día, no pasa nada, seguro que más adelante lo visitarán. Eso espero.
Me decían antes de acudir a la inauguración que la exposición estaría dividida en niveles. El Nivel 1 era la prehistoria de los videojuegos; el Nivel 2, máquinas casi antropomórficas de otra época y así sucesivamente hasta llegar a la actualidad. Las ideas eran geniales, la plasmación por niveles también. “¿Demasiado ambicioso?” Llegué a pensar. Nada de eso, la recreación de las obras más importantes de la historia de los videojuegos, textos de los autores más potentes, desde obvios como Miyamoto o Yu Suzuki hasta los popes del mercado patrio. Allí estaban sus biografías, la perfecta genuflexión ante José Vicente Pons, los hermanos Ruiz, Gonzalo Suárez o Paco Menéndez.
Avancé más y me encontré con la demostración de lo variada y comprimida historia del soft. Me encontré con casi media década de máquinas del pasado. Una de las colecciones de consolas más completas que he visto nunca. Sin duda, una visita que no me esperaba en Valencia. Siendo franco, pensé en que únicamente Madrid o Barcelona conseguirían ese nivel de tacto y devoción. Nada de eso.
Paseando, mientras sorteaba con un amigo las decenas de espaldas que allí se agolpaban, vi cómo los desarrolladores valencianos que habían acudido al acto (Akamon, Elite 3D, Red Little House, Akaoni, etc) se hacían fotos al encontrar sus respectivas columnas. Era glorioso encontrarse con aquello. Centenares de personas con una misma afición haciendo saltar por los aires los flashes de sus móviles, descargando los videojuegos que allí se exponían.
Sin duda, es el paso más grande que ha dado Valencia en el terreno de los videojuegos, una exposición (tristemente temporal e instalada hasta finales de febrero) que se añade a otros eventos como Dreamhack y que convierte a la ciudad en el escaparate de todo un país. Me fui con la sensación de irme demasiado pronto, con la necesidad de quedarme allí para siempre, como un limbo bien amueblado. Y es que, con pinballs ochenteros de Star Wars y arcades originales de Space Invaders bien pasaría allí mismo una eternidad al servicio del silicio.
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