La pesca siempre es una aventura incierta. Más aún si eres buzo de manguera, además pescas a mano y por si eso fuera poco, operas en aguas de un Parque Natural dominado por los lobos marinos. Aun así, el Chino opera casi cada día el milagro de la pesca de la cabrillas que acabarán en los cebiches, los sudados, los tiraditos o las jaleas de La Picantería, el restaurante de Héctor Solís en Surquillo (Lima).
Luis está frotando el traje del Chino con harina de maíz, sentado en medio de la barca que se balancea frente a las rompientes del acantilado. El paraje es tan impresionante como la ceremonia que empiezo a presenciar. Agua azul oscura, agitada y salpicada de espuma, estrellándose a un centenar de metros contra las rocas. Sobre ellas, las laderas peladas de la desértica Reserva Natural de Paracas que definen el paisaje desde que salimos de puerto, hace ya cuatro horas. En el Sarita Colonia, la barca del Chino, el trajín de Luis preparando el traje de buzo de su padre, confeccionado y remendado con láminas de caucho superpuestas. Intuyo algún retal de rueda de camión entre ellas. A un metro suyo, el segundo tripulante, mitad marinero, mitad buzo, se afana con un compresor de aire tan viejo y remendado como su vestuario. Le cuesta ponerlo en marcha. La Maizena es imprescindible para que el Chino pueda calzarse el traje o como sea que deba llamar a eso. Y es más barata que los polvos de talco.
Le ha costado, pero se calzó el traje. Ahora la atención vira al compresor. Sigue sin marchar. Va a necesitar la mano del jefe para dejar claro quién manda en esta barca. Consigue que enganche, lo ceba con el dedo y va aflojando poco a poco hasta que toma ritmo. Toma entonces el extremo de un tubo de goma transparente, lo enrosca en el cinturón de las pesas, lo ata a la cintura, pinza el extremo del tubo entre los dientes, se coloca las gafas de buceo y se deja caer hacia atrás por la borda. Tras él empiezan a caer metros y metros de tubo de goma. El otro extremo está conectado al compresor y será su enganche del Chino con la vida. No hay botellas de oxígeno. Sólo un tubo de goma. Así son los buzos de manguera.
Desde el barco han tirado una red baja, de un par de metros de altura que el Chino dirige hacia el fondo. Con ella va rodeando las cabrillas, hasta formar un círculo vertical sobre el suelo. Los pescados se enganchan en la red y la tarea del Chino consiste en cogerlos con la mano y subirlos a bordo. Acaba de dejar las dos primeras cabrillas cuando dos lobos marinos saltan sobre la superficie del agua. Nos siguen desde que salimos del puerto de Lagunillas y llevan horas esperando su oportunidad. Es el principio de una carrera contra reloj entre el Chino y los lobos por ver quién se lleva más trofeos. Chino consigue subir una cabrilla más. Luego nos cuenta que los lobos reventaron media docena de cabrillas y un par de tramboyos. No puede competir con ellos. La red está treinta metros mar abajo y hay que andar con cuidado con la descompresión. Hace un último viaje, por si queda algo y el compresor se para. Tiene que ascender demasiado deprisa y sube al barco con un profundo gesto de dolor. Le ha pegado fuerte. Pasa unos minutos doblado sobre la borda hasta que levanta la cara y da la señal para levantar la red. Debe tener los pulmones tan parcheados como el traje.
El día no ha ido mucho más allá. Algunas caracolas, un pulpo, unas cuantas lapas y media docena de erizos. No sé como le habrá salido la jornada, pero calculando el combustible gastado en las siete horas de navegación y comparándolo con lo que ha conseguido subir al Sarita Colonia, no debe ser un día feliz.
La cabrilla es el nuevo objeto de culto de las cebicherías limeñas. Más o menos desde que Héctor Solís la llevó a liderar la oferta de La Picantería, el local que ha remecido desde el humilde barrio de Surquillo, en Lima, las rancias estructuras de la cocina popular limeña. Hace entonces, hará de eso casi tres años, la cabrilla era uno de esos pescados que pasaban inadvertidos en el mar peruano. El cocinero prefería la apariencia del lenguado, la corvina y la cojinova. Hoy reivindican el sabor y dejan a los mediocres el oropel del falso lujo.
Todo lo que ha pescado hoy el Chino se juntará con lo de algunos compañeros de San Andrés, en Ica, para tomar el camino de Lima. La Picantería y un puñado de cebicherías capitalinas muestran hoy sus pescados asociados al nombre del pescador. La trazabilidad y la responsabilidad de la pesca artesana caminan de la mano.
La Picantería es un espacio diferente. Instalado en Surquillo, un barrio popular, recrea el ambiente de las antiguas picanterías limeñas, instaladas en el domicilio de la cocinera, que ofrecía dos o tres platos cada día en su propio comedor, o en una mesa arrumbada al borde de la acera. La nueva versión se estructura en torno a dos mesas largas, cubiertas con manteles de hule a cuadros y rodeadas de bancos. Una de las pizarras de la pared anuncia los pescados disponibles y sus pesos. La pizarra más grande muestra las posibles preparaciones de cada uno y alarga la lista con cinco o seis platos más. El resto es sencillo. Eliges un pescado entero, lo pagas al peso y decides cómo prefieres comerlo.
Hoy tengo cuerpo de sudado. Lo normal es que pida la mitad de la cabrilla vestida de cebiche y la otra mitad preparada en sudado. El cebiche es la esencia; el sabor del mar llevado a las puertas del cielo. No hace falta mas que un poco de limón y una picada de ají para obrar el milagro. Pero hoy quiero sudado. Un buen sudado es dulce, envolvente, alegre y picante, como una aventura en medio de la noche. Caldo de pescado, cebolla y tomate cortados en gajos, limón, pasta de ají amarillo disuelta en el caldo, sal y un pescado cociendo el tiempo justo para subir bien alto. Un prodigio dentro de otro. Lo como poco a poco, guardando parte del caldo para mezclarlo, al final, con un cuenco de arroz blanco salteado con choclo frito. Desde el primer bocado, tengo la certeza de que este mar tan ingrato con gente como el Chino muestra su cara más amable cuando la marea se alarga hasta la puerta de algunos restaurantes.
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