Llega a nuestras pantallas la última película de Clint Eastwood, nominada a seis premios Oscar y precedida por la polémica que su estreno ha generado en EEUU.
Que el género cinematográfico norteamericano por antonomasia es el western resulta, a estas alturas, harto evidente: la epopeya de la conquista del territorio indómito e inexplorado por parte de aguerridos pioneros y cowboys, en pugna con los nativos que se resisten a ser subyugados y desplazados de su hábitat, devino fértil terreno para la mitología nacional estadounidense. No resulta raro, por tanto, que su milicia apele a ese simbólico referente conquistador del imaginario patrio en sus cometidos allende las fronteras nacionales.
En este sentido, la última película de Clint Eastwood, El francotirador, establece una poco afortunada analogía entre militares y cowboys: no sólo Chris Kyle, su protagonista, aspiraba a convertirse en vaquero en sus fantasías infantiles, colonizadas por el relato mítico de los grandes fundadores de su nación, sino que la labor de los soldados desplegados en Irak es representada como una misión de conquista y liberación del territorio de las “salvajes” (así son caracterizadas por el filme y definidas por boca de los personajes) huestes nativas. Ciertamente, el territorio iraquí aparece retratado como espacio de barbarie próximo a la configuración de un filme de terror (cabezas cortadas y cadáveres con miembros amputados se dejan ver en pantalla) y la amenaza yihadista a la que se enfrentan equiparada a la fatídica experiencia en Vietnam, la gran espina militar estadounidense.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 constituyen un episodio traumático imposible de superar para la conciencia estadounidense, representada metonímicamente en la fractura emocional y vital que experimenta el protagonista del filme tras contemplar la barbarie del acto terrorista por televisión. ¿Cuál es la inmediata decisión de este prototípico americano medio, después de ver a su país atacado? Alistarse en los Navy SEAL para defender a su país y vengar la afrenta. A partir de ese preciso instante, la vida personal y familiar de Kyle es entorpecida continuamente por el deber contraído para con su patria, que se superpone a aquella (como si en realidad se casase con la guerra, el personaje es llamado a filas el mismo día de su boda, no en vano porta un emblema del ejército junto a su corazón).
La secuencia en la que los dos universos en los que se desenvuelve el personaje (el bélico y el familiar) convergen (un joven al que salvó la vida se encuentra con Kyle en compañía de su hijo) revela la incapacidad del personaje para combinar su faceta personal con la profesional de manera satisfactoria.
Este retrato familiar del protagonista, así como su progresiva degradación psicológica, resultaría interesante si se profundizase en las dimensiones de tal fractura y el guion no se limitara a quedarse en la superficie, devaluándolos como episodios repletos de tópicos que dan la impresión de servir de meras secuencias de transición, que interesan más bien poco al director. Al contrario, el revanchismo y la justificación dramática de la venganza ganan la batalla en un filme cuyo guion no escapa a clichés del género tales como que quien anuncia sus planes futuros es el primero en fenecer en combate.
Tu padre es un héroe, dicen al retoño de Kyle en un instante de la cinta. Si atendemos al discurso de la obra, la afirmación no carece de razón, pues el filme lo caracteriza como un superhéroe (ojo a la aparición de un cómic de The Punisher en una secuencia), cuyo sentido de la vista supera la capacidad humana y que es capaz de derrotar a su homólogo del bando contrario aunque éste sea un campeón olímpico, suerte de doppelgänger que personifica la amenaza a la integridad de sus compatriotas, contra la que lucha el protagonista (es por ello que solamente podrá regresar a casa tras su erradicación).
La zafiedad discursiva del filme aparece sintetizada en sus primeros minutos, cuando el padre de Kyle divide el mundo en tres clases de habitantes: lobos, corderos y perros guardianes. Obvia decir que, para Eastwood, EEUU (representado por Kyle) es el guardián del resto del mundo (los corderos) frente a la amenaza terrorista, pero obvia (no le interesan) las posibles motivaciones que impelen a los lobos a atacar. Es éste uno de los motivos que convierten El francotirador en una película panfletaria, rayana en el fascismo y la xenofobia, plagada de secuencias infames, de entre las que destaca una por su amoralidad: el protagonista, resguardado en una azotea, presto a segar la vida de otro iraquí mientras mantiene una conversación telefónica subida de tono con su esposa.
Habrá un sector de la crítica que defienda esta hagiografía del francotirador más letal de la historia militar estadounidense, por venir avalada por la firma de Eastwood ?cuyo alegato conservador, pese a hacerse algo (poco, la verdad) más sutil con su maduración como cineasta, permanece latente en su obra? mediante decodificaciones aberrantes del texto. Baste un gesto formal para contradecirles: la cámara aproximándose a Kyle en el momento en que afirma que preferiría estar salvando más vidas de soldados norteamericanos (ergo, asesinando oponentes) que estar acompañado de su familia; movimiento del dispositivo que enaltece el parecer del personaje. Ya conocen el axioma “cahierista”: un travelling es cuestión de moral…
En consecuencia, El francotirador desenmascara una filmografía (la de Eastwood) cuyo discurso ideológico ha dependido en gran medida del que los guionistas plasmaban en los libretos (cuesta entender de otro modo propuestas tan antitéticas como Million Dollar Baby y el filme que nos ocupa). Sería el momento, por tanto, de cuestionarse la revalorización como autor de la cual la figura de Eastwood (dejando a un lado su escritura clásica, anomalía en el Hollywood contemporáneo que, sin embargo, no le es reconocida a John Carpenter) ha gozado durante los últimos años.
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