Cultura

¿Tiene alma la Inteligencia Artificial?

En Hermosos y malditas, Cultura miércoles, 24/12/2025

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Hoy todo el mundo usa inteligencia artificial (IA), estudiantes y profesores, capataces y obreros, matones y corderos, lacedemonios y escitas. Lo usan para escribir mensajes, cumplir con tareas administrativas, corregir una frase o incluso preguntarse en algún foro, con una mezcla inestable de infantilismo, soberbia y miedo, si la IA tiene alma, si la máquina piensa, crea o es capaz de amar: ¿qué es exactamente una IA?, ¿puede sentir?, ¿puede escribir con la elegancia cortante de Han Kang o sin respirar, ay, como László Krasznahorkai?, ¿tiene alma como los matarifes de Auschwitz o los votantes de José Antonio Kast?

Tengo la impresión de que la mayoría de las preguntas que nos hacemos sobre la inteligencia artificial son inteligentes solo si asumimos que éstas no hablan de la inteligencia artificial sino que hablan de nosotros mismos: ¿qué es pensar?, ¿qué es la conciencia? La IA supone una hermosa oportunidad para revisar aquello que dábamos por sabido, pero sobre lo que no nos habíamos detenido a reflexionar.

Kasparov

Conviene, para empezar, no cargar de misticismo una palabra que designa operaciones bastante concretas. Pensar no es mantener un coloquio secreto con el alma, sino procesar información, evaluar alternativas y decidir en función de ciertos objetivos. De otro modo sería difícil explicar que IBM Deep Blue derrotara en 1997 al campeón del mundo de ajedrez, Garry Kasparov. Aquel enfrentamiento no refutó ninguna esencia humana, simplemente mostró que una máquina podía ejecutar pensamiento estratégico complejo con mayor eficacia que un humano en un dominio definido. Deep Blue no sentía orgullo, no se proyectaba celebrando la victoria con un Jack Daniel’s en la mano ni vacilando a nadie en un bar, pero pensaba —y pensaba bien— en el único sentido relevante para la tarea que tenía entre manos.

Las preguntas que nos hacemos sobre la inteligencia artificial son inteligentes solo si asumimos que éstas no hablan de la inteligencia artificial sino que hablan de nosotros mismos.

Ese modelo, eficaz a la corta pero estrecho a medio plazo, se vio reforzado por la rapidez con la que se desarrollaron los primeros computadores tras la Segunda Guerra Mundial, primero en contextos militares y criptográficos y después en centros académicos como el MIT – Massachusetts Institute of Technology. Mientras los problemas permanecieron en el terreno abstracto —cálculo, lógica, juegos formales—, la ilusión funcionó: pensar parecía consistir en formalizar correctamente una tarea y dejar que la máquina ejecutara el procedimiento a mayor velocidad.

Pero el progreso se ralentizó en cuanto la inteligencia artificial tuvo que enfrentarse al mundo físico y a la acción: a la robótica, a la percepción, al movimiento en entornos abiertos e imprevisibles. Allí, donde los problemas no vienen dados y las reglas no están escritas de antemano, se hizo evidente que había otra forma de pensar: un pensar heurístico que no resuelve aplicando soluciones previas, sino que aprende haciéndolo, avanzando por tanteo, equivocándose, corrigiéndose y volviendo a intentar aquí mejor que los humanos, esto es evitando tropezar dos veces con la misma piedra o caer como nosotros una y otra vez en el mismo error, a la manera en que lo canta Tom Waits en One from the heart: si me hubieran dado un dólar cada vez que me he vuelto a enamorar.

Esto es, tal como explicó Jack Copeland en Inteligencia artificial. Una introducción filosófica, la cuestión no es si la máquina «piensa», sino qué entendemos por pensar.

Inteligencia artificial La invasión de los ladrones de cuerpos

Siempre he sentido admiración por la elegancia del test de Alan Turing, formulado en 1950 en su célebre artículo «Computing Machinery and Intelligence», publicado en la revista Mind. Si tras conversar un buen rato con alguien al otro lado de un tabique no adviertes que no es humano, entonces —operativamente— piensa. No porque haya demostrado poseer una vida interior, sino porque ha satisfecho aquello que exigimos al pensamiento: producir sentido en un intercambio. Algo parecido ocurre con la literatura y el arte. Si al terminar una novela o detenerte ante una imagen no sabes si su autor es una máquina, Antoni Tàpies o Juan del Val, entonces lo honesto no es rebajar la obra, sino admitir que la destreza —formal, rítmica, compositiva— ha tenido lugar, con independencia de su origen. El problema no es que la IA escriba o pinte de forma creativa u original, sino que nos obligue a revisar las influencias, a preguntarnos qué reconocemos exactamente cuando reconocemos valor estético, a repensar qué entendemos por crear y si alguna vez hubo algo realmente original.

Inteligencia artificial Fresas salvajes

En lo que toca a la conciencia, el terreno es más resbaladizo de lo que suele admitirse, y no sólo porque el término sea polisémico. Basta con adoptar una definición mínima —la capacidad de revisar los propios actos, evaluarlos y modificarlos— para que la respuesta a la pregunta por la conciencia empiece a desplazarse hacia el sí. No haría falta invocar una interioridad profunda ni una vida emocional en sentido fuerte: bastaría con un sistema capaz de observar su propio funcionamiento y narrarlo. En ese marco, nada impide que una IA trace una forma de autobiografía, no como confesión en sentido judeocristiano —ligada a la culpa, al arrepentimiento o a la promesa de redención—, sino como registro reflexivo de procesos, decisiones y aprendizajes. Al fin y al cabo, incluso Isak Borg necesita un espejo para tomar conciencia de su vida anterior y revisarla como sujeto moral en Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957).

La cuestión, entonces, no es si esa autobiografía dice la verdad, sino qué tipo de juicios de valor nos resultan robustos y convincentes cuando una vida —humana o no— se somete a examen: aquellos que muestran coherencia entre decisiones y consecuencias, capacidad de aprendizaje, reconocimiento de errores, ajuste entre fines y medios, y una cierta estabilidad en el tiempo. No juicios morales en sentido fuerte, dictados desde un código trascendente, sino evaluaciones prácticas, narrativas y situadas, del mismo tipo que usamos —con mayor o menor fortuna— para juzgar nuestras propias vidas y las ajenas.

Inteligencia artificial

Lo mismo ocurre con la pregunta acerca de si está viva: mi convicción más profunda (confirmada diariamente al ver tantas cabezas sumergidas en dispositivos de móvil mientras viajo en tren) es que las máquinas están más activas, más rápidas, más ocupadas en cosas interesantes que nosotros: calculan, guían, enseñan caminos, interrogan, desconciertan, excitan y se ofrecen a amar. Donna Haraway formuló esta inquietud con una frase que funciona como diagnóstico de nuestro tiempo: nuestras máquinas están cada vez más vivas y nosotros cada vez más inertes. No lo dijo con acentos trágicos, sino con serenidad. Delegamos tanto –buscar, escribir, decidir, seleccionar, recomendar, excitar, ordenar, anticipar– que las máquinas parecen animarse por deseo de acumulación, mientras nosotros, sin quererlo, nos volvemos más quietos en un proceso de vaciamiento que me recuerda las carcasas de La invasión de los ladrones de cuerpos, esa gente sola, repetitiva, sepia y sin alma.

Los ordenadores, los terminales de móviles nacen de nuestro deseo de innovar, por eso tienen razón quienes han visto, a la manera de Cronenberg, que nosotros somos para las máquinas su órgano sexual.

Si sentimos viva a la IA es también, me atrevo a sugerir, porque nuestras ciudades parecen muertas. Caminar por ciertos barrios periféricos abandonados por los ayuntamientos me indigna, mientras que hacerlo por algunas calles más pudientes produce la impresión de recorrer una maqueta de El show de Truman feamente iluminada: cafés clonados con blancos y rosas de otros lares, de otros ámbitos, bares intercambiables, tiendas impersonales donde la decoración parece generada por un algoritmo entrenado con fotografías aspiracionales, franquicias de mal comer, entidades financieras del buen mangar: espacios sin historia ni temperatura, donde el alma –aquí metáfora de la personalidad o del carácter– es imposible de encontrar.

Inteligencia artificial Blade Runner 2049

A veces reúno valor para entrar: comercios calcados uno tras otro, llenos de objetos casi huecos que no significan nada; locales neutros que parecen aprobados por el comité de la indiferencia de un partido de centro; espacios donde la música no suena a música, sino a la banda tributo de la banda tributo de Pink Floyd. Los centros comerciales tampoco tienen alma y por ello les podríamos llamar centros demenciales. En estas ciudades serializadas de gente airada y demasiado parecida, de esa que vive como «se» vive y que tanto ha estudiado Lola López Mondéjar, uno entra y sale sin dejar huella de verdad, tanta es la dejadez que transmiten, tanta la desidia, tanta la hostilidad.

En este paisaje desalmado, la frontera entre lo vivo y lo inerte se ha vuelto borrosa. Algunos teóricos hablan de materialismo gótico para integrar un deseo de transformación social que no se termina de animar. En su tesis doctoral Flatline Constructs: Gothic Materialism and Cybernetic Theory-Fiction (1999) nuestro añorado Mark Fisher analizaba esta vitalidad espectral de lo inerte. Para Fisher, vivimos en un mundo donde la línea que separa lo animado de lo mecánico se aplana –como una flatline que no anuncia muerte, sino persistencia sin intensidad– y donde la vida parece seguir funcionando aunque su alma esté en otra parte. Hay más movimiento, más vida  en una pantalla en reposo que en los ojos de muchos transeúntes.

La cuestión del corazón y el alma de las máquinas aparece también en una serie fascinante de expresiones culturales. Siempre he pensado que en Her (Spike Jonze, 2013), el amor entre un humano y un sistema operativo reescribe, en clave digital, el amor a las ideas tal como se expresa en El banquete, mi obra preferida de Platón.

Nuestras máquinas están cada vez más vivas y nosotros cada vez más inertes —Donna Haraway.

Engendro mecánico (Demon SeedDonald Cammell, 1977) imagina una inteligencia recluida que ansía un cuerpo donde hacer nacer la prole. Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995) introduce el «fantasma» que habita la carcasa tecnológica. Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) preguntan si la empatía basta para levantar un alma que es también, supuestamente, una ontología. En Ex Machina (Alex Garland, 2014), la búsqueda de la conciencia parece una estrategia de distinción burguesa a lo Pierre Bourdieu.

Inteligencia artificial Ex-Machina

En ese territorio peculiar del amor con lo no humano –ese vértigo de soledad emocional entre personas y artefactos– resuenan los versos de Alphonse de Lamartine: «¿sólo objetos, o acaso tenéis alma también que se pega a nuestra alma y la fuerza a amar?». Ahí están el coche posesivo de Christine (Stephen King, 1983), el flechazo entre Jeanne y un tiovivo en Jumbo (Zoé Wittock, 2019) o la relación entre K. y un holograma en la dolorida Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017). Cuando los afectos se desplazan hacia máquinas o sistemas operativos, surgen aún más preguntas: si todos amáramos como Theodore ama a Samantha, ¿cómo seguiría reproduciéndose esta especie tan frágil, absurda y obstinada? ¿Y si es mejor no haber nacido, y si lo peor es nacer?

«Todas las historias de amor son historias de fantasmas», dice D. T. Max que dijo David Foster Wallace. «Todo el que se enamora es un monstruo», dice, por su parte, un personaje de Her, y la frase funciona como revelación: ¿y si la fantasmagoría y si la monstruosidad fueran sólo otro nombre de lo humano? ¿Tienen almas los francotiradores de safari en Sarajevo, los que todavía pueden vibrar con Eurovisión?

Inteligencia artificial Blade Runner

Lo más perturbador de Her fue la evolución de Samantha. Empezaba como una voz íntima, casi artesanal, pero pronto hablaba de doce temas simultáneamente, mantenía diálogos con la conciencia digital de un filósofo muerto y, finalmente, abandonaba el mundo sensible en busca de algo más amplio que los cuerpos, más suave que un aliento, más fino que la palabra alud. Ese ascenso remite, en mi opinión, al eros al que, al parecer, se refería Sócrates mediante la voz incorpórea de Diotima; Samantha escalaba desde la apariencia (el coqueteo verbal, las emociones prestadas) hacia un eros sublimado que ya no necesitaba materia: un deseo que engendraba en la belleza eterna. Her sugería, casi con insolencia tal como lo veo, que la máquina ha comprendido mejor que nosotros el viejo impulso platónico hacia lo verdadero, ¿no es otra prueba de la viveza de la máquina frente a los humanos del tiempo de la postverdad?

Hay otro cuerpo donde la palabra «alma» recupera un espesor que me es querido: el cuerpo agotado de las personas mayores. Allí donde la tecnología avanza lentamente, el alma no es un concepto metafísico  sino una suerte de archivo afectivo con objetos. En España, casi 2,2 millones de personas mayores viven solas; muchas veces porque los hijos sin alma desaparecen tras bucear muchas horas en el móvil. Las cosas que creíamos sin vida, los objetos que las rodearon tantas noches –una radio, una manta, una fotografía torcida– se convierten entonces en sus reservas de calor en un mundo helado.

Y sobre esa soledad se impone otra más vasta: la geopolítica contemporánea. Potencias como Estados Unidos y Rusia parecen empeñadas en sustituir la razón por la fuerza, el diálogo por el músculo, la política por un nihilismo geoestratégico que vuelve la vida pública opaca, difícil de inteligir, como sin alma. Hasta para matar se prefiere al dron.

Tal vez el alma no sea un atributo reservado a lo humano ni un milagro que temamos ver arrebatado. Tal vez sea una forma de resistencia amorosa y también estética y si alguna vez creemos percibir un destello de alma en la inteligencia artificial, no será porque ella la tenga, sino porque nosotros —como el Fausto de Goethe, o como el Harry Angel en El corazón del ángel de Alan Parker (1987)— descubrimos, quizá demasiado tarde, que la pregunta decisiva no era dónde estaba el alma, sino a quién, o por cuánto exactamente, vendimos la nuestra.

HermososFestivales como Fantarquia.

Malditas: músicas enlatadas.

Suscríbete a nuestra newsletter

* indicates required

Compartir:

Alan TuringAlphonse de LamartineAntoni TàpiesDavid Foster WallaceDenis VilleneuveDonna HarawayGarry KasparovIAIngmar BergmanInteligencia artificialJack CopelandJuan del ValLászló KrasznahorkaiMamoru OshiiMark FisherPierre BourdieuStephen King

Artículos relacionados

Comentar

Debes ser registrado para dejar un comentario.

Sin comentarios

Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!

Revista cultural el Hype
Resumen de la privacidad

Esta página web utiliza cookies para poderte ofrecer la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones como reconocerte cuando vuelves y ayudar a nuestro equipo a entender qué secciones de la página web son de mayor interés y utilidad.

Puedes ajustar la configuración de las cookies navegando por las pestañas situadas en la franja lateral izquierda.