Hou Hsiao-Hsien dirige en The Assassin un wuxia contemplativo, estético y excepcionalmente cinematográfico ambientado en la China medieval. Crítica de Emilio Doménech.
El director taiwanés volvió a Cannes después de siete años, para llevarse el premio al mejor director con un filme cuya existencia no se concibe si se aleja el foco de la narrativa audiovisual. Pocos literatos (y pintores o músicos) pueden siquiera soñar con alcanzar la belleza que la película de Hsiao-Hsien destila durante su aventura, en la que una asesina es enviada a matar a su primo por la amenaza que supone para la estabilidad del reino.
Ambientada en la China medieval de la lucha de hegemonías de las familias nobles que la habitaban, The Assassin reposa su relato sobre las virtudes de su superficie, un telar de seda de colores vibrantes como movido por una brisa apacible; El tembleque de la maleza, los suspiros de una vela por mantener viva su llama, el baile de una cortina y el cortar de las espadas. Son pinturas con relieve y en constante vibración, atadas a una historia de traiciones, venganzas, honor y promesas rotas, que es humilde en su línea argumental, pero rica en la profundidad de las emociones de sus personajes. Porque en The Assassin no hay una constante conversacional que atente contra la sutilidad que profesa el filme, sino que son las acciones de los protagonistas las que mejor ilustran sus voluntades e inquietudes. Hay un bagaje dialéctico que se acumula en la primera hora, pero lo que sigue es todo versado a través del storytelling visual: un personaje lanza un corte breve a los ropajes de otro para dar una negativa, o desaparece de la estancia para evidenciar dudas, o se mantiene callado y firme para mostrar respeto, o lanza la mesa y las teteras para estallar de ira por culpa de unos celos incontrolables.
Se mencionan en The Assassin numerosos partidos involucrados en el equilibrio de los poderes del reino, pero es en realidad la intención de la narración proponer, en esencia, un retrato costumbrista que guarda la épica para la armonía de su universo de naturaleza intacta, acero cortante y kimonos impecables. Hay una inmersión absoluta en la contemplación de los escenarios de la película y Hou Hsiao-Hsien controla los encuadres para que el aspecto sea casi tridimensional. Es más sencillo (y fascinante) sumergirse en los lienzos de The Assassin que en la mayoría de las producciones comerciales de gafas de plástico.
La conclusión es que estamos ante una obra capital del cine, tanto por lo que supone como experiencia como por lo que implica al confirmar a Hsiao-Hsien como un autor absoluto, capaz de descartar las fórmulas de un género como el wuxia y adaptarlo con semejante radicalidad, y sin concesiones, a su inmaculado discurso estético y narrativo. Y será difícil que olvidemos The Assassin. Esta se queda aquí, en la Croisette, pero colgada de los techos y esperando ser coronada mañana.
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