PARTE 1. EL VIAJE
Por entonces trabajaba en deportes, en un diario que tiraba cifras que asombraban aún en aquellos tiempos en que había diarios que se vendían y cifras que se sumaban. Estábamos al borde de la world wide web, pero sin que esta aún llegara a mancharnos. Las cámaras disparaban 24 fotos y los móviles pesaban 24 kilos. Tiempo de teletipos y de ritmos pausados. Ni queríamos trascender ni sonábamos dispersos. La posibilidad de un futuro idiotizado aún se codeaba con la de otro interesante.
El diario me había destinado al estadio de los Giants, en Nueva York, a cubrir mi pedacito de Mundial de Fútbol USA 1994. Gracias a la fecha de la primera y última crónica, puedo deducir que allí estuve como mínimo 21 días repartidos entre junio y julio, pero los chispazos en forma de recuerdo solo me hablan de un Italia–Irlanda con marcador final sorpresa, y continua sensación de distinguir en la grada a extras de El Padrino. Seguir a Italia todo un mundial, en el que además llegó muy lejos, implica grandes dosis de paciencia o de abstracción, especialmente cuando los únicos destellos de genio los daba un tal Roberto Baggio, al que por entonces quería tirarse Madonna, y que estaba tan contento de conocerse que daba grima. El último día Hristo Stoichkov me firmó su autógrafo en una servilleta. Hace pocos días me limpie las manos con ella por error.
Cuando el Mundial desapareció de la vista, llegaron mis vacaciones, y entonces supe que siempre había querido recorrer la Costa Este, estampas de fachadas coloniales y hayedos interminables en sucesión, Boston, Massachussets, Salem, Innsmouth… paisajes encerrados en su necesidad de postal permanente atascada en otro tiempo. Fue al buscar vuelos en dirección USA cuando descubrí que yo ya estaba allí. Esta oportunidad de ahorrar costes tan golosa, me condujo a un Chevrolet El camino de 1981, cuyo alquiler irrisorio, compartido con una fotógrafa de Efe que hacía reportajes gráficos en macroeventos tipo Knebworth o Live Aid, debía ofrecernos un pasaje para recorrer dos países, uno compuesto de condados y el otro de pieles. Durante estos nuevos 21 días descubrí estados de ánimo cambiantes, y lunares que no presentía en cualquier punto de la interestatal que conformaban los antebrazos de mi compañera.
El resto del paisaje bien, gracias. Connecticut y Augusta, por ejemplo, demostraron gustarnos aún más que sus nombres. Subiendo hasta las esquinas de Maine, buscamos en Providence llaveros con el rostro de Poe, servidos por dependientes que fruncieran el ceño igual que él. En Bangor pasamos miedo y no sabría decirte el motivo. En Boston buscamos un museo de la revolución, y en su lugar encontramos el estadio de los Celtics. En el Niagara encontramos las cataratas cerradas, al haberse precipitado por ellas dos ancianos con cataratas.
Habíamos planificado un viaje en zigzag, que combinara remansos con frenesí, y el Chevrolet nos ofreció un rosario de talleres y mecánicos autóctonos, con los que no había otro modo de comunicarse que por señas, para que investigaran el porqué de las diferentes tonalidades de humo que arrancaban del radiador. En moteles inesperados que daban a prados con forma de vertederos, alimentamos nuestra arterioesclerosis con yemas azules y un bacon requemado que, curiosamente, trasladaba nuestra libido a desconocidas alturas del firmamento. Sonia juró (antes de abjurar) que nunca había hecho mejores encuadres que este julio, siempre después de cada alka setzer y antes de cada polvo. En un autoservicio, a pocos pasos del lago Erie, donde esa noche acamparíamos, al pie de una hamburguesa doble que no sangraba ketchup por más que uno mordiera, pedí al Dios que desgobierna nuestros asuntos si no podría detener allí mismo el tiempo para siempre.
El punto cenit siempre suele mirar hacia abajo, y el resto del viaje desde entonces, a la espera de una respuesta que no llegaba, supuso una pendiente suave, con bonitos miradores para observar desde ellos un paisaje donde la monotonía creciera agreste junto al monte bajo, a la espera de un incidente o un pirómano. Desde los Grandes Lagos fuimos cruzando de norte a sur Pennsylvania, para llegar a través de lugares anodinos como Frederick o Gettysburg al DC de Washington,. Una vez allí subiríamos de nuevo hacia Nueva York, completando un círculo tan hexagonal que no había compás capaz de trazarlo.
He aquí que desde el diario recibí una llamada inesperada. Mike Stu (Miguel Estuardo), nuestro enviado especial destinado a cubrir el festival Woodstock 94, se había resbalado en un tobogán muy malintencionado de Aquacrash, denominado la Parca, y permanecía escayolado hasta el colodrillo en una habitación número 894, o agosto del 94, como prefieras llamarlo. Alguien se acordó de mis periplos en Radio 3 para indicarme que empalmara el final de mis vacaciones con la cobertura del festival. Puse reparos al plan, pero a ninguno lo respaldaba la fe. Mi compañera de viajes, Sonia, podía suministrarnos las fotos como freelance. Y en ese preciso momento estábamos a tiro de piedra del desvío a la carretera que podía acercarnos al lugar elegido, la Granja de Winston, en Saugerties. Radio 3: Otros que sabían como ahorrar costes.
Woodstock 94 era el primer aniversario “oficial” de aquel encuentro que todos recordaban catártico e histórico, aunque sus intenciones no hubieran cambiado el mundo más allá de un fin de semana. 25 años después, prometía 2 días más de paz y amor, y los presentaba con el emblema de dos palomos apoyados en el mástil de una guitarra acústica. El lema se aferraba como una lapa a la nostalgia, y eso lo ponía continuamente bajo sospecha, pues venía a indicar que la independencia y la reivindicación habían quedado olvidadas en la guantera. Desde el principio quedaba claro que el último objetivo era reunir el cartel más espectacular posible, valiéndose de un gancho tan fuerte como simbólico, lo irrepetible del evento. Quien no había podido o querido subirse al tren del 69 podía ahora hacerlo al del 94. Quien sí lo había hecho, podía ahora demostrar que aún seguía vivo.
PARTE 2. EL EVENTO
Viernes, 12 de agosto
Aunque había olvidado la acreditación en el hotel, pude entrar en el recinto de Saugerties gracias a una falla de seguridad importante que permitió una filtración incontrolada de varios miles de rostros pálidos, que habían cambiado sus camisas de leñador de Seattle por bikinis arlequinados y sudaderas sin mangas donde se leían mensajes como God Bless your Faithless”, No future for Kurt Cobain. Pocas veces vi a tanta gente perder los papeles con más alegría, pero por fallos afortunados como éste, Woodstock 94 iba a superar sobradamente en audiencia a su predecesor.
La distribución del recinto era sencilla: Dos escenarios, norte y sur, y a medio camino, en una esquina, la Ravestock, destinada como su nombre decía, a pasar horas en trance hasta despertar en otro planeta, o en una tienda iglú desconocida.
Del programa del día solo conocía canciones sueltas de grupos que ya apenas escuchaba, como el ”Sound” de James, o “Blister in the Sun” de los Violent Femmes. Por eso decidí probar otra cosa y disfruté de veras con las ganas de quedar bien de Del Amitri o las imaginerías de Kevin Saundersson. El paisanaje de postgrunges, neoravers y ejecutivos agresivos disfrazados de crisis de los 40, me sedujo de tal manera que ni pensé en acercarme al Escenario Sur.
En el templo de la Ravestock, donde se había congregado lo mejorcito de la época, se formó un buen lío con cierto contrato ilegal firmado por Aphex Twin, al que acabaron bajando del escenario a la fuerza. Sonia hizo un álbum completo de los Collective Soul, y esa misma noche me dejó por su bajista. Para rupturas así suele sentarme bien el “Middle of Nowhere” de Orbital, pero aunque ellos sí actuaban esa noche, el disco aún tardarían 5 años en grabarlo.
Sábado, 13 de agosto
Puesto que la credencial de prensa seguía sin aparecer, y en las puertas se había afinado bastante la seguridad, pasé el sábado en blanco nuclear, intentando adivinar desde fuera del recinto temas remezclados por un ventarrón persistente, y una lluvia anunciada que convirtió Saugerties entero en un lodazal. A partir de interrogatorios posteriores a colegas del gremio y seguratas del backstage, fui hilvanando un relato creíble, aunque plagado de huecos que la imaginación, a modo de barro, se encargó de ir cubriendo como pudo.
El barro… bien, el barro convirtió a Woodstock en Mudstock, y varios invitados acabaron a bolazos de fango con el público. Joe Cocker pilló un catarro monumental, que curiosamente dio un tono más nasal a su voz, y provocó que su interpretación de “You Can Leave Your Hat” on sea aún hoy objeto preciado de coleccionistas. Si el sentido lúdico de la vida mostró respeto con las canas de Crosby, Still and Nash, terminó desbordándose con Primus, a cuyos componentes convirtieron los asistentes en algo parecido a La cosa del Pantano.
El escenario norte cerró con unos Aerosmith muy predispuestos, y al Sur se le quedó escaso el repertorio a los que tuvieron la suerte de escuchar a Salt n Pepa. Sonia ya no intercambiaba caricias, pero sí fotos memorables. En este caso los The Band al completo, y también el pelma de Trent Reznor y sus Nine Inch Nails, estos en la cresta de la ola y cubiertos de barro igualmente hasta las cejas.
Domingo, 14 de agosto
El domingo llovió menos, y alguien que no recuerdo tuvo el detalle de colarme. El domingo guardaba muchos platos fuertes del menú, especialmente a Dylan, que cuando pudo no vino, y ahora, un cuarto de siglo más tarde y tras un puñado de noes, se dejaba caer por Saugerties. Su concierto fue todo lo que uno espera de Dylan, y aún más de lo inesperado. De hecho hay quien lo vio levitar en mitad de Just Like a Woman. Por unanimidad, el pináculo del festival.
Este domingo también fue el de Youssou N´Dour, que cantó “Seven Seconds” sin necesidad de Neneh Cherry, y el de la bronca de los Green Day, pasados de rosca también por contrato. De Allman Brothers y de Santana, que se perdió en un solo de guitarra tan largo que a veces aún sigo escuchándolo.
Tenía prejuicios con los Red Hot Chili Peppers, y apenas unos segundos de Suck my Kiss me metieron en su bolsillo, y me pasearon por un rato fenomenal. Hasta su homenaje a Jimi Hendrix sonó legítimo y pertinente. Es posible que Peter Gabriel no pegara como cierre del macrofestival, pero su “This Is Your Woodstock,These Are Your Dreams”, sobre un lecho de batería que supuse representaba los últimos latidos de Stephen Biko, el inspirador de su tema más fetiche, nos puso a tantos la piel de gallina, que estoy convencido que las asistencias no dieron a basto con las tiritas.
Esa noche Sonia me deslizó dos últimas fotos, una de las cuales iría directamente sobre la crónica de ese domingo que parecía saldar cuentas con un pasado mítico. En la otra foto debíamos estar los dos, pero no era así. El momento compartido era con Roberto Baggio, recién terminado un Italia–Bulgaria de semifinales. Ambos mirando con displicencia más allá de aquel (aquella) que nos estuviera haciendo la foto. Posiblemente hacia el futuro.
En mi caso un Deportivo–Sevilla, tan cargado de emoción como absolutamente desprovisto de romanticismo.
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