Una de las mejores noticias cinematográficas del año ha sido, sin duda, el feliz regreso de Spike Lee. Recuerdo todavía con juvenil emoción la vital impresión que nos produjo hace casi 30 años el peculiar fluir (flow) de su cine. Un cine nuevo entre la consternación, el humor y el nuevo compromiso con una vieja cuestión que le tocaba vivir de cerca: la injusticia racial y las sombras del multiculturalismo. Do the right thing, (1989), Mo’ Better Blues (1990), Jungle Fever (1991) —antes que Malcom X (1992) o Clockers (1995)— nos revelaron un director de cine fresco y de ritmo muy personal, pero sobre todo un tipo sensible e inteligente por igual.
Creo que es posible convenir en que su carrera posterior, como si demasiado pronto hubiera dicho todo lo que tenía que decir, inició una marcha irregular por impersonal, de la que salvaría la estupenda e infravalorada Summer of Sam (1999). Por lo que respecta a BlacKkKlansman, traducido en nuestro país como Inflitrado en el Ku Klux Klan, se trata de un exponente de su mejor cine. Vitalidad y ritmo en una cinta ágil y sustanciosa, de más de dos horas de duración, que no decae en ningún momento.
Mezcla de parodia y seriedad, de entretenimiento y guiños, en realidad muy explícitos, frente a la estúpida era-Trump, cuenta la historia real de Ron Stallworth (publicada en España por Capitan Swing), un policía afroamericano que, resistiendo la hostilidad racista de la época, presente incluso en el interior del cuerpo de policía, consigue gracias a tenacidad y talento, trabajar como policía infiltrado. Aunque su aspiración es entrar en la unidad antinarcóticos, Stallworth (en la película magníficamente interpretado por John David Washington) tuvo el valor de contestar con su propio nombre a un anuncio: «Ku Klux Klan. Información de contacto. Apartado de correos 4771. Colorado. 80230». Su cara blanca y visible en el interior del Klan será la de su compañero judío, el personaje interpretado por Adam Driver, constituyendo ambos una pareja que Lee ha sabido presentar y construir (lo cual es muy de agradecer) al margen de las claves de las buddy movies o películas de colegas de las que Límite 48 horas de Walter Hill fue un trepidante pero también estereotipante ejemplo.
Con esos materiales narrativos y su viejo toque personal, Spike Lee consigue, gracias a esa imaginativa e inspirada mezcla de géneros típica de su singular estilo, combinar las situaciones hilarantes con la denuncia social, digresiones sobre la representación del hombre negro y de la mujer negra en el cine con el policíaco, la crónica con el soul, el terror con la risa. En lo que toca al aspecto ideológico, uno de sus grandes aciertos, según lo veo, tiene que ver con la toma de posición ante las dos opciones, la revolucionaria y la reformista, ante las que encontraba en los años 70 una nueva generación de la minoría racial más importante en EEUU.
Aunque el director toma lúcidamente partido, al igual que personaje principal, por la vía reformista (cambiar las cosas desde dentro), la otra opción (la lucha violenta) está presentada de forma que, aun evidenciando sus peligros, su ineficacia o sus excesos, resulta una vía comprensible y atractiva cuando no legítima. Lee solo clava los dardos sobre la inteligencia estratégica de la decisión, pero, respeta a las víctimas morales hartas de insultos, golpes y vejaciones, pero también de palabras. Prueba ello es la elegancia que destila Laura Harrier, firme y valiente partidaria de la violencia.
En la escena más hermosa del filme, aquella en la que, en un pertinente alarde de estilo, se acerca al fondo negro donde se recortan los ojos orgullosos («empoderados» diríamos hoy) que asisten al mitin de Stokely Carmichael, líder de los Panteras Negras, Spike Lee consigue captar toda la belleza y toda la dignidad de los jóvenes negros apelados diariamente si no física, sí cultural y simbólicamente.
Cómo una historia tan hilarante consigue incluir momentos de ese conmovedor lirismo, controlado y sutil, se explica solo por la enorme sabiduría de Spike Lee, quien ha sabido mostrar sin estridencias la pervivencia de la injusticia racial en Estados Unidos, sus avances y retrocesos, y a la vez, la necesidad moral de retener una historia que debe ser recordada. Ocurre así con el discurso en la poderosa, herida y pausada voz de Harry Belafonte. A diferencia del holocausto o del apartheid sudafricano, la «era de los linchamientos» en EEUU es una afrenta a los derechos humanos poco conocida. Sin embargo, más de 4.400 afroestadounidenses fueron linchados en Estados Unidos entre 1877 y 1950. Los linchamientos fueron una de las causas de la migración masiva de unos 6 millones de afroestadounidenses que, entre 1915 y 1970, optaron por mudarse al norte del país, donde se establecieron en guetos. Los linchamientos de ciudadanos negros incluían macabras torturas integradas en una suerte de festejo civil, así, en uno de los casos más conocidos, el de Luther Holbert, este fue atado a un árbol junto a su mujer, a ambos se les iban cortando uno a uno los dedos que iban distribuyendo entre la muchedumbre como una suerte de souvenirs. En general, mientras los linchados eran torturados y asesinados, la multitud de hombres, mujeres y hasta niños blancos comían huevos rellenos y tomaban limonada y whisky.
La imaginación conmovida por el «Strange Fruit» el tema de Abel Meeropol que cantaba Billie Holiday (1915-1959) a propósito de los linchamientos y posteriores ahorcamientos de ciudadanos negros, (extraña fruta en el árbol) es una imagen del imaginario de la justicia del siglo XX, una imagen tan dolorida como poética cargada de fuerza moral.
Pero debemos acabar como acaba la película de Spike Lee, con una fina pero necesaria advertencia acerca de destino de los derechos civiles. Estos fueron fruto de una dura y asimétrica lucha, resultado del pugilístico acto de levantarse una y otra vez. Son por ello pertinentes, en el epílogo y en momentos muy divertidos de la película, los guiños (muy explícitos) a la era post-Trump y la cobarde equidistancia de este extraño presidente ante los actos racistas de Charlottesville (Virginia) que culminaron con el atropellamiento de una multitud bajo las ruedas del coche de un neonazi.
Hoy en día, el racismo no se manifiesta en el discurso sobre la pretendida (y, desde luego, falsa) superioridad entre razas, sino en la más sutil advertencia sobre la incompatibilidad de culturas. Sobre ello queremos ser como Lee, alegres y tristes a la vez, ciudadanos firmes, seres singulares, adultos poco optimistas que no caen en la desesperanza.
Hermosos: rostros negros ante el discurso de Charmichael.
Malditas: equidistancias.
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