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El South by Southwest y los Alamo Drafthouse: amor imposible

En Cine y Series sábado, 19 de marzo de 2016

Emilio Doménech

Emilio Doménech

PERFIL

El festival de cine de Austin, Texas, cuenta con la colaboración de los cines Alamo Drafthouse, que sirven comida durante las proyecciones.

Cuando paseas por el pasillo previo a la sala de un Alamo Drafthouse, la cadena de cines fundada en Austin, Texas, lo primero que te golpea es un aroma cargante que mezcla, con ganas, mantequilla caliente, queso de pizza y pollo frito. Es un aroma que, además, vive pegado a la rancia moqueta de color negro que cubre la introducción al patio de butacas.

Una vez cuentas con una panorámica del cine, lo que queda delante son decenas de asientos acolchados y escalonados en filas muy separadas entre sí. Y por cada frontera que cambia de altura, una mesa de madera que viaja de lado a lado y un espacio para el paseo de los camareros.

En los minutos previos a la película, cualquiera puede pedir en voz alta sus hamburguesas y batidos de helado, pero durante el filme basta colocar un papel en la rendija posterior de la mesa para que el camarero, desde el pasillo de servicio que hay entre fila y fila, recoja los pedidos de los comensales.

Con las luces apagadas —y el proyector en marcha—, los repartidores nunca interceden en el campo de visión de los espectadores. De hecho, su servicio es hasta policial. Si avistan a un espectador ojear su móvil durante demasiado rato, se reservan el derecho de mandarlo a comer al McDonalds. Sus anuncios preproyección, de claro antiterrorismo de minipantalla, son para enmarcar en todas las salas de cine del planeta.

AlamoEn los Alamo Drafthouse, el servicio durante la proyección es su sello distintivo entre las masas, mientras que la dictadura contra los usuarios de pulgar fácil es la polémica que les ha hecho relevantes entre la cinefilia. Es por ello que cuando los Alamo ofrecen sus salas para un festival de cine como el South by Southwest de Austin, el conflicto entre ambos mundos —el masificado y el de nicho— es inevitable.

En los Alamo Drafthouse, el servicio durante la proyección es su sello distintivo entre las masas, mientras que la dictadura contra los usuarios de pulgar fácil es la polémica que les ha hecho relevantes entre la cinefilia. Es por ello que cuando los Alamo ofrecen sus salas para un festival de cine como el South by Southwest de Austin, el conflicto entre ambos mundos —el masificado y el de nicho— es inevitable.

De la misma forma que el destello de una pantalla puede desviar la atención de un espectador entregado, los olores pueden sacar a cualquiera del estado emocional en el que se encuentre. Con el olfato, el hipocampo responde de forma instantánea y rescata recuerdos que no tienen por qué estar relacionados con aspectos emocionales tan viscerales como la pérdida o la melancolía.

La pregunta es, ¿quién coño va a soltar una lágrima cuando en menos de dos minutos un camarero ha dejado un plato de nachos con queso y una hamburguesa que rebosa mostaza en los asientos de tus costados?

Y no es sólo cuestión de oler; también de escuchar o de ver. Escuchar al camarero dejar un plato sobre la mesa, verle correr cual recogepelotas por las bancadas y ver y escuchar cómo deja las bandejitas metálicas de las facturas con la delicadeza de un tejano que devora alitas de pollo con salsa barbacoa. El camarero debería estar en el restaurante; y el tejano, en su sofá de tres metros preparado para ver el último capítulo de Scandal en Netflix.

Los Alamo Drafthouse cuentan con un servicio único y su papel de abanderados de la justicia antipantallas es envidiable, pero resulta ciertamente paradójico que la única forma que tienen los espectadores de discernir las cifras de sus facturas sea con… la luz de sus teléfonos móviles.

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