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¿Somos un país de rock?

En Música miércoles, 30 de octubre de 2019

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Hay una regla no escrita para cualquier artista que trate de promocionar su trabajo: no hablar mal del país en el que quiere darse a conocer. Obvio. No hace falta ser un lince. Incluso si puede darle algo de jabón al público local, mejor que mejor. Otra regla no escrita para el periodista que ha de entrevistar al artista es utilizar la pregunta comodín: ¿cómo se siente usted cuando viene a España? Suele venir al pelo, sobre todo porque un grandísimo porcentaje de esas charlas forman parte del proceso de promoción de una inminente gira, y todos los músicos necesitan vender entradas. Cuantas más, mejor.

Por eso, no extraña que uno se tope continuamente con comentarios laudatorios cada vez que aborda la cuestión de la conexión española con músicos foráneos. Sobre todo, si son anglosajones, que ya sabemos que con los latinoamericanos nos une el idioma y también la estrecha relación que muchos mantienen con comunidades de inmigrantes llegados de sus países de origen.

Jeff Tweedy

Jeff Tweedy.

Hasta ahí, todo normal. La cortesía habitual. Lo que sí llama poderosamente la atención, sobre todo con músicos norteamericanos, es su énfasis en poner de relieve que España es terreno abonado para el rock. Que su público no solo acoge con entusiasmo sus visitas —algo que podría entrar en el estereotipo del carácter latino, teóricamente más sanguíneo—, sino que de verdad siente un aprecio por el rock de guitarras de toda la vida, y sabe respetarlo prácticamente como en ningún otro estado de Europa. La primera vez que un servidor recuerda haber escuchado esto fue conversando con Jeff Tweedy (Wilco) en la trastienda del FIB, hace ya doce años: El español es un público entusiasta y muy respetuoso. Creo que aquí hay auténtico compromiso con el músico que está sobre el escenario, me comentaba.

Son confesiones que cabe encajar como sinceras, pero que no terminan de cuadrar con lo que muchos entendemos que es el sentir mayoritario de un país en el que las listas de éxitos señalan lo que señalan, en el que la música que se escucha en discotecas, pubs y locales de ocio no tiene absolutamente nada que ver con el rock, en el que la media de edad de la asistencia a conciertos difícilmente baja de los 40 años y en el que dar con espacios del género en las televisiones (en las públicas, y no digamos ya en las privadas) parece una odisea. La visión que muchos de esos músicos tienen de nuestro país no puede diferir más de la que tenemos quienes vivimos aquí. Es como si todos ellos fueran víctimas del síndrome James Rhodes.

En los últimos tiempos, y en paralelo a la asiduidad con la que algunos nombres nos visitan, como si España fuera ya su segunda residencia (acuden a bote pronto a mi cabeza los nombres de Nada Surf, los Long Ryders, los Posies o los Jayhawks; para algunos ha sido primera residencia, todos gozan aquí de mayor parroquia que en su propio país), cada vez son más los músicos que exhiben esa afinidad.

Taylor Goldsmith

Taylor Goldsmith.

Taylor Goldsmith, de Dawes, diciéndome que en España hay un amor por el rock and roll que él no capta con la misma intensidad en su propio país; Damien Jurado trazando un paralelismo entre nuestra orografía y la norteamericana, como si eso condicionara el carácter de sus gentes y las situase en la misma sintonía pese a los miles de kilómetros que las separan; Matt Healy (The 1975), diciendo que le encanta poder tocar en cualquiera de nuestros festivales pasadas las doce de la noche; Tom Smith (Editors), encantado ante la forma en la que el público español corea a voz en grito las líneas de guitarra (los clásicos lololo) o Paul Simonon, (The Good, The Bad and The Queen) encantado de fortalecer de primera mano su conocimiento del mundo de los toros, por no hablar de John Grant, Hoodoo Gurus, Superchunk, The National y tantos otros, músicos encantados de captar una integridad en su parroquia hispana que desde aquí no nos parece tan evidente.

Y la lista podría seguir, porque es interminable. Todos ellos aprecian, como es lógico, nuestro clima y nuestra gastronomía. También nuestros precios, por supuesto. Incluso nos ven como una suerte de California europea, lo que nos puede servir para empatizar con su entusiasmo. Pero también parecen apreciar una honesta y respetuosa forma de entender y hasta celebrar ese rock de guitarras que muchos ponen ya en la picota, algo que no uno no sabe si encajar como producto de cierta condescedencia o quizá —sería lo mejor, puede que la óptica menos cínica sea la adecuada— como fruto de una marca España que, minoritaria pero vigorosa y resistente, ellos sí logran detectar y nosotros no.

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