Sinsal, un festival sin igual (de verdad)

En Música lunes, 04/08/2025

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Trabajé hace unos años para un festival que quería calificarse como boutique. Sé que hay hoteles y gimnasios que se autodenominan así, pero me negué a utilizar la expresión «festival boutique» en su nota de prensa porque me parece una horterada suprema y porque no creo que haya ninguno que se ajuste a la realidad que describe el palabro de marras. No me consta que el Sinsal, que se celebró el pasado fin de semana en la isla de San Simón, en la ría de Vigo, haya recurrido a ese ardid promocional. Pero si así fuera, tendría más derecho que ninguno: el enclave es único, el cartel es heterogéneo a más no poder y casi siempre exquisito, su dimensión —aforo de 800 personas— garantiza el disfrute sin aglomeraciones y dispone además de actividades paralelas para cualquier público. Esto no lo digo porque me hayan invitado (que así fue, y es muy de agradecer), sino porque he vivido los tres días de su decimoséptima edición y no me queda más remedio que reconocerlo.

Leí en la prensa local que un colectivo en pro de la memoria histórica se quejaba de su celebración, porque era como montar una fiesta «en Auschwitz» (San Simón fue cárcel durante la represión franquista). Me parece un dislate: aquellas campas nazis eran un erial antes de servir al horror, mientras que la pequeña isla gallega ha sido también monasterio, núcleo militar estratégico, leprosería, lazareto, escuela de huérfanos de marineros y unas cuantas cosas más a lo largo de sus muchos siglos de historia, hasta ser declarada bien de interés cultural en 1999. Desde entonces, ha acogido un sinfín de actividades culturales. La organización de Sinsal incide a conciencia en la necesidad de conocer la historia del suelo donde se celebra. La preservación de nuestro maltrecho relato histórico (quizá ahora más amenazado que nunca) no debería ser reivindicada con orejeras.

Festival Sinsal

La isla de San Simón a vista de barco (Foto: Cristina Padín).

En lo musical, el festival ofreció una panorámica (cartel secreto hasta su pistoletazo) en la que cabían el pop, el rock, la electrónica, el folk, el dub, el dancehall, el afrobeat, la canción performativa, el dream pop, el shoegaze, la música clásica, el avant pop, el post punk, el kuduro, el flamenco pespunteado por la electrónica o hasta el canto coral inspirado en la vida de los pájaros, además de varias sesiones de DJs con vasta profundidad histórica, de esas de no solo bailar (el post punk por Chus Taboada e Eva Izquierdo, el pop independiente de los noventa por Marco Maril y la disco music y aledaños por Isabel Díaz y Pedro Blázquez).

Todo eso y algún género, estilo, giro, rasgo o estilema que seguramente se me escape: llevo años acudiendo a festivales clónicos —es la especialidad veraniega de la costa mediterránea, con puntuales excepciones— y es un gozo total asistir a uno en el que dejarte sorprender. Incluso sabiendo de antemano los nombres que lo integran, sigue siendo casi secreto porque hablamos de artistas mayoritariamente emergentes. Muchos de ellos debutaban en España o en Galicia. En mi orden de prioridades hace algún tiempo que las citas artesanales, en las que se cuida el detalle y se nota que su dirección contempla la música con pasión y no como un mero negocio (pienso ahora en el asturiano Prestoso o el malagueño Canela Party) cotizan al alza. Hemos venido a jugar, no a sufrir.

Festival Sinsal

Lucía Masnatta, vocalista y guitarrista de Fin del Mundo (Foto: Cristina Padín).

Guardo en la memoria tres momentos imborrables: la contagiosa prestación de crooner desmesurado del búlgaro Ivo Dimchev (veterano coreógrafo búlgaro que en lo musical me recordó a un cruce imposible entre Morrissey, Marc Almond, Anohni y Russell Mael), la límpida presentación de las argentinas Fin del Mundo (descubrí su argumentario, entre el shoegaze y el dream pop, hace unas semanas: en vivo no lo deslucen) y el semblante de júbilo con el que las escandinavas Alexandra Shabo, Lise Kroner y Anja Tietze Lahrmann saludaron al público que se acercó a felicitarlas tras la imponente actuación de su proyecto Bitoi, el cuarteto que forman junto al bajista sueco-etíope Cassius Lambert: era su debut español y deslumbraron con una sublime exhibición coral en la que tradición y vanguardia se daban la mano con hechizante austeridad y sin imposturas, emulando de forma puntual el trino de los pájaros. Se me hace difícil recordar un concierto en el que marco y contenido encajen con mayor precisión, con la vista de la ría y sus laderas haciendo de backstage. Un concierto que ya hubiera valido por todo el fin de semana.

Festival Sinsal

Alexandra Shabo, Lise Kroner y Anja Tietze Lahrmann: el hechizo de Bitoi (Foto Cristina Padín).

La presencia de la música africana, en múltiples variantes, gozó de una acogida calurosa: especialmente la de los agoleño-portugueses Throne + The Shine, que convirtieron el escenario principal es una suerte de rave a base de kuduro y pop electrónico con vapores de afrobeat. Fue lo más celebrado del sábado por la tarde. En lo rítmico no hay quien les tosa a los africanos (estoy generalizando mucho, lo sé), y por eso propuestas como la suya, o como la de los ugandeses Arsenal Mikebe (directamente percutiva), funcionan tan bien: se bailan más que se piensan.

Sin perjuicio alguno de que la música gnawa de Asmâa Hamzaoui y Bnat Timbouktou o la tradición tuareg de Sahra Halgan apelaran a otra clase de estímulos. Me gustó también la psicodelia de los indonesios Ali y la muy divertida ensalada estilística, entre lo experimental y lo directamente bizarro, de los japoneses WaqWaq Kingdom. Fue la gran y bendita chaladura (bailable) del fin de semana.

Me gustó mucho la actuación de las francesas Cocanha, fundiendo polifonía y percusión para reivindicar su lengua, el occitano, en uno de los sets más singulares del festival. También los gallegos Chicharrón, de cuya discografía andaba bastante desconectado, quienes mostraron la tenue y elegante melancolía de sus últimas canciones a primera hora de la tarde. O el particular enfoque flamenco de la jienense Rocío Guzmán, tan amplio (una colombiana de Cádiz, una trilla, una milonga de estilo libre, un guiño a Manolo Caracol) como para que quienes somos más bien legos en los palos del género podamos sentirnos interpelados y estimulados durante cerca de una hora por su fusión con la electrónica gracias a un plantel de variopintos productores y beatmakers.

Festival Sinsal

Good Sad Happy Bad y la polivalencia de Mica Levi (Foto: Cristina Padín).

No me gustó tanto lo de la austriaca Uche Yara, indefinido pastiche mainstream avalado con la vitola de telonera de los Rolling Stones en su país, con un directo más que competente pero una propuesta muy poco personal. Tampoco me convenció el esteticismo a lo Bon Iver de los catalanes (de residencia) Azulceleste. Y last but not least, la presencia de ese pop rock de corte anglosajón que tan mayoritario es en otras citas y tan testimonial ha sido en Sinsal 2025 (y no me parece mal): un placer reencontrarnos por sorpresa con Mica Levi y sus Good Sad Happy Bad (antes Micachu and the Shapes), partícipes de esa sofisticada escuela avant pop que bien puede ir de The Durutti Column hasta Field Music (entre otras delicatessen) en un bolo exquisito, o unos aún bisoños Dog Race (también británicos), a cuyo post punk aún le falta un hervor para medirse con Dry Cleaning o Squid, por poner un par de ejemplos de bandas en sus coordenadas.

¿Lo recomendaría? Sin duda. ¿Repetiría? Seguro.

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