Como cada verano, hablaremos largo y tendido en las próximas semanas sobre actuaciones en grandísimos escenarios, ante vastas llanuras en las que miles y miles de personas se agolparán –en ocasiones, con el ángulo de visión reducido a una enorme pantalla y un horizonte en el que apenas se divisan diminutas formas de algo que, se intuye, son músicos– para poder gozar de algunas de las actuaciones más multitudinarias del verano. Pero siempre y cuando tengamos curiosidad por echar la vista un poco más allá, tampoco será complicado toparse con citas en las que la comodidad, el detalle, el arrullo (más que el estruendo) y el encanto de la diversidad geográfica y estilística se combinen como principales argumentos para seducir a ese melómano que ya no está por la labor de comulgar con interminables colas, caminatas extenuantes, sudorosas aglomeraciones e inversiones a fondo perdido en los concurridísimos Poly Klyn.
Hay un perfil festivalero, y no precisamente el de menor capacidad adquisitiva, que valora desde hace tiempo los disfrutes casi en petit comité, siempre y cuando oferten calidad y se puedan combinar con oportunas visitas turísticas, culturales e incluso gastronómicas. Tampoco es cuestión de adjudicar la trillada etiqueta de festival gourmet a todas las citas que sacian sus apetitos (porque ni la repetición de nombres es exclusiva de los grandes festivales ni gozamos ya apenas de las presencias exclusivas de antaño), pero es innegable que el panorama estatal se ha diversificado tanto que, incluso quienes –con razón– ya no están para excesivos trotes ni agobios obtendrán plena satisfacción a poco que echen un detenido vistazo a la oferta para este verano.
Un clásico de esa otra festivalia es el mestizaje sonoro, más concretamente el encuentro de lo que durante mucho tiempo se calificó como músicas del mundo en un entorno privilegiado, ya sea campestre o urbano. La primera de ambas posibilidades tiene como protagonista indiscutible al Pirineos Sur, el exquisito festival que desde hace casi una década se celebra en Lanuza y en Sallent de Gállego, en pleno pirineo oscense. Cualquiera que haya estado allí podrá dar buena cuenta de una programación que rara vez repite argumentos con asiduidad, en un enclave – perdonen el topicazo, pero es que lo es –idílico. Salsa, rumba, tropicalismo, funk, afrobeat, hip hop, trap, soul o ritmos balcánicos fortalecen su cartel de este año, seguramente el más heterogéneo de cuantos se avecinan este verano, con figuras como Rubén Blades, Seun Kuti, Gypsy Kings, Chavea Music Factory, Tote King, Shantel & Bucovina Club Orkestar, Gilberto Gil o La Dame Blanche. Será del 13 al 29 de julio.
Con una programación de cariz similar, en un enclave urbano y siempre bajo coartada temática –este año el país invitado es Dinamarca: la querencia del festival siempre fue algo más europea– , La Mar de Músicas de Cartagena (también rebasando de largo las dos décadas de trayecto) desplegará sus argumentos de nuevo, entre el 20 y el 28 de julio, entre los auditorios de El Batel, el del Parque Torres, el Castillo Árabe o la misma Plaza del Ayuntamiento, con bandas como The Human League, Texas, Liima, Morcheeba o Songhoy Blues y solistas de la reputación de Gregory Porter, Salvador Sobral, Alba Molina, Fatoumata Diawara, Cécile McLorin Savant o, cómo no, el omnipresente Rubén Blades, quien ya vino a España el verano pasado como parte de su gira de despedida del género –la salsa– que tanto reconfiguró y parece haberle cogido el gusto a la moda de las despedidas interminables. Vale la pena la prórroga, en cualquier caso, dado su insustituible perfil.
Pop, electrónica, soul, salsa, ritmos africanos y una nutrida presencia de la creación danesa más inquieta, en un festival que también destina un hueco al cine y a las artes, y que resulta ideal para callejear por la ciudad durante unos días al tiempo que se degusta un menú musical de lo más diverso.
Aunque si hay un festival que lleva unos años gozando de sus reducidas dimensiones, y que se niega a crecer para desvirtuarse, ese es el Vida Festival de Vilanova i la Geltrú. Alternativa más que suculenta como cita de corte indie que huye de las masificaciones, este mismo fin de semana llega a su quinta edición con un cartel en el que destacan Los Planetas, Calexico, Franz Ferdinand, St. Vincent y, sobre todo, Iron & Wine o They Might Be Giants, dos delicatessen que no se prodigan en exceso por nuestro país, y que sin duda concretan la nota diferencial.
Y cambiando de costa a costa nos podríamos ir hasta Galicia, que se está convirtiendo en tierra de algunos de los festivales más singulares de nuestra atestadísima geografía. Por una parte con el Sinsal, el evento que se celebra a finales de julio (este año, del 26 al 29) en la pequeña isla de San Simón, a la que solo se puede acceder en barco, y que cuenta con la gozosa excepción que confirma la regla: su público (apenas 800 fieles) no sabe qué músicos componen su cartel hasta que se planta allí mismo, en un paraje merecedor de especial protección medioambiental, junto a la ría de Vigo. Bombino, Orchestra of Spheres, Dan Deacon, Systema Solar o Bitchin Bajas han dado buena cuenta en los últimos años de que su amplitud de miras no es solo infraestructural.
En el extremo opuesto, cambiando lo rural por lo netamente urbano, el festival Noroeste volverá a ocupar las calles de A Coruña bajo las premisas de un elenco de músicos que tampoco suelen encabezar carteles con grandes caracteres. La playa de Riazor y otros catorce escenarios diseminados por toda la ciudad acogerán las actuaciones de Neneh Cherry, Christina Rosenvinge, Ana Curra, Nathy Peluso, Marem Ladson, Rocío Márquez, Bflecha o Maria del Mar Bonet, en una de las programaciones con mayor presencia femenina que uno acierta a recordar.
foto cabecera ©Jorge Fombuena.
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