Redford tras la cámara

En Cine y Series jueves, 18/09/2025

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

Apenas recibimos la noticia del fallecimiento de Robert Redford, cuando una parte tan importante de la fachada de Hollywood de la segunda mitad del siglo XX desaparece por pura biología, la primera reacción tras asumir mal que bien su pérdida, pasa por preguntarnos cuál era realmente su secreto. ¿Qué es lo que podía contener en su interior una personalidad tan magnética como para sostener por sí sola a lo largo de décadas cualquier proyecto en el que se viera implicada?

La personalidad de Robert Redford era lo suficientemente rica en matices para no bastar dos vistazos rápidos a un par de lugares comunes. A Redford le dio tiempo a ser muchas cosas a la vez: miembro selecto del star system, niño mimado de cualquier teleobjetivo, activista siempre inconformista, urdidor y tutelador del mayor laboratorio-escaparate para la producción independiente (Sundance Film Festival). Y también director de cine. Redford pudo alcanzar la gloria delante de la cámara, pero algunos de sus mayores logros los consiguió detrás. De hecho inauguró una curiosa tendencia que tuvo sucesores a lo largo de dos décadas (Warren Beatty, Kevin Costner, Mel Gibson): actores cuyos premios Oscar les llegaron como realizadores.

Este Redford, director, reúne muchas de las características que lo hacen reconocible, y añade otra que no nos esperábamos, la de pasar desapercibido. Podríamos decir que sobrevuela sus proyectos sin casi molestarlos, dejando a la historia contarse a sí misma. Pero todas sus preocupaciones vitales están ahí. Sus temas de referencia resumidos en la máxima  hace falta cierta dosis de valor e integridad a la hora de estar solo contra el mundo, aparecen en uno u otro momento, como señales de alarma que nos recuerdan la cantidad de desvíos que tiene el camino, y las ansias de alguna gente por interpretar a su modo el manual de tráfico. Redford no usa la brocha gorda para señalar a buenos y malos, simplemente traza unos bosquejos a los que la narración va dotando de vida e intenciones.

Robert Redford se toma su tiempo antes de situarse detrás de la cámara, casi al igual que su compinche Paul Newman. Pasada una década de taquillazos que le han dejado situado en el pináculo de su profesión, busca un cambio en su carrera y precisamente entonces es cuando se deja atrapar por el bestseller de Judith Guest, Ordinary People. Deconstruir a una familia americana modelo a partir de un accidente traumático, y observar a partir de ahí su progresiva desintegración, da a Redford la posibilidad de quitarse de en medio y centrarse en hacer creíble lo que sus imágenes narran. Gente corriente (1980) se hace realidad mediante la modesta productora de su director (Wildwood) y  a la distribución de  Paramount Pictures, que confía en la capacidad y efecto llamada de su director novel. Como premio a las cosas bien hechas, recogerá toda suerte de parabienes, tantos como para acabar siendo la “tapada” de 1980 en la carrera por los premios de la Academia. Para medio sorpresa de quienes solo veían en su intérprete una melena fotogénica, proporciona a Redford su primer Oscar. Si podemos ponerle algún pero al hecho de comenzar con el listón tan alto, es que esto obligará a nuestro hombre a competir continuamente consigo para superarse. Aunque el resto de su producción nunca deja de ser estimable, no mejorará a su ópera prima, ni tampoco esto le importará mucho.

Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988) parece aún más modesta que su predecesora, pero es la primera intrusión “política” de Redford, con el pueblo llano apuntándose un tanto ante los poderes que intentan hacerle pasar por su aro. Salpicada aquí y allá por pinceladas de un realismo mágico muy particular, no deja de ser una fábula bonita, bien narrada a través de una serie de secundarios competentes (Sonia Braga, Rubén Blades), y que con su perfil bajo decepciona a los que esperaban ver a su director destinado a empresas mayores.

El río de la vida (A River Runs Through It, 1992)  pretende ser una historia-río (nunca mejor dicho) alrededor de las relaciones tirantes entre padres e hijos, y no solo uno de esos vehículos para promocionar al Redford de los 90, Brad Pitt. Lo que resulta de ello es un film apacible y hermoso apoyado en un paisaje que lo es aún más, espléndidamente fotografiado por Philippe Rousselot. Muestra, más que cualquier otra de sus obras, la querencia de Redford por los escenarios naturales y su habilidad para convertirlos en personajes de aquellas. Destinado a ser más respetado por el público que por la crítica, estamos quizás ante el film donde mejor casan las intenciones y resultados de su realizador.

Quiz Show (1994) es visual y estilísticamente diferente a los anteriores filmes de Robert Redford.  A través de un exitoso Saber y ganar de los años 50, observamos la esclavitud que supone mantener semanalmente a una audiencia, lo que lleva a la cadena de televisión donde se emite el programa a trucar las respuestas de tal manera que sirvan para promocionar al personaje que mejor dé en pantalla, en este caso el hijo de un respetado catedrático. Ralph Fiennes y John Turturro transmiten toda la tensión que llevan acumulada dentro de la trampa a la que han accedido entrar, y Rob Morrow (el doctor Fleishmann de Northern Exposure) es la voz de la conciencia y denuncia de Redford, cumpliendo en su primer y único protagónico.

 

Cuatro años después, Redford vuelve a las andadas. El hombre que susurraba a los caballos (The Horse Whisperer, 1998) termina siendo su proyecto más taquillero y al mismo tiempo su obra más impersonal. Sigue siendo, 27 años después, la película por la que más se le recuerda de las nueve que dirigió.  Si a un reparto de campanillas (Kristin Scott Thomas, Sam Neill, Scarlett Johansson, Chris Cooper) le sumas un drama romántico potente (aunque también muy previsible) y a un director que por primera vez dobla jornada y pone su rostro icónico como protagonista, el éxito es casi seguro. Pese a todo, Robert Redford apenas volvería a compatibilizar ambas tareas en el futuro.

La leyenda de Bagger Vance (The Legend of Bagger Vance, 2000) es un buen ejemplo para comprobar que nuestro hombre a veces escoge temas para sus películas que, aparentemente, no podrían interesarnos menos, pero que a la larga casi siempre acaban por engancharnos. Con un reparto quizá más atinado para una película de acción, nos muestra una historia no muy convencional de superación a varios niveles, con más de una sorpresa, especialmente en el verdadero personaje central de la narración, el caddie de golf que interpreta Will Smith.

Tras un hiato de 7 años. Leones por corderos (Lions for Lambs, 2007)  es un intento honesto de denuncia, de demostrar que hasta detrás de las mejores intenciones puede anidar lo peor. Acaso es demasiado academicista, y también demasiado consciente de ser ariete contra la administración de George W. Bush Jr. Acaso el mensaje de que los políticos mienten y los periodistas encubren ya está demasiado interiorizado. Aparte de ello, la idea de separar la acción en tres historias que acaban cruzándose tarda en coger fuelle. Estrenada con el marchamo de blockbuster, acaba defraudando gran parte de las expectativas de los que esperaban un puñetazo sobre la mesa tanto como de los que deseaban un duelo interpretativo generacional.

Más atinada en intenciones y resultados, y bastante más desapercibida para el público es La conspiración (A conspiracy, 2010), una historia de falso culpable y  su juicio consiguiente, que funciona ágilmente y muestra el buen momento de sus protagonistas James McAvoy y Robin Wright. Redford vuelve a un perfil bajo que nos permite concentrarnos más en los detalles, muchos de los cuales se nos quedan en mente aún después de acabado el film.

Llegamos finalmente a Pacto de silencio (The Company You Keep, 2012), último intento de Redford como realizador. Aquí aborda la figura del inocente activista perseguido por la maquinaria del poder que reclama cuentas pendientes de hace tres décadas, las que lleva nuestro héroe oculto. Es otro  tema recurrente en su filmografía, incluso aquella anterior a sus películas como realizador (Los tres días del cóndor,  Sidney Pollack, 1975). El problema es que una premisa tan jugosa pierde crédito por el empeño del director de interpretar a un protagonista 25 años más joven, lo cual le quita credibilidad al empeño. Una vez  planteado el suspense, la película se encarga de desaprovecharlo con una segunda parte anodina cuyas reflexiones nos suenan a algo ya visto.

Dejaría para el final dos filmes que no dirigió Redford, aunque así lo pareciera. En La Verdad  (Truth, James Vanderbuilt, 2015)  encarna a un presentador de noticiario prime time en retirada, al que se le ofrece la posibilidad de desvelar un escándalo que puede costar unas elecciones, y al que una vez más se le verá remando contracorriente acusado de divulgar un bulo, pero decidido a que arda el mundo con tal de salvar  su conciencia.

En su última y estimable actuación, The Old Man and the Gun (David Lowery, 2018) modela a su gusto la figura de Forrest Tucker, ladrón octogenario incapaz de redimirse, pues sospecha con razón que quebrantar la ley es lo único que se le da bien. El poso de amargura que nos recorre al contemplar el destino gris que le espera, es paralelo a la extraña simpatía que despierta el personaje y su atribulada vida. La misma historia se nos pasa en un suspiro, pero no solo por su escueta duración sino porque intuimos que después de ella no habrá más Redford. No más críticas soterradas, no más justas reivindicaciones. Ni siquiera esas miradas azules congeladas en el mismo eterno rictus de Se hizo lo que se pudo, ¿verdad?

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